Viene a mi mente el tema de la contaminación ambiental, llamado también polución, envenenamiento, infición; diríamos destrucción, muerte. Lo recuerdo porque en la Ciudad de México ya estamos viviendo las jornadas más difíciles de cada año, es decir, los días más contaminados. Habitualmente esto ocurre desde noviembre y hasta finales de mayo.Se le llama la “época del estiaje o de sequía”. Llegar a encontrarnos en el extremo de la fase dos es encarar los más duros problemas respiratorios y, por ende, afecciones irreversibles.
Este año está terminando con todas sus penurias, su inseguridad, sus miles de muertos, su ausencia de seguridad social, sus inentendibles sistemas comiciales, y sus mentiras.
Y 2018 iniciará difícil. Las gasolinas, el dólar, la reetiquetación de precios, el frío entumecedor, las precampañas electorales y su compañera la llamada espotización en radio y televisión, y además la contaminación aérea. ¿Qué tal?
Nada se puede hacer para detener a esta maldición. Prácticamente es un problema sin solución. Hasta finales de mayo se iniciará la temporada formal de lluvias y se limpiará la atmósfera un poco. Pero ya habremos vivido inmersos, por lo menos 6 meses, en la burbuja contaminante y asquerosa.
En alguna colaboración anterior mencioné que, principalmente en la zona norte del valle de México yacen más de 35 mil fábricas con más de 2 millones de trabajadores. Sabido es que los vientos diarios soplan del norte hacia el sur, introduciendo los polvos y porquerías a todo el Valle de México, es decir, la Ciudad de México y los municipios conurbados. Y por el sur, el oriente y el poniente la zona está rodeada de montañas por lo cual difícilmente sale la contaminación; se estanca, se inhala, y se va hasta el cerebro.
Lo que también dije es que hace más de 25 años un servidor público superior me confió la realidad del problema: la contaminación no la producían los vehículos automotores en 80 por ciento (como se informó en 1989), sino las fábricas y sus chimeneas, en un 92 por ciento. Debido a esto, sí se puede decretar “un día sin auto”; pero jamás oiremos “un día sin fábrica”. Ese día los patrones dirán: “hoy no abro, hoy no pago”. Y se quedarán sin comer esos 2 millones de trabajadores más 3 o 4 millones más de familiares.
Y también me ha llegado información de que en el gran valle de México defecan al aire libre más de 5 millones de seres humanos, perros, gatos y animales vacunos. Esos residuos se secan, los levanta el viento y se posan muy tranquilamente en nuestras vidas, llámense casas, escuelas, oficinas, etcétera, y además los inhalamos. Se les denomina “detritus” que quiere decir: “resto o residuo procedente de la descomposición de material orgánico”. Excelente ¿no?
Habitamos una de las ciudades más grandes y extendidas del planeta. Y de las más contaminadas. Los mexicanos hemos construido esta ciudad casi en un nido de águilas y hasta aquí hemos traído nuestras realidades. No estamos ubicados, como otras metrópolis, a la orilla de ríos, lagos o del mar, para con ello disfrutar o permitir que la brisa o el viento se lleve los mortales contaminantes.
¿No podríamos hacer esfuerzos sobrehumanos para detener esta contaminación absurda y aberrante? Estamos en 2018. Seamos sensatos: recordemos que el cielo es azul, que las estrellas y la luna brillan de noche, que el aire es un bálsamo y que nuestros descendientes merecen vivir decentemente.