Son poco más de las 10:00 de la mañana y Frank Ticas acaba de terminar su primera clase de inglés del día, sobre el tiempo perfecto progresivo. Una decena de jóvenes salvadoreños, la mayoría entre los 20 y los 30 años, van saliendo del salón hacia la puerta de la escuela y Ticas, de 41, los despide deseándoles lo mejor.
Lleva la cabeza rapada, barba de candado y jeans. En el brazo derecho, un tatuaje de un escorpión se asoma bajo la manga corta de su camiseta del Barca. “Ey, te veo mañana”, dice en un inglés perfecto. “Que tengas buen día. Cuídate”.
El inglés de Ticas es fluido gracias a que creció en Los Ángeles. Fue deportado a El Salvador cuando tenía 24 años, en el año 2000. Ahora enseña inglés a jóvenes salvadoreños que buscan la forma de salir adelante en un país con una tasa de homicidios que está entre las más altas del mundo, donde los jóvenes son cada vez más atraídos por las pandillas o tocados por su violencia. En la escuela ‘English Cool’, todos los profesores de inglés son deportados. Y no solo quieren que sus estudiantes aprendan inglés: quieren que sueñen con un futuro mejor.
Ticas enseña en English Cool desde abril. Fue reclutado por el fundador de la escuela, Eddie Anzora, un compañero deportado y viejo amigo. Ambos crecieron jugando baloncesto como rivales en la década de los 90, en el Valle de San Fernando de Los Ángeles.
Ellos se cuentan entre los cientos de miles de salvadoreños que han sido deportados de Estados Unidos desde la década de los 80. Tan solo este año, el gobierno salvadoreño espera recibir 30,000 deportados de Estados Unidos y México, una cifra menor en comparación con los 50,000 del año pasado. La disminución se atribuye a un menor número de cruces fronterizos y un atraso en los casos de inmigración en los tribunales de EEUU.
Esta avalancha de deportados representa un reto para el gobierno salvadoreño, que no tiene la capacidad ni los recursos para garantizarles medios de vida decentes en medio de la guerra sin ley de las pandillas. El estigma solo empeora las cosas: aunque la abrumadora mayoría de los deportados no son criminales, a menudo se les asocia al crimen y la delincuencia.
Ahora, muchos dicen que el gobierno de El Salvador no está preparado para absorber a una nueva generación de deportados que podría llegar en la era Trump. Se estima que 700,000 salvadoreños viven indocumentados en Estados Unidos. Aunque las deportaciones se redujeron en 2017 bajo Trump, las detenciones aumentaron drásticamente.
Ticas dice que gran parte de estos deportados tienen mucho que ofrecerle a un país agitado por la crisis, y que él es prueba de ello.
«Ellos saben de dónde venimos, les dejamos ver nuestras cicatrices de batalla», dice, refiriéndose a sus alumnos. «Queremos que nos vean y piensen: ‘Si estos tipos pueden hacerlo, ¿por qué yo no?’ Que entiendan que no solo estamos aquí para enseñarles inglés, que sabemos un poco de todo».
En el vestíbulo, un estudiante nervioso se demora para contarle a Ticas y a los demás maestros acerca de su reciente entrevista de trabajo. «Tenía miedo», dice Elías, un joven de 23 años que vive en el peligroso barrio de Apopa. «No sé si lo conseguiré».
Ticas se muestra tranquilo y elocuente, transmitiendo un aire claramente positivo. A menudo cita a sus propios héroes personales, como Tupac Shakur y Bruce Lee, mientras anima a sus alumnos a imaginar una vida fuera de las fronteras de sus barrios. «Mantén la cabeza en alto», le dice a Elías. «Si no te quieren, ellos se lo pierden. Tienes una gran actitud. Me gusta la forma en que te comportas allá afuera. Lograrás grandes cosas».
Diecisiete años después de dejar California siendo un joven con problemas, Ticas dice que su deportación fue en realidad una reinvención. Después de dedicar su adolescencia a perder el tiempo y faltar a la escuela, ahora es un padre orgulloso y un mentor apasionado.
«Tal vez no queríamos volver, pero estamos aquí, tratando de construir algo para otras personas. Estamos tratando de hacer a El Salvador ‘great again’”, dice Ticas, apropiándose del eslogan de campaña de Donald Trump, ‘Make America great again’ (hagamos de EEUU un país grandioso otra vez).
UNA OSCURA HISTORIA DE DEPORTACIÓN
El desafío de reintegrar a los deportados a la sociedad salvadoreña no es una novedad: el país ha estado lidiando con esto durante tres décadas.
