Carlos Ferreyra
Sin convocatoria, la multitud se fue incorporando a la protesta: el gobernador, de apellido Mendoza Pardo, había retirado parte del presupuesto para la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, cuna académica de Miguel Hidalgo y Costilla y de José María Morelos y Pavón.
Los dineros se derivaron a un proyecto para construir un teatro donde se presentarían funciones de ballet clásico. Lógico, el mandatario, al que se atribuían vicios closeteros (en aquel tiempo y en una sociedad más que machista, pecado mortal sin redención posible) tenía dos hijas que eran unos ángeles, hermosas y practicantes del arte de Terpsícore.
Insensible como suelen ser nuestros gobernantes, el ocupante del palio de Melchor Ocampo decidió, simultáneamente, decretar el aumento de los pasajes urbanos. Y negar a los estudiantes el descuento que reclamaban. Ya se sabe, el populacho que se friegue, pero los universitarios, clase privilegiada, deben de tener consideraciones aparte.
La ciudad de Morelia, por cierto, se acababa en unas cuantas cuadras, el transporte en camión de pasajeros de lado a lado, apenas llevaba diez, quince minutos.
El caso es que se despertó la furia de los habitantes de la capital situada en el Valle de Guayangareo, la ciudad de las canteras color de rosa (sueño de cierto gobernante del centro del país, por cierto) que casi sin sentirlo se concentraron en la Calle Real, bautizada como Avenida Madero y cruza de la entrada de México a la salida a Guadalajara. O al revés.
Alrededor de las siete de la tarde ya había visto cómo se estaban poniendo las cosas y valerosos que soy, me fui a casa. Tenía escasos diez años de vida y pensaba seguir aumentándolos. Mi hermano Alfonso, latoso e inquieto siempre, se quedó al chisme.
Nada, que minutos después llegó a enfrentar la furia de nuestra madre, Elena, que al momento de escuchar los estallidos y mientras zapateaba al mocoso rebelde, le decía que se regresara a tirar cohetes con sus amigos si tanto le divertía… unos zapatazos más, una batea colorida de Quiroga rota en el trasero de Alfonso y todos a dormir.
Al día siguiente vimos las fotos y nos enteramos: enlazados los brazos y caminando en líneas que ocupaban de lado a lado la calle, los jóvenes se enfrentaron al Ejército que sin mayores dudas disparó. En el hecho murieron dos jóvenes, no recuerdo si fue en esta ocasión, uno de ellos de apellidos Tavera y el otro Xochihua.
El problema creció y después de algunas dudas y hasta que quedó claro quién decidía en este país, el presidente de la República le dio callo a Mendoza, lo echó del estado y nombró a un sustituto. Desde luego se acordó descuento para los universitarios que levantaron un par de bustos de los caídos en el movimiento y los colocaron frente a la Biblioteca Pública a un costado del añejo edificio del Colegio de San Nicolás.
Pasó mucho tiempo y por igual circunstancia, a la que se añadieron quejas de los ocupantes de las casas del estudiante, se suscitó un problema similar. El resultado fue el mismo con otros dos estudiantes muertos.
Y en tiempos de Agustín Arriaga Rivera, sin variar las causas, hubo nuevas revueltas en las que también participó el Ejército y en la que también murieron dos estudiantes. Fue la primera ocasión en que el general José Hernández Toledo, alias El Naranjero, ingresó a una universidad. El viejo y sacrosanto recinto donde fue rector Miguel Hidalgo fue hollado por la bota castrense que luego de varios años, hizo lo propio invadiendo el campus de la Ciudad Universitaria.
Mismo general, comandante del Batallón Escuela de Fusileros Paracaidistas. Del 68 quién no recuerda el bazucaso a la puerta de la Preparatoria Uno, en San Idelfonso y las sucesivas intervenciones con desalojo del zócalo y la culminación, el choque con el Batallón Olimpia en el tiroteo donde murió número nunca precisado de espectadores o de participantes en el mitin que se celebraba ese 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas.
Así pues, en mi prolongada existencia como persona y como periodista, me consta que el Ejército se ha utilizado según la conveniencia del mandatario en turno.
Pero resulta muy llamativo que nadie se haya percatado de lo anterior; se sabía y nunca se protestaba por ese uso y abuso de las fuerzas castrenses en tareas de “pacificación” civil. No se olvide tampoco la represión contra ferrocarrileros y otros gremios, a cargo de Adolfo López Mateos que utilizó a los verdes hasta dónde y cuándo quiso. Inclúyase el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia, su esposa embarazada y niños pequeños.
Tan absurdos se han vuelto los comentarios en feisbook sobre la ley de Seguridad Nacional que resulta imposible intentar un análisis. Los polemistas varían desde los que apoyan acríticamente lo que intuyen que dicen los organismos internacionales, hasta los que sin sustento afirman que se trata de militarizar el país.
Por primera ocasión se pretende dar un marco legal a la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida civil. No se vale que ni siquiera se les reconozca que son quienes ponen el mayor número de víctimas en el combate a la delincuencia al suplir a unas policías (son cinco policías por cada soldado) totalmente infiltrados por el crimen organizado, mal capacitadas, pésimamente armadas y que no están, como sí lo están los soldados, bajo la lupa de los piadosos organismos que vigilan los derechos humanos.
Derechos de los que carecen los soldados y se intenta a toda costa impedirlo. El caso es que debería de investigarse cuál es la opinión de quienes sólo cuentan con los verdes para defender a sus familias. Ellos no están en los gabinetes de estudios sociológicos sino en el escenario de los hechos sangrientos que cada día aumentan ante la indiferencia o la cobardía de los agentes civiles.
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