Prince fue un icono universal. Un creador que definió una era musical y transformó el aspecto de la cultura popular para siempre. No hay duda de que logró convertirse en uno de los más prodigiosos e influyentes artistas de todos los tiempos, y también quizá en el más misterioso. El 21 de abril de 2016, de manera inesperada, el mundo de la música perdió a su Príncipe.
Este libro ofrece una perspectiva de la vida de Prince, sin tabúes ni concesiones, como nunca se había hecho antes. Desde su traumática infancia, en la que buscó en la música de manera obsesiva una vía de escape a la infelicidad, hasta su ascenso al estrellato, pasando por un sinfín de rivalidades profesionales y, también, varios matrimonios fallidos. Y todo ello sin olvidar el fino análisis de sus renovados proyectos musicales a través de comentarios del propio Prince, de sus músicos y de quienes lo conocieron en primera persona.
Mick Wall, aclamado escritor musical autor de varios “bestsellers”, explora el contexto histórico, cultural y personal que hizo posible el nacimiento de un artista original e irrepetible, cuyas proporciones tardaremos décadas en comprender.
De entre los colores más conocidos, el púrpura es el más singular, el que con menor frecuencia se manifiesta en la naturaleza. Síntesis de rojo y azul -hombre y mujer, fuego y agua, el yin y el yang-, el púrpura es siempre el color que recaba una atención mayor.
En China, el color púrpura representa la armonía del universo, la conciencia espiritual; una tonalidad rojiza simboliza fama y fortuna. En Japón, el púrpura encarna una cierta posición social y riqueza: a la aristocracia. Tanto en Europa como en América, el color púrpura ha sido asociado durante siglos con la vanidad, la extravagancia y el individualismo, con la magia y el misterio. En parapsicología, se dice que los individuos de aura purpúrea son muy dados a los ritos y ceremonias.
En la actualidad y desde 1984, el púrpura se ha convertido en el color que simboliza al más importante músico de su generación, Prince, un artista al que se le podrían aplicar todos los significados precedentes… Cien millones de discos vendidos, siete premios Grammy, un Oscar, infinidad de BRITS, de galardones de la MTV o de la American Music. Un innovador musical al nivel de David Bowie; un guitarrista capaz de rivalizar con Jimi Hendrix; un bailarín mejor que James Brown y un cantante dotado de un registro de voz variado y con múltiples formas de expresarse. Prince logró más en su carrera a lo largo de cuatro décadas de lo que otros artistas alcanzaron en toda una vida.
Y eso sin olvidar a las mujeres…Reconocido amante del género femenino, casado y divorciado por partida doble, a Prince también se le vinculó con algunas de las más bellas, elegantes y, en muchos casos, famosas mujeres sobre la faz de la Tierra; entre ellas, Madonna, Kim Basinger, Carmen Electra, Nona Gaye (La hija de Marvin Gaye), la estrella de Twin Peaks Sheryl Penn, la chica de la revista Playboy Devin DeVasquez, así como casi todas las mujeres con las que trabajó de forma profesional: Sheena Easton, la vocalista de The Bangles, Susana Hoffs; Vanity, la ex corista del trío Apollonia 6, que tocó el tema amoroso de Prince para la película Purple Rain; Sheila E, otra protegida suya. Incluso sus dos esposas estuvieron en un primer momento involucradas laboralmente con Prince: Mayte Garcia fue bailarina y Manuela Testolini había trabajado para Love4OneAnother, su fundación benéfica.
No obstante, el gran amor de su vida, como él mismo no se cansaba de repetir, era el que profesaba por Dios. Prince nació en el seno de una familia de Adventistas del Séptimo Día y no dejó nunca de cultivar su fe, primero en la iglesia y más tarde y durante el resto de su vida, a través de la música. Cuando en una etapa posterior, Prince se convirtió en testigo de Jehová, ese hecho sorprendió a todos menos a aquellos que lo conocían desde niño. Prince podía tener una faceta lúdica, alegre y divertida, pero se tomaba muy en serio a Dios y a su música, que para él venían siendo lo mismo.
Ataviado de pies a cabeza con las prendas más llamativas y provocaras jamás vistas en un artista musical -Lady Gaga, ¡chúpate esa!-, el aspecto de Prince resultaba tan variopinto como su música: picante, pero andrógino; marcadamente masculino, al tiempo que con coquetería femenina: seda, volantes, tonos pastel, amplias combinaciones de púrpura y rojo, profusión de abalorios, crucifijos, sombreros estrafalarios, enormes chorreras y pezones desnudos…¡incluso mallas!
Música, amor, espiritualidad, sexo, fama, Dios, moda…He ahí el Prince que sus millones de seguidores en todo el mundo llegaron a conocer y a amar durante años. No obstante, en el momento de su trágica muerte el 21 de abril de 2016, parecía que lo meor de la vida de la carrera de Prince ya había pasado. Su último sencillo de fama internacional, “The mots Beatiful Girl in the Worl”, dada de 1994, mientras que su último álbum en erigirse en un absoluto éxito de ventas fue la recopilación titulada The Very Bets Of, de 2001.
