De memoria
Carlos Ferreyra
Será la edad, pero a la mente me llegan ciertos episodios lejanos, ni siquiera importantes pero curiosos. Y muy reiterativos. Insisto: debe ser la edad…
Tengo muy fresca la casa que durante mucho tiempo ocupamos en Toluca, la esquina, curioso, no se me ha olvidado: Plutarco González número 10 y Pedro Ascencio.
La casa era lineal, larga como chorizo y tenía otra igual separada por una barda de media altura. Sin duda eran una sola residencia pero alguien decidió dividirla e hizo bien: cada vivienda tenía media docena de habitaciones, tres patrios, un corral y una caballeriza. Sí, a escasas calles del centro y a tres bloques de la Alameda.
Mi padre había logrado un contrato con algunos talamontes, por lo que salió al cerro y no lo vimos durante semanas. Cuando regresó nos comentó que no estaba de acuerdo con la forma como los madereros se comportaban, empistolados todos, amedrentando a los pobladores de las rancherías vecinas a su negocio.
Mientras el no estaba en Toluca, en lo que debería ser la sala nos amontonábamos mi madre, mi hermana, mi hermano y yo. Tanto por frío como por miedo a la soledad del enorme edificio, lo sombrío y húmedo.
Un día llegó a nuestra casa un viejo amigo de Morelia con sus siete, ocho hijos. Todos pequeñitos.
Respiramos a gusto. Ocuparían las habitaciones interiores y una de las dos cocinas, tendríamos bullicio todo el día y en la noche nos reuniríamos a cenar juntos, a platicar, a retomar nuestra vida social. Se suspenderían las clases de tejido de aguja, nada de armar los puntos, el huevo de madera pasaba a la historia, no tendríamos que seguir remendando calcetines, abandonaríamos toda labor cuasi femenina a la que nos obligaban mi madre y el encierro.
Lectura poca. Radio muy temprano y sólo unos cuantos programas, entre ellos el predilecto del Panzón Panseco la marquesa Carlota Solares y el de Carlos Lacroix con su secretaria—pistolera: “Dispara, Carlos, dispara… dispara Margot, dispara…”
De la familia de recién llegados recordaba, porque también vivieron en nuestra casa de Morelia, cuando el hombre, enteco y chaparrito, imploraba ayuda a mi padre que las primeras dos o tres ocasiones se mostró muy inquieto y después se moría se risa.
Y no era para menos. La esposa que era más desnutridita que el marido –eso sí, buena paridora—le ponía unas madrinas a su cónyuge en las que usaba las cacerolas de peltre. El otro se conformaba con implorar auxilio. Mi padre, juicioso, decía que si el panorama hubiese sido inverso, bueno, habría defendido a la señora.
Periódicamente se juntaban a jugar baraja las señoras de la familia… con el caballero en cuestión, que usaba una uña larga, larguísima, en uno de los dedos chiquitos. Allí colocaba muy habilidosamente su cigarrillo a la vez que observaba sus cartas y los rostros de los participantes de la partida.
Curioso, pero buscaba siempre la compañía de las damas con las que coincidía en gestos y actitudes en general, pero no debía ser acusado de desviaciones de ninguna índole por la sarta de infantes generados con su sufrida y a la vez intemperante esposa.
Recuerdo que algo tenía que ver con bancos. Seguramente era gerente de sucursal y con tal calidad había sido movido desde Morelia a Toluca. Y lo recuerdo impecable, ni una arruga sobre el pantalón de corte español con las rayas alineadas a la perfección, y que al sentarse alisaba cuidadosamente.
Ignoro cuánto tiempo vivimos juntos en la fría capital del Estado de México. Palabra, aquel tiempo a partir del mediodía empezaba a escasear la gente en la calle. En la tarde, a las cinco, seis, ya no había ni moscas.
Un día nos cambiamos a Pedro Ascencio, una típica vecindad con su patio central, su fuente en medio y las escaleras que subían al piso superior abriéndose en abanico. Los habitantes, de clase media, eran gratos, amables, el inmueble impecablemente limpio y, lo mejor, calorcito de hogar al simple cierre de puertas.
Ya podíamos jugar hasta entrada la nochecita y empezábamos a agarrarle gusto a Toluca cuando mi padre nos anunció que no iba a hacerse parte de los abusos y la explotación tan exagerada de los montes.
Y bueno, volvimos a Morelia…