La mañana del 9 de enero María de Jesús Quiroz tomó un autobús en Ecatepec, el municipio más grande de la entidad más poblada del país. La mujer se acomodó en el pasillo porque no alcanzó asiento. Se sujetó del pasamanos y escuchó un disparo. Un hombre con pistola les gritó a los pasajeros que se callaran porque se trataba de un asalto. La bala rebotó en el techo del vehículo e hirió el hombro de un joven que cayó al suelo. Los otros cuatro delincuentes comenzaron revisar a los usuarios de pies a cabeza quitándoles celulares, ropa, zapatos y carteras. A ella le sacaron de la bolsa del pantalón un monedero donde guardaba 180 pesos (unos 10 dólares). Entre los gritos y el pánico, uno de los hombres le ordenó a ella y a otro grupo de pasajeros que iban en la parte delantera que se recorrieran a la zona trasera. Al intentar dar unos pasos, María de Jesús tropezó con el herido, y cayó abruptamente golpeándose la rodilla derecha.
Ella en ese entonces trabajaba para una empresa que presta servicios de seguridad a diversas oficinas y corporativos. Tenía cuatro meses asignada a la vigilancia de una fábrica de cobre en una zona industrial de la delegación Azcapotzalco, situada al noroeste de la Ciudad de México, a donde se dirigía esa mañana. Para llegar tardaba entre 90 minutos y dos horas. Diariamente, alrededor de las 5.00 horas salía de su casa ubicada en Ecatepec, la localidad con los peores índices de calidad de vida en el Estado de México (Edomex), y caminaba unos 200 metros a la parada de autobús que la transportaba a la capital. Luego tomaba una línea de metro que la acercaba a su trabajo y después recorría otros diez minutos a pie.
Tras la caída en el autobús durante el asalto, la mujer de 53 años estuvo incapacitada quince días. Una vez que volvió a reincorporarse a sus actividades le notificaron que había sido reasignada en sus tareas de vigilancia a Naucalpan, otra localidad del Estado de México que le quedaba a tres horas de su casa. “Era más pesado, me gastaba en un día hasta 64 pesos (3,5 dólares) en pasaje, tenía que agarrar combi (una vagoneta), luego el metro, luego cambiarme de línea y luego agarrar otro camión”, cuenta. La semana pasada presentó su renuncia.
María de Jesús estudió la secundaria hace dos años para poder obtener ese trabajo y ganar 1.600 pesos a la semana (88 dólares). En los empleos que había conseguido anteriormente los sueldos oscilaban entre 600 y 700 pesos (33 y 38 dólares) a la semana. “Sí es cansado porque de regreso una se hace más de dos horas por el tráfico, y pues llegas ya nomás a cenar, a bañarte y a alistar las cosas para el siguiente día, pero aquí en Ecatepec no hay trabajo, por esto todos nos vamos al DF (Ciudad de México)”, dice. Ahora buscará empleo en otra empresa, también en la Ciudad de México.
Un transporte deficiente
Diariamente se realizan 34,5 millones de viajes en la zona metropolitana del Valle de México —como se le conoce al área conformada por la capital y 59 municipios del Estado de México y uno de Hidalgo— que duran entre 30 minutos y dos horas, según la Encuesta de Origen y Destino en Hogares elaborada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). El 58% de los traslados que realizan las personas en esa zona es para dirigirse al trabajo. La más reciente Encuesta Nacional de Victimización –también del INEGI– revela que el 93% de los mexiquenses señalaron el transporte público como el lugar donde se sienten más inseguros.
Las condiciones de traslado no son las más dignas, cómodas ni seguras. El antropólogo social José Iñigo Aguilar Medina destaca en su libro Encoger el cuerpo, la tarea cotidiana de transportarse en la urbe cómo los ciudadanos han aceptado como “algo natural” la violación cotidiana de su integridad física, psicológica y proxémica (el espacio entre una persona y sus semejantes). “Las condiciones de transporte no son dignas, se ve a los usuarios como una mercancía que se transporta bajo su riesgo y sin seguro. Los conductores hacen la parada donde se les da la gana y las micros (vehículos pequeños) no están diseñadas ergonómicamente para toda persona”, expone en entrevista con este medio.
