El jueves 19 de abril, en vísperas de su cumpleaños 58, Miguel Díaz-Canel recibió en el Palacio de las Convenciones de La Habana un presente que el castrismo jamás le había regalado a nadie: la presidencia del Consejo de Estado de Cuba. Puede tratarse de un obsequio peligroso, una bomba de mecha corta.
A lo largo de la Revolución, nombramientos de menor jerarquía le han explotado entre las manos a los agasajados, haciéndoles añicos los cuerpos y enviándolos al puesto de desguace al que van a parar ciertos líderes comunistas de segundo orden.
Díaz-Canel parece un hombre tan consciente de la larga tradición de cancilleres y ministros que nacieron alrededor del año cero de la historia de Cuba —es decir, de 1959— y que justo por esa razón cayeron de repente en desgracia, que difícilmente haya habido alguna vez otro presidente que iniciara su mandato con más apatía y cautela que él.
Tomó posesión casi a su pesar, al menos en apariencia. Lucía aturdido con semejante regalo, como si no pudiera aceptarlo, como si el pantalón obsequiado no fuese su talla de cintura. Pero también parecía alguien a quien le daba pena o terror hacerle un desaire a la persona que con tanta dedicación había guardado esa pieza exclusiva para él. Me recordó cuando alguien de dinero en Cuba quería tener una deferencia conmigo y me llevaba a comer langosta. Se suponía que tenía que disfrutarlo, pero no era lo mío.
El sastre que es Raúl Castro entalló ese traje sin chamarreta para su pupilo disciplinado. Desde 2013, cuando lo ascendieron a primer vicepresidente del Consejo de Estado, Díaz-Canel tuvo tiempo suficiente para adaptarse a la idea; bien pudo haberse repetido para sus adentros que ya era el jefe en funciones. No importa que todavía no lo fuera, nadie se iba a enterar de su travesura. Si él no lo permitía, la Seguridad del Estado, que husmea en todas partes, no tenía por qué meterse en su cabeza.
Sin embargo, el anuncio formal lo agarró bajo presión. No es para menos. El tiempo político de Cuba funciona con una lógica particular. Puede decirse, sin faltar a la verdad, que así como se sabía desde hace varios años que Díaz-Canel iba a sustituir a Raúl Castro en la presidencia del país, no se supo nunca hasta el último momento quién era el elegido.
El hecho reviste implicaciones especiales porque es la primera vez, desde que se aprobó la Constitución socialista en 1976, que el mandatario de la isla, un ingeniero electrónico, tiene influencia nula sobre las Fuerzas Armadas. Esta brecha quizás pueda abrir un camino inédito de disputas, de lucha de egos, o al menos de desavenencias entre los funcionarios que detentan el poder formal de la diplomacia y el Estado y los generales y coroneles que controlan el poder fáctico del Ejército, los conglomerados económicos y los eficientes aparatos de vigilancia ciudadana.
Los cargos de presidente del Consejo de Estado y de ministros y de primer secretario del Partido Comunista tampoco recaen ya en la misma persona, una situación que promete extenderse hasta 2021, cuando Raúl le entregue a su heredero las riendas del órgano rector de la vida nacional.
Los reportes de la prensa extranjera suelen fallar con frecuencia en sus predicciones sobre Cuba porque la información concerniente a los asuntos gubernamentales siempre se ha movido entre lo predecible y lo misterioso, ente el conservadurismo burocrático pausado y los golpes de efecto repentinos. Los resultados de unas elecciones pueden planearse con cinco años de antelación y también pueden cambiar en el último segundo.
Díaz-Canel debe haber pasado cada uno de los días en que fue primer vicepresidente del país atrapado en esa cuerda esquizoide, mezcla virtuosa de planificación e incertidumbre que viene a ser como la última prueba del videojuego psicológico del totalitarismo cubano. Son los obstáculos que los padres fundadores les pusieron a sus hijos más valiosos, hasta encontrar al hombre nuevo definitivo, una tarea que les tomó casi sesenta años. Díaz-Canel llegó exhausto al final y el 19 de abril apareció en cámaras con el semblante de un sujeto que, más que comenzar un mandato, parece concluirlo.
La frase de cierre del discurso de despedida de Raúl, en cambio, no fue un enérgico “¡Patria o muerte!”, o un optimista “¡Viva la Revolución!”, sino un contundente “Ya acabé”, algo nunca visto u oído en actos tan solemnes, sacándose un peso de encima. Cuba parece representar una carga tal que quien cede el mando se va feliz y quien lo recibe no quiere recibirlo del todo.
“El compañero general de Ejército Raúl Castro Ruz (…) encabezará las decisiones de mayor trascendencia para el presente y el futuro de la nación”, dijo Díaz-Canel en su intervención, como quien no acepta completamente su regalo, o como quien sabe que aunque el regalo es suyo pueden volvérselo a quitar.
Su discurso estuvo marcado por la falsa emoción y por constantes evocaciones al pasado histórico, o más bien a cierta interpretación oficialista de este; una suerte de comodín para los funcionarios públicos que no encuentran nada relevante o juicioso que decir sobre esas dos interrogantes eternamente pospuestas, el presente y el futuro de Cuba.
No son pocos los dilemas y las malas prácticas que Díaz-Canel deberá corregir en adelante y a las que más le vale encontrarles solución: el proceso de unificación monetaria, una relación estatal plausible con el sector privado, un posible proyecto de reforma constitucional, el trato violento a la oposición política, el paso de los huracanes sobre la isla, el conflicto diplomático de los supuestos ataques sónicos, las turbas juveniles que van a chillar a los foros internacionales, el fantasma de Fidel Castro, el gobierno de Donald Trump.
A diferencia de otros países, donde la gente espera que los políticos no simulen o mientan en sus campañas de candidatura y sus discursos de toma de posesión, para luego darse cuenta de que justo una vez más eso fue lo que hicieron los políticos, en Cuba muchos ansían que Díaz-Canel esté simulando y mintiendo, guardando la forma ante sus superiores y esperando el momento justo, que es ya.
Su entrada en la historia pasa por el riesgo personal y depende únicamente de cuánto se aleje su gestión de sus padres políticos, no importa que deba seguir reivindicándolos en el discurso. Las transiciones empiezan con un demagogo y los cubanos sabrán entender. En un país clausurado para todos, suena como que este hombre tiene todavía una oportunidad.
Fuente: NYTimes