El 8 de noviembre, Emiliano Carmona murió de un cáncer de próstata que lo tenía postrado hacía meses.
Tenía 80 años y nunca había probado la leche de un cartón: siempre tomó la de sus vacas. Se bañaba con un calentador de leña —aunque están prohibidos hace años en la ciudad— y al final de su vida solo comía tortillas hechas con el maíz que cosechaba en su parcela.
Al lado de su cama, su hijo Gerardo se despidió de él haciéndole una promesa: “Conservar lo que él conservó toda su vida”, dijo. Sus vacas, su milpa, su tierra.
La familia Carmona vive en un microcosmos rural en medio de un gigante de concreto: son los últimos campesinos de Santa Fe, el barrio que representa el progreso y la modernidad en Ciudad de México. Pero pronto podrían dejar de serlo.
Su pequeña casa, rodeada de una frondosa milpa de maíz, avena y alfalfa del tamaño de una cancha de tenis, limita con una valla de más dos metros que divide su terreno de un puente de 70 metros de altura y está flanqueada por tres torres de departamentos ultramodernas de 26 pisos.
Concebido hace casi tres décadas como un polo de industrialización y desarrollo económico para la capital mexicana, Santa Fe es hoy la representación de una urbanización imparable: un amplísimo tapiz de torres de metal y cristal, centros comerciales, departamentos que se cotizan hasta en cuatro millones de dólares, edificios de oficinas y desarrollos inmobiliarios que cubren un territorio de casi diez kilómetros cuadrados, donde hace treinta años solo había minas de arena, barrancas profundas, praderas y pueblos campesinos.
Emiliano Carmona ya era adulto cuando la zona que circundaba su pueblo —Santa Lucía— fue designada como palanca de crecimiento de la ciudad. Para muchos de los que habitaban la zona —algunos pueblos nativos, colonias populares, asentamientos irregulares— el megaproyecto de Santa Fe supuso incorporarse a la maquinaria de crecimiento como mano de obra. Otros se resignaron a convivir forzosamente con el gigante de concreto que se creó.
El proceso de asimilación fue distinto para cada comunidad, pero algunos investigadores señalan que su rasgo distintivo fue la subordinación: que funcionarios y empresas inmobiliarias impusieron en Santa Fe una visión de desarrollo urbano en la que nunca se consideró una integración real de aquellos que habitaban la zona.
Hasta finales del año pasado, los Carmona podían costear el impuesto predial de su parcela —unos 3500 pesos mexicanos (185 dólares) anuales— gracias a que el arancel contaba con un descuento del 80 por ciento que la ciudad le otorgaba a Emiliano por ser de la tercera edad y por el uso agrícola del suelo. Con su muerte, las presiones económicas para la familia aumentan.
Gerardo y su madre, Socorro, viven hoy en la casa de toda la vida, un viejo corral de mampostería con techos de lámina a los que le añadieron un par de cuartos, al otro lado de la vía rápida donde todos los días transitan interminables filas de automóviles. La moderna promesa de bienestar que encarna Santa Fe es literalmente inalcanzable para ellos: no tienen posibilidad de cruzar hacia ese lado.
Una tarde de septiembre, dos meses antes de morir, Emiliano recordaba que de niño, alrededor de su casa, había puro monte verde. En su parcela había más vacas, chivos, puercos, pollos y dos caballos que abrían la tierra para sembrar. Ahí mismo sembraban frijol, calabaza, maíz. “De eso se sostenía la gente: de la planta”, dijo.
Después de comprar una vaca hacía más de treinta años, contó el campesino esa tarde, el animal prácticamente había sostenido la economía familiar: de sus crías y de su leche salió el dinero para pagar la escuela —hasta la preparatoria— y los gastos de sus nueve hijos.
Gerardo, de 42 años y el menor de nueve hijos, vivió casi siempre con sus padres y es el que hace el trabajo más pesado desde que Emiliano quedó mal por una hernia y se resistió a internarse en un hospital. En los últimos meses, además de los problemas de salud, a su padre también lo agobiaban las deudas acumuladas por la tierra.
“Tanta urbanización nos comió, los impuestos nos corren de aquí”, dijo Gerardo a fines de 2017, mientras pastoreaba a su vaca en una pequeña extensión verde, parte de un panteón privado que está subiendo el monte trasero de su casa.
Esa vaca, descendencia de la que compró su padre hace más de tres décadas, es la que hasta hace poco los ayudaba a alimentarse a los tres y les deja alrededor de 1200 pesos por mes (unos 65 dólares, aproximadamente) de la venta de “leche bronca” —sin pasteurizar— a sus vecinos.
Pero el predial donde los Carmona viven tiene deudas acumuladas por más de 130.000 pesos mexicanos (casi 7000 dólares). Para pagarlas tendrían que vender más de 8000 litros de leche bronca (a 15 pesos el litro). Los costos del impuesto predial empezaron a subir desde inicios de los noventa, a medida que el verde iba desapareciendo poco a poco para dar lugar al asfalto.
Cuando el plan de Santa Fe comenzó a concretarse “no hubo un proyecto de intercambio social o armonía entre los distintos grupos que vivían ahí y los que llegaban”, explica Margarita Pérez Negrete, profesora e investigadora del Centro de Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) que dedicó su tesis doctoral a la historia de Santa Fe. “Se dio un proceso de asimilación bajo el reconocimiento de una imposición de que sus valores (rurales) nunca van a coincidir con los valores que están ahí”.
El empresario Juan Enríquez Cabot, de 59 años, recuerda bien el día en que, a pedido del entonces regente de la ciudad, Manuel Camacho Solís, se montó a un helicóptero para buscar algún espacio disponible donde acomodar el proyecto de expansión y transformación de la Ciudad de México de finales de los años ochenta.