Los salvadoreños comenzaron a emigrar en masa en los años 80, empujados por problemas económicos y una guerra entre rebeldes izquierdistas y un gobierno militar respaldado por Estados Unidos. Entre 1981 y 1990, aproximadamente un millón de salvadoreños y guatemaltecos huyeron de sus hogares por la represión, a través de México y hacia Estados Unidos.
Para cuando terminó la guerra en El Salvador en 1992, un cuarto de la población había emigrado o huido. Muchos se establecieron en Los Ángeles.
En los años 80, el Congreso de Estados Unidos presionó al Servicio de Inmigración y Naturalización para que mejorara su historial de deportación de extranjeros ilegales. Después de los disturbios de Rodney King a principios de los 90, California aprobó duras leyes contra las pandillas. El Congreso también aprobó una legislación en 1996 que facilitó la deportación de inmigrantes legales que tenían antecedentes penales.
Algunos de los criminales deportados hacia Centroamérica eran miembros de la Mara Salvatrucha y Barrio 18, pandillas latinas que nacieron en Los Ángeles. Muchos llegaron a tierras que apenas conocían, lejanas de la cultura estadounidense. No tenían familia ni apoyo, y no eran capaces de encontrar trabajo en un país que se estaba recuperando de la guerra. Para evitar sentirse como parias, muchos comenzaron a formar las mismas pandillas que operaban en las calles de Los Ángeles.
En poco tiempo, la política migratoria de Estados Unidos había engendrado el virulento crecimiento de la cultura de las pandillas en Honduras, El Salvador y Guatemala. Actualmente, la violencia entre las dos principales pandillas del país centroamericano continúa produciendo una tasa de homicidios comparable a la de otras zonas del mundo donde –literalmente– se libran guerras.
En 2015, El Salvador fue el país más letal del mundo con 103 asesinatos por cada 100,000 habitantes. Eso es casi 20 veces el promedio mundial de 2014, que fue de 5.3 asesinatos por cada 100,000 habitantes, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.
Aunque los niveles han disminuido desde entonces, el país registró un récord de 679 homicidios en 47 días entre el 1 de septiembre y el 17 de octubre de 2017.
Como era de esperar, la violencia ha provocado un ciclo de migración de regreso a Estados Unidos. Muchos de los salvadoreños que hoy en día buscan ingresar a Estados Unidos huyen con temor por sus vidas.
Según el Equipo Multidisciplinario de Migración, el 75% de los adultos salvadoreños deportados en 2014 señalaron causas económicas –pobreza y falta de empleo– como la razón principal de la migración; el 13% de los deportados reportaban la inseguridad y la violencia; y el 10% buscaba la reunificación familiar.
«Cada inmigrante es diferente: vienen con diferentes necesidades, diferentes habilidades», dice Ana Solórzano, una funcionaria de inmigración que atiende a los deportados en el Centro de Atención de Migrantes, un edificio de color amarillo brillante ubicado en La Chacra, una zona célebremente peligrosa de la capital de El Salvador.
«A algunos les destruyeron sus sueños. Otros están tristes por haber sido separados de la familia. Otros están endeudados por el viaje o se están recuperando de violencia o asaltos».
Hoy, la abrumadora mayoría de los salvadoreños deportados no son criminales. El año pasado, menos de 4% de los que regresaron tenían antecedentes criminales. En la mayoría de los casos, no se trataba de delitos graves: se habían saltado un semáforo en rojo o conducían sin licencia, dice Solórzano.
Pero una historia de violencia exportada y cultura de pandillas hace que el público general no discrimine: para muchos salvadoreños todos los deportados están vinculados con el crimen y la delincuencia, especialmente si lucen y hablan de una manera que a muchos les resulta poco familiar. Eso hace que la reintegración sea exponencialmente más difícil.
Una tarde de miércoles, hace poco más de un mes, unas cien personas sentadas en hileras de sillas plásticas naranjas esperan para ser atendidas en el área de recepción limpia y blanca de un centro de migración en San Salvador. Algunos cubren sus caras. Unas horas antes, habían dejado Houston, Texas, en un vuelo chárter repleto.
A todos se les da agua y bocadillos, la oportunidad para hacer una llamada telefónica y tomar una ducha. Un médico y un psicólogo ofrecen sus servicios. Y el Departamento de Asuntos Exteriores recibe información de aquellos interesados en programas de reinserción del gobierno, como capacitaciones laborales.
