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Dentro de la Casa Blanca de Trump

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Aletia Molina

Alrededor de las 5:30 todas las mañanas, el presidente estadounidense Donald Trump se despierta y enciende la televisión en el dormitorio principal de la Casa Blanca. Sintoniza CNN para ver noticias, luego cambia al programa Fox & Friends en busca de ideas para mensajes y un tono amigable a su presidencia y, en ocasiones, mira también Morning Joe en MSNBC porque –según sospechan sus amigos– el tono contrario lo enardece para echar a andar su día.

Lleno de energía o furia —a menudo una mezcolanza de ambas— Trump toma su iPhone. A veces tuitea recargado en sus cojines, según sus ayudantes. Otras veces lo hace desde la sala contigua, mientras mira otra televisión. Con menos frecuencia, camina por el pasillo hasta la Sala de los Tratados (que funge como el estudio de los presidentes) en el Ala Oeste –en ocasiones lo hace ya vestido para el resto del día y otras, aún en su ropa de dormir–, y ahí comienza a hacer sus llamadas oficiales y no oficiales.

Conforme se acerca a cumplir su primer año en el cargo, Trump está cambiando la definición de lo que significa ser presidente de Estados Unidos. Ve el más alto puesto de la nación de la misma forma en que lo hizo la noche de su sorpresiva victoria sobre Hillary Clinton: como un trofeo que debe luchar por proteger a cada momento, con Twitter como su Excalibur. A pesar de toda su fanfarronería, se considera menos un titán en dominio de la arena mundial que un intruso difamado que ha entablado una lucha para ser tomado en serio, de acuerdo con entrevistas a sesenta consejeros, asociados, amigos y miembros del congreso.

Para la mayoría de los presidentes, cada día es una prueba sobre cómo dirigir un país –no solo a una facción– encontrando cómo equilibrar intereses encontrados. Para Trump, cada día es una batalla, hora por hora, por su autoconservación. Sigue discutiendo sobre las elecciones del año pasado, convencido de que la investigación sobre injerencia rusa en los comicios dirigida por Robert Mueller, el fiscal especial, es un plan para quitarle legitimidad. En la Casa Blanca fueron colgados mapas codificados por color que destacan los condados que ganó.

Antes de asumir el cargo, Trump les dijo a sus principales ayudantes que consideraran cada día en la presidencia como un episodio de un programa de televisión en el que derrota a sus rivales. La gente cercana a él calcula que Trump pasa por lo menos cuatro horas al día, y a veces hasta el doble de eso, apostado frente a una televisión, la cual a veces ve sin el sonido, sumergido en las guerras entre los diferentes noticieros de canales de cable con ansias de contraatacar.

“Siente que hay un esfuerzo por minar el hecho de que que haya sido electo y que los alegatos de una colusión son infundados”, dijo el senador republicano de Carolina del Sur Lindsey Graham, quien ha pasado más tiempo con el presidente que la mayoría de los legisladores. “Cree apasionadamente que la izquierda liberal y los medios están enfocados en destruirlo”.

“La manera en que llegó aquí fue contraatacando y regresando el golpe”, añadió Graham. “El problema que enfrentará es que hay una diferencia entre estar en campaña para el cargo y ser presidente. Hay que encontrar el punto medio entre ser luchador y ser presidente”.

Trump razona que su enfoque lo llevó a la Casa Blanca y, por lo tanto, debe ser el correcto.

Mientras que su base política, que se siente enajenada por el sistema, cree que su tono es refrescante, el enfoque sin inhibiciones de Trump les parece errático a muchos veteranos de ambos partidos, en la capital y en otros lugares. Algunos políticos y expertos se lamentan que haya tanta inestabilidad y, aun sin ser médicos, no tienen reparos en diagnosticarle públicamente diversos padecimientos mentales.

