Benjamín Torres Uballe
Por momentos todo pareció un intercambio nada terso de reproches. El silencio en el imponente Alcázar del Castillo de Chapultepec era absoluto. Algunos de los asistentes respiraban con dificultad o volteaban hacia otro punto que no fuera el estrado desde donde se originaban, primero, las palabras de María Elena Morera y, luego, las del presidente Enrique Peña Nieto.
“Esta masacre, para nosotros, sí la consideramos de proporciones bélicas. Los asesinatos, las desapariciones, las violaciones a los derechos humanos, secuestros, las extorsiones, los robos ya se hicieron parte de la vida misma de los ciudadanos en México”, espetó ante el primer mandatario la presidenta de Causa en Común durante el foro nacional Sumemos Causas por la Seguridad, Ciudadanos +Policías, el pasado lunes.
Luego de dirigir una serie de loas, alabanzas y reconocimientos a la señora Morera, Peña Nieto contestó el duro ataque con un lamento: “a veces se escuchan más las voces que vienen de la propia sociedad civil que condenan, que critican y que hacen bullying sobre el trabajo de las instituciones del Estado mexicano”. Una afirmación temeraria y políticamente incorrecta.
Resulta arriesgada la respuesta presidencial por la incontrolable violencia que impera en el país y que cada día es mayor. Es evidente; está a la vista de todos. Y así tuvo que admitirlo Peña Nieto en el propio evento: “reconocimos también que 2016 y 2017 han sido años donde lamentablemente la delincuencia y la inseguridad han cobrado nuevamente mayores espacios”.
Ahí es donde radica la preocupación por el muy grave problema de la inseguridad en México: su crecimiento. Hoy ningún mexicano se siente seguro en las calles, en su hogar, su negocio, su trabajo, el transporte público o cuando sale de un cajero automático o realiza algún retiro de una sucursal bancaria. El infierno de la violencia acecha todos los días. Sí, en unos lugares más que otros.
Pero más allá del desencuentro verbal entre el presidente Peña Nieto y María Elena Morera, que refleja las posiciones del gobierno y un sector importante de la sociedad, la compleja realidad de la violencia que atormenta a millones de mexicanos muestra la incapacidad gubernamental ya no para terminar, sino para enfrentar a los criminales que se han enseñoreado —tal como lo reconoció el jefe del Ejecutivo— a lo largo y ancho del país. Las miles de muertes violentas perfilan a este sexenio como el más violento de los tiempos modernos. Negarlo es fatuo y ocioso.
Es cierto que combatir a las poderosas organizaciones delincuenciales no es tarea sencilla. Menos si los gobiernos estatales y municipales dejan de hacer su labor en materia de seguridad, esperando que sea el gobierno federal quien la realice. Cada quien debe realizar eficazmente la parte que le corresponde, porque desde la época de Felipe Calderón en Los Pinos se mostró una alarmante incapacidad en materia de seguridad que se exacerbó con la apresurada estrategia errónea que se implementó y que hasta hoy ha costado millares de vidas en un hecho que parece no tener fin.
Nuestro compromiso debe estar «en actuar con responsabilidad y con enorme corresponsabilidad, porque esto no sólo debe ser tarea de una sola entidad, un solo orden de gobierno o un solo Poder, sino de todos los que están involucrados en que este modelo realmente funcione, y funcione adecuadamente», acotó Peña Nieto, y estamos de acuerdo. “En puntos muy particulares de nuestra geografía nacional la violencia se ha convertido prácticamente en algo cotidiano y común. El enfrentamiento entre integrantes de distintos grupos armados verdaderamente se ha vuelto un escenario de todos los días en varias regiones del país”, precisó el mandatario.
Coincidimos en que la violencia se ha vuelto cotidiana y común. Diferimos en el hecho de que esté focalizada en zonas de la república. La terrible onda expansiva de la violencia se da ya en entidades otroras consideradas pacíficas: Baja California Sur, Colima, Aguascalientes, Puebla, Guanajuato y Quintana Roo, entre otras, que se unieron a los estados donde la violencia es cosa común, como Tamaulipas, Guerrero, Sinaloa, Estado de México, Michoacán y Veracruz.
Desde luego que la Ciudad de México, a pesar de la negativa de las autoridades locales, no escapa a la escalada de violencia. Muertos, narcotráfico, robos, extorsiones, asaltos a comercios, a plazas comerciales, viviendas, cuentahabientes y no se diga en el transporte público son el escenario recurrente que asola a los habitantes de la capital del país.
Hasta donde los registros oficiales permiten observar, la incidencia delictiva no se circunscribe a la llamada delincuencia organizada. Los “delincuentes comunes” han proliferado ante la corrupción de ciertas instancias judiciales y los encargados de procurar justicia; incluso, aseguran expertos, se debe también a la entrada en vigor del nuevo Sistema de Justicia Penal Acusatorio.
Lo que es incontrovertible es la obligación constitucional del Estado de garantizar la seguridad a todos los mexicanos. En eso no hay excusa válida ni lamento que conmueva. Para eso cuenta con vastos recursos financieros, económicos, legales y humanos. ¿O todo ello es insuficiente?
@BTU15