La paz calla cuando las armas gritan
Sucede un día sí y otro también. No de cuando en cuando.
Diarios y medios electrónicos llenan páginas y espacios con información de ataques arteros. Historias de tiradores armados hasta los dientes quienes, en el delirio vengativo e irracional, atacan a multitudes indefensas. Lo mismo en parques públicos, centros comerciales, escuelas, calles, cines, iglesias… o desde los ventanales rotos de un hotel de Las Vegas, donde un concierto de musical terminó en un concierto de sangre.
El más reciente caso es el de un orate fugado del manicomio quien mató a 26 personas al final de un servicio religioso dominical en un pueblo perdido en la geografía del Texas, donde, por cierto, aplicar la pena de muerte a los renglones torcidos de Dios no ha servido para enderezarlos.
El presidente de Estados Unidos, encañonado por la poderosísima Asociación Nacional del Rifle, que defiende el derecho a poseer, portar y comerciar armas, prefiere evadir ese problema de fondo en lugar de comprometerse a salvaguardar la tranquilidad de sus ciudadanos.
Trump explica a los japoneses (víctimas del más grave desplante del armamentismo americano; la bomba atómica), que el problema en su tierra es de salud mental: “hay una grave incidencia de enfermedades siquiátricas en mí país”, dice de manera burda y sin recato… y con eso disculpa las frecuentes tragedias causadas por la abundancia de armas en su país desde hace dos siglos y medio.
Por cierto, solamente en el año 2014 murieron por disparos 33 mil estadunidenses; en Japón, sólo cinco recibieron impactos de bala en el mismo periodo, y fue casi, casi, una crisis nacional.
Es verdad que vender armas a lo loco y a los locos es un problema estadunidense de insania. Tiene razón Trump. Sólo en un país con abundancia de personas afectadas de sus facultades intelectuales, él pudo llegar a ser presidente.
Pero el problema de fondo no son las armas. El verdadero y grave asunto es la violencia.
Mientras en Estados Unidos un menor de edad puede adquirir un arma con mayor facilidad que una cajetilla de cigarros, drogas, o una bebida alcohólica, en México supuestamente hay una relativa dificultad para conseguir armas de fuego. Aquí, obtener una licencia de portación es asunto engorroso y de prolongado trámite. Las penas por usar una pistola sin licencia son severas.
¿Y…?
La contabilidad roja del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, para este año proyecta 27 mil víctimas de homicidio doloso (no sería descabellado llegar a 30 mil); más de 70 asesinatos por día, y todos esos mexicanos no mueren por mentadas de madre.
Cierto. Nos espantan los locos de la tierra texana, pero más debe alarmarnos la indiferencia con que dejamos pasar las noticias de los indicadores del delito que cotizan al alza en el mercado de nuestra propia violencia.
Cualquiera diría que, si en México todos pudiéramos estar armados como en Estados Unidos, las cosas estarían peor; que en lugar de 27 mil muertos habría el triple.
Es posible, muy posible…
Por mero sentido común (el menos común de los sentidos) algo malo debe estar ocurriendo en este país si con el control de las armas también nos estamos ahogando de sangre, tanto o más que en los Estados Unidos.
Dicen que las comparaciones son odiosas. Esta vez no lo creo.
EL MONJE CRIMINÓLOGO: El problema de la violencia nacional se expresa no nada más en los pleitos entre bandas del crimen organizado. Basta una manifestación callejera para ver a un furibundo ciudadano intolerante echar su camioneta encima de la gente, para después ver a la misma gente en el proceso fatal de un intento de linchamiento vengativo. Las chispas del encono encienden la violencia en todos los ámbitos, a todas horas, con el mínimo pretexto, allá y acá, donde tenemos algo en común: cada uno es su propia arma.