Trump razona que su enfoque lo llevó a la Casa Blanca y, por lo tanto, debe ser el correcto. Es menos popular que cualquiera de sus predecesores modernos en este momento de su mandato —solo el 32 por ciento aprueba su gestión según la más reciente encuesta realizada por el Pew Research Center—, pero domina el panorama como ningún otro.

Después de meses de fracasos legislativos, Trump está a punto de vencer finalmente en sus esfuerzos por recortar los impuestos y revertir parte de Obamacare, el programa de atención médica de su predecesor. Aunque muchas de sus promesas no se han concretado, ha tenido avances importantes en su meta de echar para atrás regulaciones comerciales y ambientales. La economía creciente que heredó sigue mejorando y los mercados de valores han alcanzado alturas récord. Su prohibición parcial de viajes en países de mayoría musulmana finalmente entró en vigor después de múltiples luchas en la corte.

Jared Kushner, su yerno y asesor sénior, les ha dicho a sus asociados que Trump, muy acostumbrado a sus maneras a sus 71 años, nunca cambiará. Más bien, predijo, Trump modificará, y quizá ajustará, el cargo según su voluntad.

Eso ha resultado ser cierto, a medias. Podría decirse que, hasta ahora en su batalla contra la presidencia, Trump va empatado.

Cuando John F. Kelly, un general de cuatro estrellas retirado, estuvo al mando de los marines que irrumpieron en Irak en 2001, mantuvo a su columna avanzando a pesar del fuego contra ellos. Como jefe de personal de la Casa Blanca, Kelly ha adoptado un enfoque muy parecido; trabaja catorce horas al día para imponer la disciplina en operaciones de otro modo caóticas, con resultados mixtos.

En los meses previos a que Kelly asumiera el mando en el verano, en sustitución de su sitiado antecesor, Reince Priebus, en la Oficina Oval reinaba una sensación de desorden de hora pico, con un flujo constante de ayudantes y visitantes que llegaban a ofrecer consejos o solo a entrometerse. Durante un encuentro en abril con reporteros de The New York Times, entraron y salieron no menos de veinte personas, incluyendo a Priebus, quien pasó con el vicepresidente Mike Pence. Ahora la puerta de la Oficina Oval permanece casi siempre cerrada.

Kelly intenta, de manera sigilosa, reducir la cantidad de tiempo libre que el presidente tiene para escribir tuits enardecidos, al adelantar el comienzo de su día laboral. Priebus intentó lo mismo al animar a Trump a que llegara a las 9:00 o 9:30, aunque no con mucho éxito.

También ha aumentado la cantidad de reuniones realizadas en la Casa Blanca. Además de Kelly y Kushner, a menudo incluyen al teniente general H. R. McMaster, asesor de seguridad nacional; a Ivanka Trump, la hija del presidente y asesora sénior; a Hope Hicks, directora de comunicaciones; a Robert Porter, secretario de colaboradores, y a Kellyanne Conway, asesora del presidente.

Trump, quien disfrutaba del control absoluto de su imperio de negocios, ha hecho concesiones importantes después de tratar de gestionar ambas cosas durante sus primeros meses en el cargo. Personas cercanas a Trump dicen que, aunque le molestan los límites que le impone, el presidente también busca ansioso la aprobación de Kelly, a quien sí ve como un igual.

John Kelly intenta, de manera sigilosa, reducir la cantidad de tiempo libre que el presidente tiene para escribir tuits enardecidos.

Le llama a Kelly hasta doce veces al día, incluso cuatro o cinco durante la cena o cuando sale a jugar golf, para preguntar sobre sus horarios o buscar consejos sobre políticas, según gente que ha hablado con el presidente, quien sugirió que ese sistema le da “tiempo para pensar”. Los ayudantes de la Casa Blanca negaron que Trump busque la bendición de Kelly, pero confirmaron que lo considera un confidente clave y un consejero sabio. Kelly también ha adoptado algunos de los agravios favoritos de Trump; le dijo hace poco al presidente que está de acuerdo con sus declaraciones de que algunos reporteros únicamente están interesados en desmantelar el gobierno.