Sus amigos afirmaron que el artista estaba preocupado por temas económicos y por ciertas cuestines personales. Sus últimas apariciones sobre un escenario -las actuaciones dentro de la gira “Piano y Microphone”, que lo llevó a actuar en solitario en distintos teatros de tamaño medio- no pasaron de ser un eco lejano de los días en que era capaz de llenar lugares como la londinense sala de conciertos 02, con capacidad para 20 mil personas, a lo largo de veintiuna noches, con un espectáculo a gran escala en el que participaban algo más de una docena de músicos, cantantes y bailarines y con extravagantes actuaciones en la que el artista y su público compartían su fantasmal pasado púrpura y funk.
Y llegó el día después, en el que la noticia de su fallecimiento corrió como la pólvora por toda la parrilla mediática mundial, provocando un tsunami de lágrimas. Al principio cundió la incredulidad; después, el desconcierto; más tarde, el color y a continuación, la conmoción -que daría paso al duelo y a diversos actos conmemorativos-. En una era la cual los medios de comunicación devoran todas las grandes historias hasta convertirlas en insustanciales mensajes de Twitter y en un año en el que han sido tantas las defunciones de celebridades que ya hemos perdido la cuenta (David Bowie, Terry Wogan, Victoria Wood, Harper Lee, Johan Cruyff, Alan Rickam y tantos otros…), la noticia de la muerte de Prince eclipsó a cualquier otra. Desde los fallecimientos de Elvis Presley y John Lennon, ninguna estrella había producido un impacto de tan amplio calado a nivel mundial.
No se trataba sólo de la consternación de unos fanáticos cualesquiera, como sucedió con Michael Jackson. No, nos referimos a un acontecimiento cultural de altos vuelos. La muerte de Prince no se limitó a llegar cabeceras sensacionalistas como The Sun o The Mirror, que también, sino que acaparó además las portadas de la prensa más seria: The New Yorker tiñó de púrpura su primera plana; The Times, The Telegraph e incluso The Financial Times llevaron la noticia del deceso a sus respectivas portadas. Los informativos de diversas cadenas de televisión, desde la CNN hasta Al Jazeera, abordaron el asunto: una infinidad de necrológicas firmadas por las plumas más eruditas le rindieron pleitesía; hasta The Telegraph puso su grano de arena al explicar con rotundidad que Prince “era a la música pop de la década de 1980 lo que David Bowie había sido a la década anterior, su genuino y auténtico genio”.
Después llegarían los tributos personales: Elton John interrumpió su espectáculo en Las Vegas para saludar al “Guerrero púrpura”; Boy George tuité “I am crying!”; Jimmy Fallon dedicó un programa monográfico de Saturday Night Live a la figura de Prince; incluso al presidente Obama declaró: “Michelle y yo queremos unir nuestro pesar al de millones de fans de todo el mundo por la súbita e inesperada muerte de Prince”. Todos y cada uno de los grandes recintos de Minneapolis -estadios de béisbol y fútbol americano, rascacielos, iglesias y bares- quisieron vestirse de púrpura en su memoria. En señal de conmemoración, todas las ciudades a lo largo y ancho de los Estados Unidos de América se bañaron en la misma bella y misteriosa luz púrpura.
No se trataba simplemente de la música de alguien. No era tan solo la muerte de alguien Tenía que ver con las vidas de todos nosotros, sea cual sea el color. En esas vidas refulge el púrpura. Aquello de lo que, tras el sexo, la música y Dios, Prince nunca se cansaba.
“Todavía ama el púrpura real”, dijo en cierta ocasión Stacia Lang, antigua jefa de vestuario de Prince en Paisle Park. Pero también “El rojo y el verde amarillento, así como las combinaciones de colores brillantes. Blanco y negro incluidos. Detesta el verde pera, detesta todo lo insulso y apagado. Se aburre con gran facilidad”.
Nosotros nunca llegamos a aburrirnos de Prince,que conste. Incluso cuando comenzamos a perder la cuenta de los discos que sacaba -39 álbumes en 37 años, además de una nada desdeñable cantidad de material en la recámara, suficiente para conformar un nuevo álbum cada año durante los próximos cien-, nunca nos cansamos de escuchar sus historias. ¿Se acostó realmente con Boy George, tal y como el excantante de Culture Club afirmó medio en broma en The Voice? (No) ¿Fue el suyo el mayor espectáculo que jamás se ha representado en el descanso de una Superbowl? (Sí) ¿Llevó a cabo realmente las excentricidades que dijo haber hecho? (Sí y no. Pero ¡mayormente sí!).
¿De verdad era consciente del profundo amor que le profesaban sus admiradores, seguidores y todos cuantos sencillamente adoraban la idea de que existiese alguien así?
La respuesta a esta última pregunta no está del todo clara. Prince, pese a su fiera apariencia, era también un individuo muy inseguro. Un viejo amigo suyo se expresaba así pocos días después de su fallecimiento: “Es como si la fama le infundiera miedo, pero cada vez que se le iba, la echaba de menos, ansiaba recuperarla”.
