Carlos Ferreyra
Dicen las viejas consejas pueblerinas que de acuerdo con el tamaño de tu miedo será el calibre del arma que cargues. Y parece que tienen algo de razón y si a eso nos atenemos, los niños sahuayenses son pequeños sin miedo alguno. A la vida o a la muerte.
Recuerdo al amable lector que estos son recuerdos de un viejísimo arcón de mediados del siglo pasado. Pero son sucedidos que podrían, si alguien se interesara, comprobar sin la menor duda.
Dos de mis anteriores relatos quedaron truncos, en la opinión de mis amigos.
Salía de una frugal cena de la casa de los amigos que solía visitar, cuando a unos metros observé a un cuarteto de niños golpeando a otro. Los enfrenté. Les recordé que los sahuayenses eran varones y no agredían en pandilla, que eso era de cobardes y por ahí me perdí en consideraciones que, claro, ofendieron a los ofensores.
Después de librar de la golpiza al jovencito que andaba noviando y era habitante del vecino Jiquilpan, los abusivos, uno de ellos de 14 años de vida, me retó mientras mostraba su pistola.
No lo tomé a broma, sabía que el escuincle era hijo de un viejo pistolero y que al niño a esa tierna edad atribuían dos muertes a balazos. Con una sensación de ir pisando algodones, llegué directo a la nevería donde le pedí al dueño del negocio que me sirviera un par de vasos de brandy.
Me preguntó, no le respondí, pero observó al chamaco afuera, esperándome. Brincó el mostrador donde estaban vacíos los dos vasos que me bebí de un jalón sin sentir nada, ni frío ni calor.
Lo enfrentó y después de una buena sarta de mentadas de madre le advirtió que era poco el turismo y que no permitiría ahuyentarlo. Que además yo era su amigo y a sus amigos se les respetaba.
El mocoso farfulló un par de frases y pidió que le perdonara, que no había sido su intención asustar a nadie… me volvió el alma al cuerpo porque también el propietario del hotel tenía la fama y algo más en su conciencia.
Los niños en Sahuayo a los doce, trece años recibían de su familia su primera arma personal. El calibre para estos infantes era el 22 en escuadra o una pistola muy bella de cañón largo y calibre 32 que por alguna razón llamaban “charra”.
Con uno de estos calibres fue que el nieto del Canela atacó al asesino de su abuelo. Entiendo que le descerrajó la carga total, ocho tiros en la espalda, horas después de que el viejo policía cayó bajo el auto de Manuel “Guayo” Suárez Ramírez, primo de Tuto Amezcua, a la entrada de la botica del lugar.
Los dos asesinos de los policías, Trino y Canela, fueron identificados de inmediato. La policía, en vetusto y laminudo Ford fue a buscarlos a los sitios donde solían verlos. No hubo problema, los localizaron pero atrás de ellos llegó el nieto de Canela; recuerdo al lector que como únicos familiares, uno del otro, existía una ligar de amor filial muy especial.
Nos contaron que cuando metían al segundo de los criminales al auto, se acercó por detrás el niño y sin pausa alguna, sacó la pistola, cargó y quitó el seguro y empezó a disparar sobre el sujeto. Los teóricos agentes de la ley vieron la escena sin intervenir y sólo al agotar la carga, lo hicieron a un lado y se llevaron al herido al hospital regional.
Estuvo interno varios días. Lo trasladaron a la cárcel y antes de seis meses en compañía de su cómplice se fugó. Lo que siguió después lo ignoro, de hecho y en esos tiempos en Michoacán se perseguía poco al crimen violento. Quedaba siempre el recurso de la venganza familiar o al menos a eso se atenían para no gastar dinero ni tiempo en persecuciones inútiles.
Por la Plaza de Armas del pueblo, con frecuencia mirábamos al nieto de Canela que caminaba y se detenía ante la banca en que acostumbraba su abuelo dormitar. La gente que pasaba, le daba alguna palmada en el hombro y le decía algunas palabras de consuelo.
Tampoco supe cuál fue el destino final de ese infante huérfano de padre y madre y privado del amor de su abuelo…