Héctor Rodríguez, el director de Migración, se para frente a la sala y habla por un micrófono. «No estamos aquí para regañarlos por irse a Estados Unidos», dice. «Todos somos salvadoreños, y estamos aquí para hacerlos sentir bien en su país».
Pero las autoridades conocen la dura realidad: el país no cuenta con los medios para garantizar la seguridad de muchos de estos deportados ni para garantizarles empleos decentes. Los recursos del gobierno son escasos. Algunas de las personas que están siendo procesadas volverán inmediatamente, tal vez incluso mañana, a intentarlo otra vez, con la certeza de que no podrán hacer una vida en El Salvador.
Para los que crecieron en Estados Unidos y no conocen ningún otro país, la deportación puede ser una vivencia desestabilizadora e incluso traumática. Los funcionarios salvadoreños describen la experiencia de este último grupo como una de desarraigo en El Salvador.
«¿Cómo creamos arraigo en alguien que no conoce este país y cuya familia está en Estados Unidos?”, dice Solórzano. «Es un verdadero reto».
EMPEZAR DE NUEVO
Ticas tuvo que echar raíces por sí solo. Tenía apenas cuatro años cuando salió de San Salvador en 1981 con su hermana, una tía y un tío, y cruzó México en autobús y tren, reuniéndose con su madre en Hollywood, California, justo a tiempo para entrar en el jardín de infancia. Cuando su padre se les unió, un año más tarde, la familia se mudó a un barrio de clase trabajadora en el Valle de San Fernando con una enorme población salvadoreña.
Desde muy joven, se sintió inseguro sobre su identidad. A pesar de que él y su familia se convirtieron en residentes legales; aun teniendo tarjeta de residencia o green card, sentía que no pertenecía al país.
«Había una separación entre la identidad de mis padres y la mía», dice. «Ellos habían huido de un país a causa de la pobreza y habían llegado a otro que los consideraba delincuentes y nos inculcaron muchos de sus miedos. En la escuela me sentía como mis compañeros, pero luego me iba a casa y era como ir a El Salvador: ya sabes, la comida, el idioma, la cultura. Fue algo confuso».
Tenía muchas habilidades, especialmente en el arte, y tomó clases especializadas. Pero eso no fue suficiente para distraerlo de sus ansiedades. Nunca anduvo con pandillas, pero se juntó con personas a las que les gustaba meterse en problemas. Cuando sus padres dejaron de darle dinero, tuvo que encontrar la forma de ganárselo él solo.
«Comienzas a meterte en actividades que sabes que están mal, pero todos los demás lo hacen», dice Ticas. «Era cosa de emborracharse, drogarse y perseguir a las chicas, tratar de ganar dinero rápido. Solo andar por la calle».
En la escuela secundaria, sus maestros trataron de estimularlo para que se enfocara los estudios. Pero ya era demasiado tarde. Cuando tenía 18 años, desaprovechó una beca para el Instituto de Artes de California.
Al final, bastó una noche de fiesta que lo condujo a una sentencia de prisión y luego a su eventual deportación. En febrero de 1997, cuando tenía 20 años, él y sus amigos se emborracharon y se llevaron un automóvil que había estado estacionado con el motor en marcha. Los atraparon 45 minutos después. «Cuando me pusieron las esposas supe que se había terminado la fiesta», dice Ticas. «Yo era demasiado inteligente para eso».
Pasó casi cuatro años en la cárcel, donde decidió que quería un nuevo comienzo, sin importar dónde lo llevara la vida después.
De regreso en El Salvador, lejos de su familia cercana, vivió con un pariente lejano. Comenzó a vender perros calientes y hamburguesas y a realizar encuestas de puerta en puerta. En 2004 consiguió un trabajo en la incipiente industria de los centros de llamadas, brindando servicio al cliente para compañías como MSN Messenger Tech Support. La mayoría de sus colegas eran compañeros deportados.
Y rápidamente, comenzaron a darse cuenta de que el crimen era bastante diferente en El Salvador que en las calles de Los Ángeles. En El Salvador, era mucho más peligroso, y la vida parecía tener menos valor.
«En el trabajo, la gente enviaba mensajes de correo electrónico expresando condolencias cuando alguien moría, pero luego todo se descontroló, como 10 por mes», dijo Ticas. «Era gente asesinada en la parada de autobús, yendo al trabajo. Gente que caminaba por el barrio equivocado. Vi a tanta gente venir de Estados Unidos, y luego el sistema los venció, el país los venció».
Ticas conoció a su esposa poco después de regresar, y tuvieron dos hijos. Entonces se enfocó en el trabajo y la familia. Escaló en el sector de los centros de llamadas, y finalmente ocupó puestos de gestión y capacitación. Se convirtió en un hombre de rutina; no hubo más fiestas.
