Por Carlos Ferreyra
… gozan de cabal salud, dice en cierta parte la obra teatral de Don Juan Tenorio, expresión cuya autoría se niega al autor de ese drama religioso, Juan Zorrilla. El personaje central, por cierto, es extraído de otra obra de época, El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina.
La obra de Zorrilla se presentaba tradicionalmente en el teatro en Morelia. Era parte de la celebración en honor de los Santos Difuntos y de los Santos Inocentes (nótese que no habla de santas).
Asistían únicamente los mayores; el tema, un sujeto que anda por la vida desflorando doncellas, no apropiado para los menores, que sólo teníamos posibilidades de acercarnos a las dos obras mencionadas, con el mismo personaje e igual desarrollo, en clases de literatura española en los años finales de primaria.
Lo mismo nos preparaban para el pase a Secundaria, por entonces dependiente de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, con otras lecturas preferentemente El Quijote de la Mancha.
En la parte formal, se consideraban las asistencias a rezar el rosario, acto que tenía lugar en todas las iglesias del pueblo; sí, pueblo con menos de 40 mil habitantes.
En casa se ponía todo el arte en el altar de muertos, en cuya elaboración se daba preferencia visual a las jerarquías familiares, los abuelos en lugar destacado seguido de otros muertos ilustres y por allí regados por cualquier parte, los muertos menores, los que fallecieron jóvenes o que no alcanzaron a destacar en ninguna actividad.
Durante días previos al primero y 2 de noviembre, la chiquillada era arriada hasta el panteón municipal, donde bajo la severa mirada materna, lavaba a conciencia las tumbas familiares (todas juntitas y con similares adornos) y tras secarlas se procedía a retocar las letras con mistión de plata o mistión de oro, una cosa que se adquiría en las tlapalerías y se aplicaba con pinceles.
Al mediodía de las fechas mencionadas, la familia llegaba, los dolientes mayores ponían cara de hipócritas a punto de lanzar un alarido, pero sin descuidar la colocación del albo mantel bordado en punto de cruz donde pondrían los manjares que, decían, les gustaba a los muertitos.
No creo, eran los alimentos que nos gustaban a los vivos y que aderezaban con largos tragos de Charanda. Los infantes correteábamos entre las tumbas, jugábamos a las escondidillas o intentábamos descubrir osarios para intentar armar un esqueleto.
Consecuentes con su mala fama, los morelianos no dejaban de aportar al festejo. Tras los charandazos y al pardear la tarde, ya pululaban por el lugar los policías armados con sus rifles 30-06, sus largos abrigos azules y sus chacos o cascos estilo germánico de la Primera Guerra Mundial, con un bordecito que iba del frente hasta atrás.
Y bueno, no tardaban en aportar los primeros, o el primero y único muertito de la fecha. No fallaba, se escuchaba de pronto la balacera, seguida del chiflido característico de doña Elena, mi madre, que nos requería de inmediato a la vista.
Curioso, pero no recuerdo que esos digamos, incidentes, causaran inquietud a las madres allí reunidas, o preocupación a los padres que seguían en su tarea de acabar con los alcohólicos bebiéndose la producción de bebidas espirituosas.
Bien entrada la noche, entre el llanto de quienes habían aportado la víctima del día, la policía que iba y venía supuestamente buscando al criminal, que con seguridad ya se encontraba a muchos kilómetros de distancia, o tranquilizándose en el calor de su hogar, emprendíamos el regreso a casa.
Un día después, en el barrio o en la escuela se comentaba quién era el muerto, quién el autor, y se especulaba sobre las causas del incidente. Era, digámoslo así, como comentar el clima… nada que tuviera importancia especialmente si era el mismo circo anual.
¡Ay, la inocencia pueblerina! La muerte por honor o por quítame estas pajas. El pretexto era lo de menos.
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