Sergio Pitol murió este jueves en su casa de Xalapa, México, a los 85 años. El viaje definitivo. A los 4 años se vio obligado a desplazarse por primera vez. Era 1937, la Revolución Mexicana todavía era un tema de conversación, llegaban exiliados republicanos desde España y a Sergio Pitol se le murió su padre, en su Puebla natal, y tuvo que emigrar a Veracruz. Al año siguiente se le ahogó la madre. Fue la abuela —como recordó en su discurso del Premio Cervantes de 2005— quien le contagió el gusto por la lectura y fueron los libros los que le contagiaron el gusto por la huida.
A los 16 se fue a estudiar a Ciudad de México y después de licenciarse comenzó a viajar. “Salvo Tiempo cercado, todos mis libros fueron escritos durante veintiocho años en el extranjero”, escribió en Una autobiografía soterrada. De todos los hombres que fue Sergio Pitol el que explica a todos los demás es el viajero. El autor de El arte de la fuga y Tríptico de carnaval, el traductor de Joseph Conrad y Witold Gombrowicz, el diplomático en París, Varsovia o Praga y el maestro en tantas cátedras fugaces no se pueden entender sin su nomadismo físico y, sobre todo, mental.
Un escritor siempre es el resultado de la combinación de sus lecturas y las suyas fueron globales, omnívoras, realmente cosmopolitas. De ellas supo destilar una poética de la libertad que se expresó en una prosa personal y absolutamente contemporánea, transfronteriza. Un modelo para la generación posterior, la de Juan Villoro, uno de sus amigos y discípulos, defensor como él de los ornitorrincos de la literatura.
Cinco años más joven que Carlos Fuentes y tres años mayor que Mario Vargas Llosa, Sergio Pitol hubiera podido pertenecer perfectamente al boom latinoamericano. Incluso pasó tres años en Barcelona a finales de los años sesenta y principios de los setenta, trabajando para las editoriales que impulsaron el fenómeno literario: Seix Barral y Tusquets.
Es sabido que el mercado y sus agentes se encargaron de seleccionar a un único representante de cada país: México ya contaba con Fuentes. Pero, sobre todo, la exclusión se debe a motivos estéticos. Al contrario que sus estrictos contemporáneos, no cultivó la novela total, con fe absoluta en la autonomía de la ficción, poblada de personajes heterosexuales y poderosos, y con voluntad de resumir países latinoamericanos. Pitol se dedicó al relato carnavalesco, a las monstruosidades subalternas y a la remezcla de todos los géneros.
Aunque se ha repetido incesantemente que Cien años de soledad podría ser considerado el Quijote del siglo XX, lo cierto es que Gabriel García Márquez traslada con superlativa maestría la fórmula que Cervantes inventó cuatro siglos antes, sin actualizarla. Pitol, en cambio, reinterpretó la fórmula en clave casi duchampiana y punk: El mago de Viena tenía que ser una antología de prólogos, artículos y conferencias, pero como quien no quiere la cosa, se convirtió en una novela (o no).
El estilo y las estructuras de Pitol son camaleónicos y viajeros. Ensaya la divagación y la digresión, el cambio de ritmo y el cruce de límites.
En una conversación con Carlos Monsiváis, le dijo: “Como mis ensayos eran bastante aburridos y tristones, comencé a interpolar una que otra pequeña trama, un sueño, unos juegos y varios personajes”. El estilo y las estructuras de Pitol son camaleónicos y viajeros. Ensaya la divagación y la digresión, el cambio de ritmo y el cruce de límites.
Como en la obra de Cees Nooteboom o en la de W. G. Sebald, en sus libros más importantes el viaje, el diario, la memoria, la narración, la crónica y el ensayo se van entrecruzando hasta configurar un laberinto de senderos que se multiplican. Pero aunque fuera un gran lector de literatura centroeuropea, no hay en su voz una seriedad demasiado sostenida, sino lo contrario: una ironía cervantina, un gusto juguetón por la parodia y el humor. Hizo del carnaval una poética.
Sergio Pitol nos deja un arte de todas las fugas que se expresó en líneas como estas, mejores que cualquier obituario de Sergio Pitol: “Los ‘raros’, como los nombró Darío, o ‘excéntricos’, como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada. Los libros de los ‘raros’ son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían a cometer. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración”.
Fuente: NYTimes