«Sabía que no podía ser víctima de mis circunstancias», dice. «Tuve que tomar el toro por los cuernos y decidir cuál sería el paso más productivo. ¿Cómo evoluciono en este entorno?”.
«ME SIENTO COMO UN EXTRANJERO»
Pero Ticas realmente no sentía que perteneciera a El Salvador. «Nos miran de manera diferente porque no crecimos aquí», dice sobre los deportados. «Incluso ahora, 17 años después de mi regreso, sé que todavía soy diferente».
Un informe de 2016 de la Asociación de Investigación y Estudios Sociales de El Salvador confirma que el estigma en torno a la deportación es el factor principal que va en contra de la reintegración efectiva de este sector de la población. El simple acto de deportación “genera consecuencias sociales, al estar plagada de un erróneo estigma negativo que vincula a dicha población vulnerable con grupos delincuenciales o con conductas que atentan contra la convivencia social”.
El exinfante de marina Rafael Villacorta, quien dirige las clases de conversación en English Cool, fue deportado luego de una pelea en un bar en 2010. Su exesposa y cuatro hijas viven en el sur de California. Dice que se sentía como un «extranjero» cuando llegó.
«Literalmente caminas y todos te miran por la forma en que caminas, por la forma en que hablas, por la forma en que luces, las expresiones faciales que haces, eres totalmente diferente».
Villacorta regresó con la cabeza afeitada y tatuajes, y con un español mediocre. Pronto supo que eso era inaceptable. Así que se dejó crecer el pelo y ahora usa mangas largas para cubrir sus tatuajes.
«Aunque el autobús estuviera lleno, nadie quería sentarse a mi lado. Mentalmente, piensas ‘maldita sea, soy un desastre. ¿Así es como me veo?’ Creen que todos los deportados son malos».
Con la intención de desestigmatizar la deportación, los gobiernos de Centroamérica ahora usan el término ‘retornado’, en lugar de ‘deportado’, para referirse a este sector de la población.
En English Cool se alienta a los maestros a ser abiertos acerca de sus deportaciones.
«Si quieren hablar de eso, genial», dice Anzora, el fundador de la escuela. «No hay problema con eso. No estamos endulzando nada. Tocamos temas que son difíciles, ésa es nuestra realidad».
Anzora fue deportado en 2007 por cargos de posesión de drogas. A fines de 2014 comenzó a enseñar inglés en su casa. La escuela se hizo tan popular que abrió una segunda ubicación hace ocho meses.
En El Salvador, los jóvenes ven cada vez más el inglés como un camino hacia un mejor trabajo, como en una empresa multinacional o un centro de llamadas. Anzora dice que los estudiantes que hablan inglés sienten que tienen más oportunidades de ganar dinero o aprender un nuevo conjunto de habilidades, incluso aunque sea a través de videos de YouTube. Muchos también ven el lenguaje como una posible forma de salir del país.
Anzora dice que los profesores de English Cool –a quienes prefiere llamar «entrenadores»– son ejemplos de por qué el estigma en torno a los deportados es abrumadoramente erróneo.
«El hecho de haber crecido en Estados Unidos es lo que en realidad me ha permitido sobresalir en El Salvador», dice Anzora.
Después de pasar la mitad de su vida en Estados Unidos, dice que tiene dos imágenes públicas: «Eddie salvadoreño» y «Eddie estadounidense». Su impulso, visión y ambición son «Eddie estadounidense», dice.
«Crecí con mis maestros diciéndome ‘tú podrías ser presidente, podrías ser oficial de policía, podrías ser médico'», dice. «Aquí te dicen, ‘ojalá tengas la suerte de tener un trabajo’. Muchos niños tienen la [mentalidad] de conformarse con menos, de que ser ambicioso es algo malo. Así que tratamos de cambiar esa mentalidad».
EL SUEÑO SALVADOREÑO
Anzora y Ticas no están solos en su fe en la contribución que pueden hacer los deportados. César Ríos, director ejecutivo del Instituto Salvadoreño de Migrantes (INSAMI), una organización sin fines de lucro, dice que el país tiene una gran oportunidad.
«Las personas que llegan de Estados Unidos han acumulado habilidades, son multiculturales, tienen experiencia», dice. «Ésta es una oportunidad histórica para el país, para adoptar a los deportados que vivieron en el extranjero y transformarlos en agentes de cambio».