A veces, Trump ha podido evadir los controles de Kelly. El Día de Acción de Gracias, en su residencia de Mar-a-Lago, el presidente convivió con otros miembros del club que no son funcionarios, como lo hacía antes de ser electo. Algunos le mostraron clips noticiosos que jamás habrían pasado por los filtros de Kelly. También les marcó por teléfono a viejos amigos, quienes lo actualizaron sobre cómo ven la investigación sobre la injerencia de Rusia. Regresó a Washington sintiéndose avivado.

Kelly le ha dicho a la gente que tratará de controlar solo aquello que está en sus manos. Ha aprendido que hay mucho que no lo está.

Muchas personas en Washington, y afuera de ese centro de poder, parecen estar convencidas de que hay una estrategia detrás de las acciones que toma Trump. Pero, en realidad, raramente hay un plan más allá de la autodefensa, la obsesión y lo impulsivo.

En ocasiones el presidente busca respaldo antes de darle publicar a algún tuit. En junio, según un asesor, llamó emocionado a algunos amigos para decirles que tenía el tuit perfecto para “neutralizar” la investigación especial de Mueller: la iba a llamar una cacería de brujas. Los amigos no quedaron muy impresionados.

Ha cedido ante el consejo de sus abogados para no atacar directamente a Mueller, aunque a veces le ganan sus instintos.

Cuando su exasesor de seguridad nacional, Michael Flynn, se declaró culpable el viernes 1 de diciembre, Trump primero permaneció tranquilo. A la mañana siguiente, cuando visitó Manhattan para una recaudación de fondos, se sentía optimista. Habló sobre su elección y el “gran perdedor” del senado que había dicho que su reforma hacendaria aumentaría el déficit (quizá refiriéndose al senador republicano de Tennessee Bob Corker).

Para el domingo en la mañana, debido a que los noticieros no dejaban de discutir el caso de Flynn, el presidente se enojó y lanzó una serie de tuits en los que cargaba contra Clinton y el FBI… tuits que varios consejeros le dijeron que eran problemáticos y debían parar, según una persona al tanto de la discusión.

A veces, si los mensajes controvertidos ya fueron publicados, los consejeros de Trump deciden no mencionárselos. Uno de ellos dijo que los asesores del presidente necesitan mantenerse positivos y buscar los aspectos rescatables donde puedan encontrarlos y que el equipo del Ala Oeste a veces decide no dejar que los tuits dominen su día.

Trump consigue las municiones para su guerra en Twitter por medio de la televisión. Nadie toca el control remoto excepto Trump o el personal de apoyo técnico; por lo menos, esa es la regla. Puede que durante las juntas la pantalla de 60 pulgadas colgada en el comedor esté sin volumen, pero Trump voltea a ver los encabezados que van pasando. Si se pierde de algo lo revisa más tarde en lo que llama su “super-TiVo”, un sistema de vanguardia que graba las noticias por cable.

Mientras mira la televisión por cable, comparte lo que piensa con cualquiera que esté en la misma habitación, incluso el personal de limpieza y ayuda de la Casa Blanca, a quienes llama con un botón para que le lleven el almuerzo o una lata de Coca de dieta (diario bebe alrededor de doce).

Pero también le molesta que se piense que se la vive pegado al televisor, una imagen que refuerza la crítica de que no se toma en serio su cargo. Antes de un viaje de Estado a Asia, a principios de noviembre, el Times le envió una lista de 51 preguntas para verificar los datos para este artículo al presidente, incluida una sobre sus hábitos de ver televisión. En vez de contestar por medio de un consejero, hizo declaraciones al respecto a bordo del Air Force One camino a Vietnam a reporteros confundidos sobre por qué era pertinente.

“No veo mucha televisión”, insistió. “Ya sé que les gusta decir —a personas que no me conocen— que veo la televisión. Gente con fuentes falsas —ya saben: reporteros falsos; fuentes falsas—. Pero no veo tanta tele, sobre todo por los documentos. Estoy leyendo muchos documentos”.