Cuando volaba sobre la ciudad, cuenta Enríquez —quien en ese tiempo era director de Servicios Metropolitanos (Servimet), una agencia pública de desarrollo—, la única área que le pareció factible para hacer un proyecto a gran escala era la de Santa Fe: ubicada a unos 13 kilómetros del Zócalo, al lado de la carretera que va desde la capital hacia el Estado de México; históricamente, en esa zona había minas y depósitos de arena, que ya no seguían explotándose porque resultaba demasiado costoso.
Por teléfono desde Estados Unidos, donde vive desde hace más de diez años, Enríquez dice que entonces se encontró con los tiraderos de basura de la ciudad y un par de asentamientos de pepenadores, rodeados por pueblos como Santa Lucía. Terrenos que en esa época no valían nada.
La ciudad atravesaba tiempos complicados: se recuperaba del trágico terremoto de 1985, que derrumbó infraestructura clave; la contaminación llegaba a niveles máximos, había serios problemas sanitarios y una epidemia de asaltos y secuestros.
La tarea que le habían encargado era de rescate, dice Enríquez. La economía del Distrito Federal hasta entonces se basaba en la sustitución de importaciones, con fábricas acereras en medio de la ciudad. “El objetivo era volver la economía local a una de primer nivel, donde la gente se ganara la vida de turismo, comercio, servicios, teatro, música; era cambiar la economía y darle una esperanza a la ciudad”, dice Enríquez.
El proyecto de Santa Fe respondía a una lógica de desarrollo que imperaba en el país: la apuesta por un modelo neoliberal de apertura comercial que incluyó la privatización de empresas paraestatales, el desmantelamiento de subsidios, la reducción del proteccionismo y la apuesta por la inversión extranjera.
Enríquez asegura que, una vez identificada el área para el proyecto de modernización y transformación económica de la capital mexicana, se reunió con inversionistas nacionales y extranjeros para convencerlos del proyecto, pero también con la gente que vivía allí, principalmente con los asentamientos de pepenadores en los tiraderos.
“Fui a decirles que ellos no iban a cambiar su vida, pero que sus hijos sí podrían hacerlo”, dice el exfuncionario.
De acuerdo con Enríquez, los pueblos y comunidades aledaños a los tiraderos, que estaban más alejados del núcleo central del proyecto, se convencieron con el argumento de que el proyecto generaría empleos dignos y una posibilidad de crecimiento y mejora de vida para sus familias.
Se negoció con la promesa de que abrirían escuelas y ofrecerían entrenamiento técnico para que estos mismos pobladores, muchos de ellos campesinos, pudieran acceder a empleos en las tiendas departamentales que se construirían. Gran parte de esa población resultó beneficiada, dice Enríquez, y señala que en cinco años se crearon 69.000 empleos.
Para la investigadora Pérez Negrete, el proceso fue medido según una única perspectiva, centrada en lo monetario. El megaproyecto de Santa Fe implicó un desplazamiento radical de los pepenadores y la adaptación obligada para quienes habitaban en pueblos adyacentes. No se trató realmente de un proyecto de intercambio, dice la politóloga, sino más bien de la imposición de una nueva realidad.
El primer edificio en construirse en 1989 fue Bimbo —la empresa panadera más grande del mundo— del multimillonario mexicano Lorenzo Servitje, a quien Enríquez convenció asegurándole que el derrame económico y su margen de utilidades sería altísimo. Así fue.
“Santa Fe cuenta la historia de por qué en México es tan difícil mantener las cosas bien hechas y darles continuación”.
Poco a poco llegaron empresas como Hewlett Packard, Mercedes Benz, Televisa. El proyecto empezó a tomar forma gracias al capital extranjero de gigantes desarrolladores de bienes raíces como el canadiense Paul Reichman, quien se había hecho famoso por construir el distrito de Wall Street en Nueva York y entonces era dueño de gran parte de los edificios de oficinas en Manhattan.
La explosión de Santa Fue fue algo que tomó por sorpresa hasta al mismo hombre que la vislumbró. De acuerdo con Enríquez, el flujo comercial que trajo la zona terminó siendo utilizado como caja chica por funcionarios de las gestiones siguientes y, con el tiempo, se dejaron de respetar regulaciones de densidad, mantenimiento y regulación de la zona.
“Santa Fe cuenta la historia de por qué en México es tan difícil mantener las cosas bien hechas y darles continuación”, dice. “Fue un motor de desarrollo, un ejemplo de lo que se puede hacer bien y lo están deshaciendo”, dice.
La historia de la familia Carmona representa, en muchos sentidos, un choque de visiones y las contradicciones que se vivieron en distintos rincones el país desde finales de los ochenta, cuando la apuesta por la liberalización económica comenzó a producir, además de beneficios, una mayor desigualdad económica y el desmantelamiento de la pequeña producción, sobre todo en el sector agropecuario.
Después de que su padre murió, dice Gerardo que los vecinos lo alientan a resistir, a no vender su terreno, a no irse ni dejar de sembrar: los consideran el último eslabón que frena la expansión urbana.
Pero la realidad es insostenible, dice. La vaca y la tierra ya no dejan como solían hacerlo. Pronto tendrá que ingeniarse otra forma de vivir, otro trabajo, otra forma de usar su pedazo de tierra.
“Está canijo ver que se destruye lo poco que queda. Si no quiero desaparecer, me tengo que ir adaptando, no hay de otra, pero sí es triste”, dice Gerardo, apoyado en su bastón de madera, mientras observa a lo lejos los edificios que lo rodean.
Fuente: NYTimes