Pero, dice, el gobierno aún no tiene una estrategia para eso. Y la mayoría de las compañías privadas todavía están rezagadas también. Por ejemplo, la mayoría requiere que los solicitantes de empleo muestren un historial laboral en el país, lo cual muchos deportados no tienen.
Desde mayo de 2016, un programa piloto del gobierno ha alentado a los representantes de los centros de llamadas a reclutar en las áreas de recepción donde regresan los deportados. Los centros de llamadas pagan mucho más que el salario mínimo y requieren habilidades de servicio al cliente que son fáciles de entrenar. En los primeros seis meses del programa piloto, los representantes proporcionaron información a 9,142 deportados en 14 departamentos, según el Ministerio de Relaciones Exteriores.
Pero Ríos dice que esos trabajos no son una solución viable para muchos retornados, como aquéllos que ya son mayores y menos hábiles con la tecnología.
La mayoría de los salvadoreños que regresan de Estados Unidos, alrededor del 70%, trabajó en el sector de la construcción en Estados Unidos, dice.
«Son personas que dedicaron sus vidas a trabajar un oficio», dice. «Muchos trabajaron en la agricultura, en cocinas, son expertos en electricidad y en carpintería. Para esta población, los centros de llamadas son un desperdicio de habilidades y conocimiento».
El año pasado, el INSAMI, con el apoyo de la Embajada de Suiza, ayudó a fundar el primer programa de certificación para trabajadores de la construcción que tuvieron amplia experiencia en Estados Unidos. Ríos también fundó una red para deportados que tienen objetivos empresariales, para vincularlos con apoyo financiero y de otros tipos.
Pero la realidad es que la mayoría de los deportados están solos.
«Lo que sea que sabes que puedes hacer, tienes que comenzar a hacerlo tan pronto como te bajes del avión», dice Ticas. «Porque hay muchos más que vienen detrás de ti». Siempre hay una oportunidad, siempre hay alguien que puede beneficiarse de que tú hagas el bien».
Para él, eso ha funcionado con los jóvenes del país, muchos de los cuales sienten que no tienen otra opción que unirse a una pandilla o emigrar.
En 2015, casi el 60% de los deportados a El Salvador tenía entre 15 y 29 años de edad.
Apenas el otro día, una estudiante llamó a English Cool para informar que no podría asistir a clases por un tiempo, después de haber sido amenazada por miembros de pandillas por caminar por su territorio de camino a las clases.
Ésa es una historia común en la escuela, donde la mayoría de los estudiantes provienen de situaciones familiares y domésticas desafiantes, muchas de ellas marcadas por la violencia.
Es por eso que English Cool se ha transformado en algo más que un lugar para aprender inglés. Es un lugar seguro para buscar consejo, resolver problemas y encontrar un mentor. Aunque los entrenadores no disuaden a los estudiantes de abandonar el país, los alientan a sobresalir a nivel local, ya sea a través del trabajo, el estudio, la creatividad y los pasatiempos.
Para Elías, el joven que estaba preocupado por su entrevista de trabajo, la escuela ha sido un refugio. «Es como si fueran mis amigos, mis hermanos, realmente lo aprecio», dice acerca de sus entrenadores. «Aprendo mucho de ellos». Una semana después, finalmente consiguió el trabajo al que había aplicado.
Anzora programa entrevistas regulares in situ, de modo que las empresas acuden a la escuela para reclutar personas para empleos que requieren conocimientos de inglés. Muchos de sus estudiantes han sido contratados.
A veces solo se requiere alentar a los estudiantes, dice Ticas.
Durante una reciente clase de nivel avanzado en English Cool, invitó a una docena de estudiantes a discutir sus ideas para «cambiar el país».
En pequeños grupos, conversaron y debatieron algunos de los problemas de El Salvador, concretamente, las pandillas que aterrorizan barrios enteros.
Los estudiantes tenían varias ideas: programas para rescatar a niños y jóvenes, una mejor comunicación entre padres e hijos, más escuelas secundarias, inversión extranjera, valores y moral más fuertes, oportunidades para practicar deportes.
Luego, Ticas les preguntó a los estudiantes si creen que es demasiado tarde para El Salvador o si el país puede mejorar: «¿Creen que El Salvador aún está a tiempo de cambiar?»
Los estudiantes estuvieron de acuerdo: el cambio es posible. Ticas sonrió. «Merecemos un buen país», dijo una mujer joven. «Somos buenas personas».
La International Women’s Media Foundation apoyó esa cobertura desde El Salvador como parte de la iniciativa Adelante.
Fuente: Univisión Noticias