Luego, se quejó de que estuvo obligado a ver CNN en las Filipinas porque no había nada más disponible.

‘¿No les da gusto que no beba?’

A Trump, quizá el ser humano del que más se ha hablado últimamente en todo el mundo, le fascina ver su nombre en los titulares. Y tiene la intención de asegurarse de que constantemente aparezca ahí.

“El puesto lo ha cambiado un poco y él ha cambiado el cargo. Su tiempo como presidente ha revelado a otras partes de él”.

Sin embargo, la imagen de Trump como alguien que siempre está enfurecido y a punto de tuitearlo no deja entrever una complejidad más profunda, de un hombre que se mueve en ciclos. Diversos asesores dijeron que el presidente puede insultarlos por una transgresión menor —como llevar a un asesor desconocido ante su presencia sin avisar— para luego charlar amablemente con esa misma persona minutos después.

“Está muy consciente de que solo es la persona número 45 en ese cargo”, dijo Conway. “El puesto lo ha cambiado un poco y él ha cambiado el cargo. Su tiempo como presidente ha revelado otras partes de él, más afables y accesibles, que posiblemente quedaron ocultas durante las rudas y agresivas primarias”.

Pocos pueden ver esas partes. En momentos privados con familias de oficiales en el Despacho Oval, el presidente habla con los niños en un tono más suave que el que usa en público y pidió específicamente que los hijos de quienes pertenecen a la prensa que cubre la Casa Blanca fueran invitados a pasar en su visita en Halloween. No obstante, no promueve mucho ese lado suyo porque, según amigos suyos, cree que rompe con su imagen de alguien fuerte.

Trump deja caer su máscara de invencibilidad irreflexiva solo en ocasiones. Durante una junta con senadores republicanos, discutió en términos emotivos la crisis de abuso de opiáceos y los peligros de la adicción, al relatar la lucha de su hermano con el alcoholismo.

De acuerdo con un senador y un asesor, el presidente después volteó a ver a todos en la sala y les preguntó con aire atrevido: “¿No les da gusto que yo no beba?”.

Parte del difícil ajuste de Trump a la presidencia, de acuerdo con personas cercanas a él, se debe a que tenía expectativas poco realistas sobre el poder que tendría; pensó que sería más similar a la percepción popular del cargo como uno de dictámenes imperiales y no tanto sobre tener que coexistir con las otras dos ramas del gobierno. Sin embargo, los asesores dicen que ha aprendido poco a poco que así no funcionan las cosas.

Y aunque Trump no es un experto en políticas —“nadie sabía que la atención médica pudiera ser tan complicada”, dijo en determinado momento—, se ha mostrado más cómodo con los detalles de su legislación para recortar impuestos. Además, sus ayudantes dicen que ahora pone más atención durante los informes diarios de inteligencia gracias a las presentaciones concisas de Mike Pompeo, el director de la CIA, y que muestra una preocupación más profunda sobre la situación de Corea del Norte de la que sugieren sus tuits algo despreocupados y beligerantes al respecto.

“Al inicio había esta idea de que era un impostor, que quizá solo tenía él en su mente”, dijo la demócrata por California Nancy Pelosi, la líder de la minoría en la Cámara de Representantes y quien ha tratado de forjar una relación laboral con el presidente.

“Ahora ya superó eso”, dijo. “El principal problema, lo que la gente debe entender, es que no tenía preparación alguna para esto. Sería como si tú o yo entráramos a una sala y nos pidieran llevar a cabo una cirugía de cerebro. Cuando tu carencia de conocimientos es así de enorme, puede ser desconcertante”.

Lindsay Graham, antes un feroz crítico y ahora cada vez más un aliado, dijo que Trump está adaptándose. “Puedes esperar que todos los presidentes cambien porque el cargo lo requiere”, afirmó. “Empieza a aprender el ritmo de cómo funciona la capital”. Sin embargo, Graham añadió que la presidencia de Trump aún es “un trabajo en proceso”. En este momento, señaló, “todo es posible, desde un desastre completo hasta un éxito”.