Un minuto en la cúspide, otro en lo más hondo. Fue precisamente esa humanidad, esa fragilidad evidente, la que mantuvo viva su popularidad. Prince no exhibía sus victorias a la manera de los raperos modernos: se ocultaba tras una máscara, lejos de la prensa. Las hermosas mujeres sobre el escenario y en los videoclips de Prince no recibían trato de pelanduscas, sino de dios. ¿Quién si no Prince podría haber escrito algo tan genuinamente lleno de alma y conmovedor como “If Was Your Girlfriend”?
En la misma época en que Michael Jackson ponía todo su empeño en autoproclamarse como “Rey del Pop”, Prince esbozaba una sonrisa irónica y afirmaba: “Yo no quiero ser el rey de nada. Mi nombre es Prince y soy una persona normal”.
Más tarde renegaría de su propio nombre para simplemente pasar a ser conocido con un símbolo; el “símbolo del amor”, así se le conoció. Inspirado en una tediosa y larga disputa legal con su casa discográfica, incluso después de que Prince fuese exonerado de su contrato con Warner Bros., el artista incorporó el símbolo a su iconografía e imitó su diseño en micrófonos con esa forma y hasta en su guitarra púrpura.
Por todo ello, cuando nos enteramos de su muerte, nadie podía creérselo. ¿Prince? Pero si él no era como esos bebedores y drogadictos de la industria del entretenimiento; él no era como los demás, él se movía en otra esfera, ¿acaso Prince no estaba llamado a ser eterno?
Volvamos al “símbolo del amor”. Lo que los críticos olvidaron -coléricos por tener que andar en busca de una fuente de letra que incluyese el dichoso símbolo e indignados porque alguien pudiese hacerle ascos a un contrato que ascendía a 100 millones de dólares- al tratar de explicar el cariz “astrológico de los símbolos masculino y femenino, dispuesto a semejanza de un cetro”, fue su auténtico significado.
El así llamado “símbolo del amor” de Prince era, a decir verdad, una representación pop del Anj o Cruz ansada -dos triángulos entrelazados que forman un círculo que se superpone a la Cruz de tau (un tipo de cruz a imitación de la letra T). El Anj es un símbolo egipcio de gran antigüedad; hace referencia a la resurrección del espíritu fuera de la materia, o, dijo de otro modo, al triunfo de la vida sobre la muerte, del espíritu sobre la materia, del bien sobre el mal. Prince deseaba enviar aquel mensaje amoroso que consistía, en definitiva, en la eternidad, en un cielo, en una vida mas allá de la muerte.
Un mensaje puede escucharse en cualquiera de las grandes obras musicales que compuso.
Como Prince cantaba en uno de sus éxitos más conocidos, “Let’s Go Crazy”, la vida no era sino el “mundo eléctrico” que aparece en la letra del tema, con el significado de “para siempre”. “Pero aquí me tienes para decirte algo más”, proseguía la canción y su creador nos habla del “Afterworld”, algo así como la existencia, “el después del mundo”, es decir, el tiempo posterior a la vida terrenal.
Ahí está él ahora. Y es ahí donde podemos seguir conociéndolo. A través de su música y de nuestros recuerdos de él.
A diferencia de Bruce Springsteen, Madonna o Michael Jackson- los otros gigantes de la música de la década de 1980-, Prince fue el único que nunca confió en productores o letristas habituales a la hora de concebir su arte. El hecho de alcanzar la fama no le llevó a dejar su casa ni a mudarse a Nueva York o Los Ángeles. Se quedó en su lugar de origen y allí construyó el palacio de sus sueños: Paisley Park, en donde podría seguir respirando el mismo aire y frecuentando los mismos ambientes en los que había crecido.
Un chico de una ciudad del medio-oeste norteamericano, Minneapolis, que nunca abandonó los valores familiares que le habían inculcado, que no mudaría su residencia, que se mantuvo al margen del estrépito de Hollywood o de Manhattan, en un lugar en donde le respetaban, le idolatraban -y en donde tenía la posibilidad de guardar con celo su intimidad y su espacio personal-.
No había reglas para Prince, ni rutas preestablecidas por las que transitar. Solamente escalones que ir subiendo, escalones de los que nos habló, escalones que él mismo fue seleccionando. Él era, como señalaba el escritor estadounidense Bob Lefsetz en los días posteriores a su muerte, un hilo directo con “el poder de la música. Sobre todo el de aquella música compuesta por alguien en deuda con el sonido, en contraposición a la adulación; música como antónimo de dinero: canción como antónimo de estrellato”.
Y de eso precisamente trata este libro. La vida, sí; la muerte, desde luego, pero principalmente ese “algo más” que Prince cantaba, ese “algo más” en lo que creía…y en lo que nos ayudó a creer, tal vez incluso más ahora, cuando ya no está entre nosotros.
Que descanses, Dulce Prince…
Fuente: Sin Embargo
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