A una hora y media – si no hay tráfico – de Washington, está Fredericksburg. Un pueblecito encantador. Es una sucesión de viviendas unifamiliares escondidas en los bosques, junto a los carteles que informan puntualmente de todas y cada una de las batallas de la Guerra de Secesión de Estados Unidos. La Guerra de Secesión – que en EEUU se llama la Guerra Civil – es la primera guerra total de la Historia. Al menos, eso dicen los estadounidenses; los franceses y los alemanes dan tan dudoso honor a la Guerra Franco-Prusiana de 1871. En España eso no pasaría nunca. Un país solo tiene vocación de potencia cuando es capaz de presumir de que sus guerras son más grandes y matan más. En el centro de Fredericksburg, frente a un restaurante en el que se pide a la clientela que no entre con armas de fuego, hay una pequeña piedra redonda con una placa que fue instalada en 1984, y que dice: «Lugar de subastas.
Principal lugar de subastas de esclavos y propiedades de Fredericksburg en los días previos a la Guerra Civil». A diez minutos caminando de allí está el inmaculado Cementerio de los Soldados de la Confederación, en el que yacen los cuerpos «de 3.553 hombres» que murieron tratando de que sus estados se separaran de EEUU. Porque, aunque sea debatible si la Guerra de Secesión de EEUU es la primera guerra total, sí es la única de la Historia que se produjo para mantener lo que entonces se llamaba «la institución peculiar». O sea, la esclavitud. Los monumentos de Fredericksburg llevan años plantados en la calle. Hasta ahora. Estas conmemoraciones de la esclavitud se han convertido en el eje de las elecciones que celebra el estado mañana y en las que va a elegir, entre otros cargos, el de gobernador y en la mejor representación de cómo está EEUU un año después de la victoria electoral de Donald Trump.
Las de Virginia son unas elecciones que resumen la situación política de EEUU mucho mejor que cualquier documento, análisis demoscópico, o artículo de opinión. Cuando el jueves concedió una entrevista a este este periódico, el escritor indio-británico-estadounidense Salman Rushdie dijo que «Estados Unidos es un país muy roto». Lo es, entre otras cosas, porque la única forma de ganar unas elecciones es fragmentando a los votantes. Para ver cómo de roto está EEUU, hay que prestar atención a tres nombres en las elecciones de Virginia: Terry McAuliffe, Ed Gillepsie, Ken Cucchinelli, y Ralph Northam.
Y, de personajes secundarios – por una vez, al menos – George Bush ‘padre’ e ‘hijo’, Bill y Hillary Clinton, y Barack Obama. Terry McAuliffe es el gobernador saliente. Un hombre de Clinton al 100%. Una máquina de recaudar dinero. Un hombre de centro, para el que las dos cosas más importantes son el poder y la lealtad a Bill Clinton – y, por extensión, a Hillary, pero menos -. Y un arrogante. En toda la controversia de los monumentos confederados que literalmente alfombran Virginia McAuliffe ha dicho una cosa y la contraria. En junio de 2015, después de que un racista blanco asesinara a 9 parroquianos negros en una iglesia en el vecino estado de Carolina del Sur, prohibió que las matrículas de los coches pudieran llevar la bandera confederada u otros signos de los rebeldes, pero también dijo: «Dejad las estatuas y esas cosas en paz».
El 27 de agosto pasado, después de que una persona fuera asesinada por en los enfrentamientos en la vecina ciudad de Charlottesville – también en Virginia y a una hora y media hacia el Oeste de Fredericksburg – desencadenados por la retirada de una estatua del general sudista Robert E. Lee, McAuliffe dijo a la cadena de televisión CNN que hay que retirar los monumentos. Cuatro días después, matizó que la decisión era competencia de los alcaldes. Ni sí, ni no, sino todo lo contrario. Clintonismo puro. El candidato republicano a suceder a McAuliffe es Ed Gillespie. La antítesis de Trump. El equivalente de McAuliffe, pero en el otro partido. Un tecnócrata con tanto carisma como una ameba. La mejor muestra de su debilidad fueron las Primarias para la nominación. Ken Cuccinelli, un ‘trumpista’ ultraconservador, estuvo a punto de arrebatarle la victoria a McAuliffe con un mensaje populista que los votantes parecían preferir a la fría tecnocracia de Gillespie, amigo personal y colaborador tan estrecho de George W. Bush como McAuliffe lo fue de Clinton. Al final, ganó Gillespie. Pero estaba tocado. No tenía ninguna posibilidad de derrotar al candidato demócrata, Ralph Northam, un hombre de centroizquierda, veterano de las Fuerzas Armadas, que era el sucesor natural de McAuliffe.
Hasta que llegaron los monumentos. Y con ellos el crimen y la inmigración. Ésa ha sido la baza de Gillespie, que ha logrado el respaldo de Donald Trump: «Duro con el crimen, salvará nuestras estatuas / herencia histórica», tuiteó el presidente hace dos semanas. Desde el verano, la campaña de Gillespie se centra en la inmigración ilegal, en la lucha contra el crimen, y en la permanencia de los monumentos de los rebeldes.
Entretanto, la de Northam ha vacilado. Si el candidato apoya la retirada de esos monumentos, como hizo hasta agosto, perderá el voto de buena parte de los blancos. Si prefiere dejar esa decisión a los ayuntamientos, como está diciendo desde septiembre, correrá el riesgo de que la izquierda blanca y gran parte de los afroamericanos se queden en casa mañana. Es la fractura de EEUU que llevó a Trump al poder. La división del electorado en torno a símbolos que representan la identidad de cada cual. Poco importa, al lado de eso, que el secretario de Comercio haya sido acusado de nuevo de tener vínculos financieros con empresas de personas del entorno de Vladimir Putin, o que el hermano del yerno de Trump, Jared Kushner, también haya recibido dinero ruso para sus actividades empresariales.
Igual que no importa que movimientos negros como el famoso Black Lives Matter sean abiertamente racistas, o que los inmigrantes ilegales se manifiesten con banderas de México. El ciudadano vota con el corazón. Y, un año después de su vitoria, Trump preside unos Estados Unidos con el corazón roto en dos mitades que no se hablan la una con la otra.
Fuente: El Mundo
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