En casi todas las entrevistas con quienes trabajan con Trump, estos cuestionaron su capacidad y voluntad de distinguir la información incorrecta de la verdad.

Monitorear su consumo de información —para contrastarla con lo que Kelly llama la “basura” que le hacen llegar los externos— sigue siendo una prioridad para el jefe de personal y el equipo que ha armado el mismo Trump. Incluso después de un año de informes oficiales y acceso a las mejores mentes del gobierno federal, Trump es escéptico de cualquier cosa que no provenga de su burbuja interna.

Algunos asesores, como el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, consideran que esto es básicamente algo bueno. “Veo muchas similitudes entre la manera en que llevó adelante la campaña y la manera en que es como presidente”, dijo Mnuchin. “Realmente ama los informes orales. No es alguien que lea grandes volúmenes de libros o informes”.

Otros asesores se quejan de su tenue comprensión de los hechos, del poco tiempo en el que pueden mantener su atención y del que es propenso a creerse teorías conspiratorias.

Trump es un ávido lector de periódicos, sobre los cuales hace comentarios con marcador negro, pero el exasesor Stephen Bannon les ha dicho a sus aliados que Trump solo “lee para reforzar”. La insistencia de Trump en definir su propia realidad —sus reiteradas declaraciones, por ejemplo, de que en realidad ganó el voto popular— no ha cambiado y quienes trabajan para él están cada vez más anestesiados, dijo Tony Schwartz, el escritor fantasma de su libro The Art of the Deal.

Trump busca relajarse los fines de semana en el campo de golf. Sin embargo, entre semana su principal forma de alivio es su cena nocturna en la residencia de la Casa Blanca.

“Puedo invitar a cenar a quien quiera ¡y vienen!”, le presumió Trump a un viejo amigo cuando asumió el cargo.

Trump, quien ha pasado buena parte de su vida como un hotelero, le encanta dar tours de la Casa Blanca. Tiene una afinidad algo extraña por presumir los baños, incluido uno que renovó cerca del Despacho Oval, y después de la cena le gusta llevar a sus visitas a la habitación Lincoln –la residencia ejecutiva– o al balcón de Truman –ubicado en el segundo piso con vista hacia el jardín sur– para los paisajes como de postal de la ciudad a la que ha cimbrado.

Tiene una afinidad algo extraña por presumir los baños, incluido uno que renovó cerca del Despacho Oval.

Incluso cuando Trump está de buen humor, flotan por encima de la mesa señales de ansiedad, como el humo sobre una taza de té. En septiembre se reunió con líderes de la Iglesia evangélica para asegurarles que aún defendería la agenda que promueven a pesar de tener coqueteos con legisladores demócratas que están a favor de temas como el matrimonio igualitario y el derecho a interrumpir un embarazo. “Los cristianos saben todo lo que estoy haciendo por ellos, ¿cierto?”, les preguntó, de acuerdo con tres asistentes.

Cuando se van los invitados, saca el control remoto o sostiene llamadas con personas cercanas que han sido despedidas de la Casa Blanca, como Corey Lewandoski o Bannon, en las que despotrica sobre Hillary Clinton, Barack Obama, las “noticias falsas” o su desencanto con el fiscal general Jeff Sessions.

Aunque los amigos de Trump dicen que han notado un cambio de tono en las últimas semanas, al reconocer que varios asesores e incluso su propia familia podrían terminar inmiscuidos y afectados por la investigación de Mueller. Ha adoptado una actitud sorprendentemente fatalista, según varias personas con las que habla regularmente.

“Así es la vida”, dijo sobre la investigación.

De ahí se va a acostar, normalmente para dormir cinco o seis horas. Luego la televisión comenzará a hacer escándalo de nuevo, tomará su iPhone y la batalla comenzará de nueva cuenta.

Fuente: TNYTimes

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Aletia Molina