Carlos Ferreyra
Tenía la firme intención de no abordar la muerte de Luis Donaldo Colosio Murrieta, convencido que los viudos del político sonorense se harían presentes con toda suerte de elogios, reconocimientos y exaltaciones de sus virtudes sin olvidar la muletilla de que con Colosio presidente el país sería otro, mejor, más progresista, más avanzado y bueno, el paraíso terrenal.
Sucede que me tropecé con un texto de Francisco Rodríguez, donde detalla en una narración las posibles circunstancias del crimen y sus autores. Y encuentro un dato importante que explicaría algo que nunca pude dilucidar: la pronta nacionalización de los familiares de Mario Aburto en Estados Unidos, a pesar de que el padre huyó de México, de Michoacán concretamente, por dos asesinatos.
La teoría de Rodríguez se refiere al interés del presidente gringo, Bill Clinton, de sacar de la jugada a Luis Donaldo. No era candidato de la Casa Blanca como evidentemente lo fue Ernesto Zedillo Ponce de León, nacionalizado yanqui, hasta la fecha y desde sus tiempos de mandatario, empleado de trasnacionales que se apropiaron de los ferrocarriles y otros bienes nacionales.
Rescato este material publicado originalmente en 2014 y refrescado dos años después. No pierde vigencia y antes bien, puede relacionarse con el material publicado por Índice Político bajo la firma del mencionado Francisco Rodríguez. Veamos:
La intención era abordar el asesinato de Luis Donaldo Colosio desde una perspectiva menos agresiva, pero he quedado asombrado al leer en los periódicos que publican comentarios personales de veteranos informadores, cómo el día previo a su muerte, el sonorense se reunió con fulano, mengano y perengano.
A todos les hizo una confidencia que permitiría, a estas alturas, esclarecer el origen del crimen. Las pistas, invariablemente, apuntan hacia el mandatario en turno, Carlos Salinas de Gortari, al que en lo personal considero capaz de más que eso para ordenar un atentado. Pero no aseguraría su culpabilidad.
A Luis Donaldo lo conocí en el Senado él senador, yo jefe de Prensa. Tuvimos buena relación, esporádicos almuerzos con pláticas cajoneras sobre lo que pasaba en el país. Cuando resultó candidato tricolor a la Silla del Águila, perdí contacto con el joven sonorense, al que saludé por última ocasión en la boda de un hijo del escritor y crítico literario Emanuel Carballo, otro de mis inolvidables amigos.
Como buen norteño, Luis Donaldo tenía fama de francote, pero cuidadoso en las formas, no llegaba al extremo de sus paisanos que confunden la majadería con la sinceridad y la franqueza que dicen ellos, los caracteriza. El frustrado aspirante a Los Pinos tenía buen cuidado en lo que decía y a quién se lo decía.
Conmigo no guardaba precaución. Aun así no recuerdo críticas contra posibles contrincantes y ni siquiera contra sus compañeros de gabinete; recuerdo que se reunía con sus colaboradores para disfrutar unas cuantas copas mientras les llamaba la atención por tal o cual causa, no siempre con el respeto esperado.
El miércoles que lo mataron no teníamos sesión, así que recibí la noticia durante una sobremesa en el restaurante La Ópera, a unos pasos del Senado; me provocó una sensación de volatilidad que de momento no supe cómo reaccionar. Fui a la oficina donde localicé al líder, don Emilio González Parra, quien había recibido el aviso de la Presidencia de la República, supongo que por voz del propio Salinas de Gortari.
Pasado el tiempo como responsable de la sección internacional de El Universal, me correspondió seguir las vicisitudes del caso Mario Aburto y no digo del juicio, porque poco o nada se supo del asunto. Salvo que cuando lo pidió, las autoridades le facilitaron un teatrito por televisión donde él mataba, un agente hacía el papel de Luis Donaldo, otro más del general responsable de la seguridad del candidato y así.
El corresponsal del periódico en Los Ángeles, California, homónimo e hijo del suscrito (aclaro: él era empleado del diario cuando fui nombrado responsable del área), estableció comunicación con la familia de Mario Aburto, al que pomposamente llamaban “el magnicida”. El padre de Mario, michoacano prófugo por un par de asesinatos, vago de oficio, fue amparado por los gringos con la residencia.
Sí, algo que a muchos trabajadores les lleva diez, quince y hasta veinte años, el padre de Aburto lo consiguió con un par de balazos al aspirante presidencial mexicano. La familia, que se movía entre Tijuana y Los Ángeles, recibió protección oficial; luego de años de semi clandestinidad, regularizaron su estadía en Estados Unidos.
Cada semana permitían a Mario una llamada telefónica. Muchas ocasiones nuestro corresponsal estaba presente y podía cruzar unas cuantas palabras con el homicida, que reconocía su delito y se sentía personaje de película; todos se peleaban por hablar con él, por entrevistarlo, por saber qué hacía, cómo pasaba el tiempo en prisión, cuáles fueron sus motivaciones, en fin, era el hombre del año.
Dos fiscales especiales investigaron el asunto: Miguel Montes García, ex oficial mayor del Senado, y Diego Valadés, maestro universitario, ambos de probada honestidad profesional, confiables hasta la exageración, cuidadosos de su prestigio, intachables, diría yo, especialmente el segundo.
Concluyeron que no hubo complot (eso es de uso exclusivo de Andrés Manuel), y por tan inconveniente razón fueron sustituidos. Sin modificar la percepción para disgusto de la familia Colosio cuyo cabeza, el padre, terminó con una senaduría en la bolsa.
Y el famoso discurso fue puntuado (revisado y anotado) por el presidente. Se intentaba impulsar una campaña gris, por lo que debía dársele un giro que José López Portillo demostró que funcionaba: pedir perdón a los marginados por no haberlos sacado de su miseria. Y hasta aquí la remembranza…
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