La decisión del Departamento estadounidense de Seguridad Nacional de no renovar el Estatus de Protección Temporal (TPS, por su sigla en inglés) a casi 200.000 migrantes provenientes de El Salvador es el intento más reciente del presidente Donald Trump para restringir la inmigración legal e ilegal. Los antecedentes de este cambio son los mismos fallos del año pasado respecto de haitianos y nicaragüenses. Sin embargo, los salvadoreños son el grupo más grande de beneficiarios del TPS: aproximadamente dos tercios de los beneficiarios que quedaban.
Al igual que la decisión de terminar con el programa DACA, destinado a casi 800.000 personas indocumentadas que llegaron en su niñez a Estados Unidos, el anuncio de terminar el TPS tiene motivaciones políticas y quizá es un intento por satisfacer a la base de simpatizantes antiinmigrantes de Trump. Aunque la decisión de terminar un programa supuestamente temporal que no obstante duró más de diecisiete años podría sonar lógica, las consecuencias de un cambio tan grande serán serias e inmediatas, y quizá incluso contribuyan a un nuevo ciclo de inmigración ilegal.
Es poco probable que muchos, quizá la mayoría, regresen voluntariamente a un país donde ya no tienen un hogar; en cambio, quizá busquen quedarse de manera ilegal en Estados Unidos. El miedo generalizado que infundió este fallo, así como las posibles deportaciones por venir desintegrarán a familias y comunidades. En términos prácticos, a partir de septiembre de 2019, habrá en Estados Unidos un grupo de migrantes recientemente ilegales tan numeroso como la población de Salt Lake City. Después de casi dos décadas en Estados Unidos, los beneficiarios salvadoreños del TPS han creado sus vidas, negocios y comunidades en el país. En muchas ciudades —sobre todo Washington y Los Ángeles— son una parte crucial del tejido económico y social. Son los padres de aproximadamente 192.700 ciudadanos nacidos en Estados Unidos.
Irónicamente, si se deporta a los beneficiarios del TPS, los principales favorecidos serán unos de los enemigos declarados del presidente Trump: la pandilla MS-13, a la que ha acusado de transformar en “mataderos sangrientos” a las comunidades estadounidenses. La organización criminal, activa en Estados Unidos y El Salvador, tiene su origen en la inestabilidad derivada de una ola de deportaciones desde Estados Unidos en la década de 1990; El Salvador no estaba bien preparado para recibir a esas personas. No tomó mucho tiempo para que la inestabilidad que resultó de esa decisión volviera a Estados Unidos en la forma de una mayor actividad criminal y en más inmigración ilegal.
Un patrón similar podría repetirse ahora: las condiciones actuales en El Salvador solo son un poco mejores que en los años noventa. El gobierno salvadoreño ya se ha debilitado combatiendo la corrupción, el crimen y la violencia en el país, que tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo. Es muy probable que la MS-13 aprovechará el inminente ambiente caótico conforme los deportados lleguen a El Salvador. Aun peor, los jóvenes ciudadanos estadounidenses de origen salvadoreño se quedarán solos en Estados Unidos si deportan a sus padres y eso los hará más vulnerables al reclutamiento de los grupos criminales.
Esta decisión también tiene implicaciones negativas para la frágil economía de El Salvador. De acuerdo con la investigación del Diálogo Interamericano, las remesas conforman el 17 por ciento del producto interno bruto del país y un sorprendente 80 por ciento del crecimiento económico. El año pasado, tan solo los beneficiarios del TPS enviaron más de 500 millones de dólares a El Salvador. Aunque el gobierno de Trump pueda sentirse tentado a considerarlo un beneficio —evitar que el dinero salga de su país—, una reducción drástica de remesas afectaría los esfuerzos a largo plazo de Estados Unidos para generar seguridad y prosperidad en El Salvador, en los que ha invertido más de 4400 millones de dólares durante los últimos cincuenta años. La desaceleración económica solo alentará un nuevo éxodo y alimentará el ciclo de inestabilidad e inmigración ilegal.
Es cierto, como el presidente Trump ha señalado, que el origen de los problemas de la situación actual está en el mismo programa del TPS. El gobierno de Estados Unidos tiene razón en que el programa estaba destinado a ser un mecanismo humanitario temporal después de que un par de terremotos golpearan a El Salvador en 2001. Sin embargo, en la práctica, los presidentes de Estados Unidos desde entonces han extendido el programa, en buena medida porque las condiciones políticas, económicas y de seguridad en el país centroamericano solo empeorarían si se termina la protección. En consecuencia, cada año los beneficiarios del programa se integraron más a la sociedad estadounidense y también aumentaron los costos humanos de acabar con él.
La decisión ya se ha enfrentado a la resistencia de ciudades con inclinación demócrata, estados, miembros del Congreso estadounidense y otros críticos que esperan una solución legislativa, algo que es muy poco probable. Aun así, en el futuro, el Congreso debería buscar amortiguar los efectos negativos de esta decisión y crear un nuevo programa más permanente para ciertos migrantes centroamericanos y caribeños. La protección temporal es una herramienta esencial para responder a las crisis y los desastres a corto plazo pero, en este caso —como en Haití y Honduras—, el TPS no ha sido lo suficientemente flexible para atender a largo plazo otros puntos débiles de los países.
La decisión del gobierno de Trump de acabar con él solo crea más incertidumbre y caos. Al hacerlo, el presidente ha erosionado aún más el posicionamiento de Estados Unidos en América Latina y ha sembrado mala voluntad en comunidades importantes que han aportado mucho a Estados Unidos y que de manera evidente han adoptado sus valores.
Fuente: TNYTimes