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La vida en un hilo: Carlos Ferreyra

Publicado por
José Cárdenas

Carlos Ferreyra

 

Me lo platicaron tiempo después el protagonista y su abuelo, un viejo consentidor quien como cumpleaños de mayoría de edad, regaló a su nieto una hermosísima pistola mandada a hacer en Estados Unidos, con un tamaño enorme aunque el calibre era normal: 38 especial.

El joven era grandote, al menos así lo veía, seguro sobrepasaba los dos metros. El abuelo era el hombre más orgulloso del mundo y no le pareció extraño que el muchachote quisiera estrenar su arma en una cantina de uno de los llamados Once Pueblos al occidente de Michoacán.

Por allí llegó mi padre con su camión Mack de diez toneladas cargado al tope con rejas de 50 botellas de Coca Colas cada una. Era temprano, poco antes del mediodía que por allá sigue siendo las doce horas.

Saludó al dueño del lugar y cuando le decía a Pedro, el fortachón machetero capaz de cargar hasta cuatro cajas en un alarde de equilibrio y poder, la cantidad de botellas vendidas, se acercó el joven empistolado.

Altanero, ordenó a mi padre que se sentara y que se bebiera una charanda. Sin perder la compostura, mi padre, que siempre viajaba con su “esmitigüeson” a la cintura, le respondió al muchacho que no bebía tequila, mezcal o charanda, pero le acompañaría con una cerveza.

Ignoro qué pasó después, pero el abuelo me platicó que nunca había visto a nadie tan sereno como mi padre. Y que con la pura mirada había controlado a su nieto que se sentó y se bebió la cerveza que compartió con mi padre.

Resulta de cuento, pero el abuelo estaba allí para presenciar cómo estrenaba su arma el niñito.

Eran los adinerados del pueblo. El viejo usaba un Cadillac en el que cargaba ladrillos para una obra en su rancho, donde tenía ganado ”de alto registro”, decía.

Cuando se le hacía notar que el automóvil era de lujo, que no debería ser usado en esa forma, dejaba ver las camionetas que guardaba en su casa. “Brincan mucho”, razonaba para explicar su preferencia por el coche.

Años después visitaba en Sahuayo a una sobrina de Lilia Prado, igualmente espectacular, morena clara y con un cuerpo de concurso. Por lo menos cada dos semanas viajaba diez horas con Francisco Javier Domínguez de Vidaurreta. Nos íbamos el viernes y volvíamos directos a trabajar el lunes a las ocho de la mañana.

En Sahuayo nunca habían celebrado bailes. Eran evidentemente pecaminosos, lo que no era óbice para que en las cenas a las asistíamos con la familia, al padre, la madre y la hermana, nosotros, nos ofrecieran bebida.

Si aceptábamos, nos acercaban a cada uno, incluyendo las dos mocosas, una botella por piocha y sus respectivas cocacolas. Pero no se bailaba, al contrario de Jiquilpan a pocos kilómetros de distancia donde los fines de semana en el Casino los jóvenes celebraban con toda decencia y desinhibición.

Por entonces mi padre trabajaba en la Dirección Nacional de Caminos construyendo la carretera La Barca—Jiquilpan. Un camino bordeando la laguna de Chapala.

Cuando iba a Sahuayo lo visitaba en el campamento caminero de Jiquilpan. De allí íbamos al Casino donde se juntaban alrededor de la mesa jovencitas que le preguntaban a mi padre si ese joven… que le acompañaba era su hijo. Yo, muerto de vergüenza y casi mordiendo el rebozo buscaba la forma de escabullirme porque lo que seguía es que me sacaran a bailar.

Mis dos pies izquierdos se negaban a obedecer y todo era un desastre y una frustración. Regresaba a Sahuayo donde a nadie se le ocurría bailar.

Alguna ocasión quisimos ir a uno de los pueblos de la nueva ruta, pero a medio camino nos encontramos con mi padre. Nos explicó que estaban agarrando a todos lo fuereños porque hubo una balacera y muchos muertos.

Igual, de cuento: el hermano del alcalde, caciques regionales, llegó a la peluquería del pueblo. Le dijo al peluquero que llevaba prisa, el rapabarbas le dijo que tenía que esperar porque tenía dos clientes. Era domingo o sábado. El sujeto sacó la pistola y mediante un par de certeros balazos, comentó: ya no tienes clientes.

Aunque todo mundo vio y supo quién, se desató una cacería de los supuestos asesinos. Desde lo alto de un cerro rodaban enormes rocas sobre el poblado situado en la otra falda de la montaña y por instrucciones del edil, cuyo hermano ya no se alcanzó a rasurar porque simplemente agarró sus patas y se largó, detuvieron a todo ser viviente que no era del pueblo.

Claro, nunca supimos la conclusión porque nos regresamos a Sahuayo, nuestro refugio y también el de Sahagún Vaca y su mausoleo que, aseguran los naturales, está vacío.

Y donde me vi de frente con una pistola sostenida por un niño de 14 años que ya debía un par de muertitos.

¡Lindo Michoacán!

carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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José Cárdenas