Crónica de un fracaso anunciado: esta semana se suspendieron las negociaciones que venían realizándose en República Dominicana entre el gobierno y la oposición de Venezuela. Este proceso de diálogo se produjo, fundamentalmente, gracias a la presión internacional. El nivel de violencia del conflicto venezolano —que cobró más de 120 muertos y más de cinco mil detenidos en protestas populares el año pasado— y el deterioro de una población que sufre una crisis económica de dimensiones trágicas, mantiene en alerta a los países de la región.
Las sanciones internacionales, establecidas por Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea contra varios altos funcionarios, lograron que el gobierno de Nicolás Maduro aceptara participar en un proceso de negociaciones con la oposición. Los puntos primordiales en la discusión fueron: la apertura de un canal humanitario para paliar la crisis que vive la población y que el gobierno se ha negado a aceptar; el respeto al parlamento, dominado por la oposición y que fue suplantado arbitrariamente con la creación de una nueva Asamblea Nacional Constituyente que ha sido desconocida por más de 40 países; la restitución de la independencia de poderes en el país, así como la liberación de los presos políticos y la habilitación de líderes de la oposición con prohibición de participar en actividades políticas. Y, finalmente, el llamado a elecciones presidenciales justas y transparentes.
La negociación se llevó a cabo, pese a una crucial falla de origen. El gobierno de Maduro nunca se ha mostrado dispuesto a ceder en nada. Ni siquiera reconoce completamente la gran depresión económica, en un país que tuvo 2600 por ciento de inflación el año pasado, ni acepta la existencia de presos políticos y el ejercicio de un feroz régimen oficial de control militar sobre los ciudadanos. Su gobierno es, además, un gobierno sin palabra. ¿Cómo se puede dialogar con alguien que no tiene palabra?
El gobierno de Maduro jamás ocultó su disposición a no cambiar nada. Soportó el diálogo como si fuera un tedioso trámite burocrático. Pero mientras se daban las conversaciones, en una maniobra inaudita, adelantó casi ocho meses la elección presidencial para tratar de aprovechar el mal momento interno por el que pasa la unidad opositora y garantizar, así, la reelección.
Para el chavismo, la alternancia política es un delito, un pecado inadmisible. Hace poco lo dijo muy nítidamente Erika Farías, alcaldesa de Caracas y parte de la cúpula cercana a Maduro: “A Venezuela la gobernamos nosotros o no la gobierna nadie”.
Una de las grandes ventajas que ha tenido, y que todavía tiene, ese gobierno sin palabra es la propia oposición y su tradición de errores.
El general Alberto Müller Rojas, responsable de la campaña electoral de Hugo Chávez en 1998, afirmó que en ese entonces ganaron la elección, en buena medida, gracias a las equivocaciones de sus adversarios. Veinte años después, la dirigencia de la oposición repite algunas de esas fallas: falta de unidad, imposición de ambiciones personales por encima de un programa común, falta de previsión y de cálculo ante las maniobras previsibles del gobierno y falta de candidez o incluso complicidad, en algunos casos, con el poder.
La política se funda en la palabra. ¿Cómo se puede dialogar con alguien que no tiene palabra? ¿Cómo hacer política entonces con alguien que no practica la política?
Se trata de una batalla desigual. No es fácil enfrentar a un gobierno que se comporta como si fuera un ejército de ocupación. Pero en estos momentos críticos una oposición desmembrada, sin plan y sin voz común, es un gran aliado del oficialismo. Porque el gobierno no desea dialogar con nadie pero sí necesita recuperar el reconocimiento que ha perdido. Su crisis de legitimidad ya se ha internacionalizado. No es poca cosa para un país que importa hasta los productos de su gastronomía tradicional y que por esa misma razón necesita acceso a los mercados internacionales.
Aún así, el gobierno venezolano no cede y actúa como una secta. Mientras pudieron ganar elecciones, los chavistas jugaron a la democracia. A partir de diciembre de 2015, cuando la oposición ganó el congreso de forma arrolladora, se olvidaron de la participación popular y comenzaron a ejercer el control perversamente sobre todas las instituciones actuando de manera violenta y antidemocrática. No solo en términos de represión, violación de derechos humanos y presos políticos, sino también en el campo de la contienda electoral imponiendo inhabilitaciones políticas y fraudes descarados.
Basta mencionar que, en enero de 2016, existían 59 partidos políticos nacionales en Venezuela. Hoy, la mayoría han sido suspendidos por el Consejo Nacional Electoral. Solo quedan 17, 12 de los cuales han sido o son cercanos al gobierno.
Se trata de las mismas autoridades electorales que le arrebataron la mayoría parlamentaria a la oposición, anulando la elección del estado Amazonas. Las mismas que, tres años después, no han organizado una nueva elección de diputados en ese estado, que pusieron todos los obstáculos para realizar el referendo revocatorio y convocaron las elecciones regionales con año y medio de retraso pero adelantaron esta elección presidencial. Más que árbitros independientes al servicio de los ciudadanos, son mercenarios de la élite que gobierna el país. Con instituciones así, es imposible que haya elecciones justas, libres y transparentes en Venezuela.
Pero los líderes chavistas se siguen llenando la boca con palabras grandilocuentes e invocando la “democracia popular y protagónica”. Mienten sin piedad ni pudor. Jorge Rodríguez, representante del gobierno en la mesa de diálogo, apareció en la televisión, empuñando un bolígrafo y una sonrisa. Aseguró que ya había un pacto con la oposición y que, luego de firmarlo, irían de inmediato a las elecciones: “¿No es lo que pedían todo el año 2016 y el año 2017?”, preguntó con sarcasmo. Pero tal vez el bolígrafo no era para firmar un acuerdo sino un cheque para pagarle a alguna agencia publicitaria que ya, en esos mismo día, comenzaba a sacar al aire las primeras propagandas electorales de Maduro como candidato oficial. Porque Rodríguez, aparte de ser el negociador del gobierno, también es el jefe de campaña de Nicolás Maduro. Al mismo tiempo que aseguraba estar pactando condiciones electorales en República Dominicana, adelantaba la mercadotecnia de una elección sin condiciones mínimas de libertad y transparencia. El oficialismo pareciera ser genéticamente mentiroso. Pero su discurso es hoy una retórica fallida.
Esa pregunta, que viene padeciendo la oposición venezolana desde hace tantos años, ahora se ha internacionalizado. Ese difícil conflicto exige que, dentro y fuera del país, se mantenga el mismo esfuerzo sostenido para lograr que se desactive el fraude oficial representado en la elección presidencial del 22 de abril y que se realicen unos comicios transparentes y confiables. Participar en esas elecciones sería legitimar a Maduro y a su asamblea constituyente, convertirse en cómplices irremediables de la consolidación de un sistema opresivo. Venezuela no necesita una invasión militar sino una intervención institucional. Unas elecciones limpias solo serán posibles con un organismo electoral nuevo e independiente y bajo una estricta vigilancia internacional. Para eso, la lucha unida de la oposición interna y el aumento de la presión externa son imprescindibles.
Fuente: NYTimes