Carlos Ferreyra
Esto se llama, en la fraseología de la abuela, “meterse en camisa de once varas”. Para los legos, las camisas de los lagartijos porfirianos llevaban unas varillas para mantenerlas estiradas, sin una arruga y con el cuello alargado, enhiesto, una real tortura.
Hace muchas lunas dejó de gustarme el cine. Quizá desde que lo convirtieron en salitas con películas de televisión, breves y obvias, y además decidieron que todo es arte, pretexto para desgraciarle a los seres simples, de corazón blando y espíritu noble, como es mi caso, lo que era diversión, sufrimiento o emoción pura.
Hablo de las películas anteriores al Cine de Aliento que fue el principio del fin para una industria boyante, con un público fiel que asistía a las enormes salas con atuendo dominguero—los señores, traje y corbata—y con la familia en pleno. Una especie de ritual que solo variaba de familia a familia.
Explico: en el cine Eréndira de Morelia mi padre y mi madre con mi hermana se iban a luneta, donde gozaban la comodidad de butacas. Mi hermano y yo nos trepábamos a galería, que costaba menos de la mitad y con la diferencia nos atascábamos de pepitas de calabaza tostadas, de garbanza cocida en agua de sal y de alguna otra exquisitez parecida.
La clasificación de las cintas era muy puntual y como no conocíamos el cine europeo, no corríamos el riesgo de ver mujeres en cueros ni escenas en las que parejas cometían actos propios para esposos y en la más absoluta intimidad.
Apreciábamos los hermosos paisajes, poéticos, de Gabriel Figueroa; la eterna lucha de los pobres contra los heredoporfirianos y la templanza y heroicidad de nuestros hombres del campo. Una maestra, María Félix, enfrentando al cacique de horca y cuchillo después de entrevistar al presidente Miguel Alemán quien le dio el encargo como mentora rural.
Y qué agregar a la lucha de clases cuando Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, se enfrentan en un duelo moral en el que, claro gana el pueblo bueno pero no sin antes sufrir espantosas pérdidas como la muerte en un incendio de el Torito, un niño de meses, desgarradora escena con Pedro Infante abrazado al cadáver, berreando y hablándole como si no hubiese muerto.
Todo mundo si no lloraba abiertamente, moqueaba con disimulo se llevaba el pañuelo a los ojos, sonreía forzadamente y esperaba la siguiente cinta. Porque las funciones eran dobles y había un intermedio para que los señores fumaran, cosa que igualmente hacían durante la exhibición, o tomaran algún refrigerio.
Era un cine mexicano que apelaba a los sentimientos, dirigido al corazón de cada espectador. Y no había que analizarlo, sólo gozarlo o sufrirlo.
Hoy el cine es tan distinto, que no encuentro motivo de celebración porque premian películas gringas dirigidas o producidas por entes nacidos en México pero hace mucho no son mexicanos, son American citizens y, en verdad, no les encuentro pies ni cabeza.
Un día fui a ver La La Land, un musical que no hubiese servido ni como promocional en los tiempos de las grandes películas del género. Piense el lector en los enormes bailarines que quedaron para el eterno recuerdo.
Después se me ocurrió ver a Coco. Entre retortijones de indignación, me pareció que le han dado a esa película un valor falso: no es producto de una investigación antropológica ni es tampoco la revelación del Mictlán mexicano. Es una farsa y como tal es un mensaje desorientador para quien quiera conocer la hermosa tradición del Día de Muertos que tiene como punto esencial el estado de Michoacán y la zona lacustre donde mora esa bella etnia tarasca, purépecha o purembe.
Me disgustó tanto como el desfile de mojigangas en la película del 007 sobre el techo de un edificio que debía ser sagrado por histórico: la Casona de Xicoténcatl, antigua sede senatorial. Los alebrijes que el disparatado Ternurita decidió convertir en “tradición” con un desfile anual.
Para rematar mi periplo cinematográfico asistí al refrito del Monstruo de la Laguna Verde, somnífera obra de mi juventud ahora en versión moderna, con una historia inconcebible y un final increíble. Lo menos, una mujer enamorada de un batracio humanoide al que le surten una tanda de balazos, pero como lagartija sin cola, se recupera instantáneamente.
No sentí la menor emoción en las cintas mencionadas. Y aunque me reprenda mi querido Miguel Caine, no entiendo cuáles son los valores artísticos, literarios, visuales que se premian en los Óscares.
En todo caso son obras Made in Hollywood, by American citizens que pronto nos asestarán unos cuantos consejos a los mexicanitos para que nos desapendejemos y seamos grandes… como ellos.