El etnólogo considera que obligar a los usuarios a realizar traslados en vehículos inadecuados se convierte en un acto discriminatorio que los habitantes de esta región han asumido con resignación por la necesidad de trasladarse, principalmente a sus empleos. “El concesionario pone el costo-beneficio de él por encima de la dignidad de la persona. Los criterios de las políticas públicas gubernamentales permiten que los transportistas aumenten sus beneficios sin ninguna responsabilidad social con el usuario”, explica Aguilar Medina.
En el Estado de México las autoridades han evadido hacerse cargo del transporte. El Gobierno local no presta ningún servicio —como sí ocurre con una parte del transporte en la Ciudad de México— y ha concesionado la totalidad de los medios de traslado, como los peseros o micros (un vehículo más pequeño que un autobús urbano), mexibús (una especie de metrobús como el que se emplea en la Ciudad de México) o las vans (vagonetas), dice Salvador Medina, experto en temas de urbanismo y movilidad.
El servicio de transporte para los ciudadanos del Valle de México es imprescindible porque dividen su día en dos zonas: donde viven y donde trabajan. “El gran problema de esta división es que los servicios de transporte no cubren de manera homogénea los requerimientos, sino que son servicios fragmentados”. En el Estado de México el transporte es caro y de mala calidad. “Si alguien quiere transportarse del Estado a la Ciudad de México no son viajes directos, hay varias paradas y esto es muy ineficiente”, asegura.
El hecho de que el transporte esté controlado por empresas privadas sin una adecuada supervisión del Gobierno deriva en un servicio de mala calidad. “La concesión no es sostenible porque para tener una ganancia razonable el costo del pasaje tendría que ser más elevado. Sin embargo, la mayor parte de la población que usa el transporte es de nivel medio bajo y el Gobierno no quiere destinar un subsidio para el pasaje”. En la mayor parte de los países del mundo donde hay un transporte decente es porque está subsidiado o el mismo Gobierno provee el servicio, pero en el Edomex eso no está dentro de una lógica, reitera.
Salir en busca de empleo
Presenciano Benito Bautista vive en San José Xalostoc, una colonia de pequeñas casas apostadas en las orillas de las vías del tren en Ecatepec. Él trabaja desde hace diez años de jardinero y chofer en una casa en San Ángel Inn, un barrio del sur de la ciudad de México. Don Chano, como lo apodan, todos los días sale de su casa minutos antes de las 9.00 horas. Camina cinco cuadras entre calles accidentadas hasta llegar al punto donde pasa la combi que lo ingresa a la Ciudad de México y lo deja en la línea 6 del metro. El señor recorre dos estaciones y se cambia a la línea 3. Desde ahí recorre otras 15 estaciones hasta llegar a Viveros, donde se baja y toma un microbús que lo deja en San Angel Inn. Luego camina dos cuadras a su trabajo para llegar alrededor de las 11:00 de la mañana a trabajar.
“Uno no puede decir que se acostumbra a esta vida, más bien es la necesidad la que nos lleva a salir de donde vivimos. Yo podría trabajar en las fábricas de la colonia pero ahí pagan 700 pesos semanales y con eso no me alcanza para mantener a mis tres hijas y a mi esposa”, cuenta el hombre de 42 años. El regreso por la tarde es más complicado: autobuses con el doble de usuarios para lo que tienen capacidad, vagones del metro donde se ingresa casi a golpes o codazos, filas interminables para subir a un micro, y el acecho de ladrones que buscan aprovechar cualquier descuido para meter las manos a los bolsos de los usuarios.
Fuente: El País