El cerebro llegó en abril; lo entregaron en el sótano del hospital sin mayor alboroto, como todos los demás. Hubo algunas diferencias con este —no porque fuera más importante, sino porque era más célebre—.
Lo llevaron al laboratorio fuera de la ciudad, en vez de llevarlo al que está en Boston, donde se realizan la mayoría de las pruebas, porque así era menos probable que llamara la atención. En vez de que lo llevaran a través de la entrada de servicio, lo metieron en secreto por el sistema de túnel subterráneo. Le asignaron un seudónimo y solo tres personas sabían cómo identificarlo.
Fuera de eso, el cerebro llegó solo y desconectado de su pasado, sin estar ligado a su celebridad. Los sórdidos detalles del ascenso y la caída del hombre, la especulación en torno a lo que salió mal, el debate sobre la justicia… todo eso quedó atrás para que otros lo evaluaran.
Solo era un cerebro, ni grande ni pequeño ni deforme ni extraordinario en apariencia, una masa oblonga y gelatinosa con un peso de 1573 gramos, que acababa de salir del cráneo de un hombre de 27 años. El médico forense tuvo mucho cuidado. El cerebro llegó más tarde casi en perfectas condiciones.
“Lo manejaron todo maravillosamente”, dijo la neuropatóloga.
El laboratorio estaba a 30 minutos en auto desde la prisión donde el hombre se colgó una o dos noches antes. Su nombre le era familiar a los científicos, así como a la gente en toda Nueva Inglaterra —como se le conoce a la región de Estados Unidos integrada por los estados de Maine, Nuevo Hampshire, Vermont, Massachusetts, Rhode Island y Connecticut— y a muchos en el país. Ahora su cerebro estaba a unos 48 kilómetros al norte de donde el hombre había trabajado hace poco, en Foxborough, Massachusetts.
En la mesa, el cerebro parecía estar saludable. Las meninges (las capas de membranas translúcidas que cubren y protegen el cerebro) aún lo envolvían.
Cortaron el cerebro en capas, quizá de dos o tres centímetros cada una, comenzando por el frente. Ahí fue donde presintieron que este no era cualquier cerebro de un hombre de 27 años. Incluso a simple vista, los cortes transversales tenían brechas significativas en los tejidos: ventrículos llenos de fluido que se expandían mientras el tejido cerebral se encogía. Un corte transversal de un cerebro saludable de alguien de 27 años luce robusto, carnoso. Este estaba ahuecado por cavernas con forma de búmeran.
“La razón por la que el cráneo crece es para hacer espacio al cerebro creciente”, explicó la neuropatóloga. “Todo está muy compacto. La naturaleza no deja ningún espacio”.
El septum pellucidum (en español, tabique traslúcido), una pequeña membrana entre las dos mitades del cerebro, estaba atrofiado a tal punto que parecía marchito y frágil, incluso perforado. Cuando la neuropatóloga fue a buscar más tarde otros cerebros en condición similar, el ejemplo comparable más joven era el de un boxeador de 46 años.
El fórnix, un cúmulo de nervios en forma de C, estaba igual de deteriorado: ya no tenía su peso relativo. También el hipocampo. Incluso algunos de los más célebres cerebros con enfermedades que la neuropatóloga había estudiado, de hombres de mayor edad que habían muerto, no tenían signos tan evidentes de destrucción cuando los examinaban a simple vista.
Pero solo bajo el microscopio la enfermedad podría diagnosticarse con certidumbre. Tejidos en forma de obleas estaban inmunoteñidos, utilizando anticuerpos diseñados para decolorar una proteína específica: en este caso, tau, que forma grumos y se expande, matando neuronas. Ahí es donde era aparente el alcance total del daño.
Declaró que el caso era una etapa 3 en su propia escala de severidad, que va del 1 al 4. Era el mayor daño que había visto en alguien de esa edad. Entre los cientos de cerebros que había examinado y calificado, la edad media de un cerebro de etapa 3 de su profesión era de 67 años. Ahora tenía uno de solo 27.
Lo que hacía extraordinario al cerebro, para propósitos científicos, no solo era la magnitud del daño, sino qué lo causó. La mayoría de los cerebros con ese tipo de daño han soportado toda una vida de otros problemas, desde derrames hasta otras enfermedades, como alzhéimer. Sus muestras están en desorden, y no todo puede conectarse con una enfermedad en específico.
Sin embargo, la neuropatóloga y sus adjuntos más cercanos mantuvieron en secreto sus descubrimientos durante meses, hasta que la familia del hombre estuvo de acuerdo con que los resultados se hicieran públicos. En septiembre, salió la noticia y los encabezados regresaron, pero la neuropatóloga no concedió entrevistas. Tan solo emitió una breve declaración con la que confirmó los resultados de la prueba.
“No quería contribuir al sensacionalismo”, dijo.
Pero la ciencia no puede avanzar sin el poder acumulativo de la investigación, por lo que estaba en el salón de una universidad el jueves, en frente de más de 150 neurólogos, patólogos y otros científicos.
En la oscuridad, puso en la pantalla una presentación de PowerPoint con decenas de diapositivas que tenían imágenes en las que se mostraba un cerebro joven inmensamente atrofiado, la mente de un atleta que también fue condenado por asesinato.
“Tenía una patología maravillosa, si se puede calificar así”, había dicho la neuropatóloga casi al inicio.
Los pormenores del daño que detalló la neuropatóloga —las proteínas tau enredadas, el córtex frontal deshecho, los tejidos encogidos y los ventrículos engrandecidos— desde hace mucho tiempo se han vuelto familiares para quienes le ponen atención a la ciencia cerebral. Son las cosas que amenazan el futuro a largo plazo de la industria en la que trabajaba el hombre.
Ahí es donde su empleo enfrenta el mayor escrutinio: bajo el microscopio en laboratorios oscuros y en las presentaciones específicas en conferencias académicas.
“Científicamente es interesante”, dijo la neuropatóloga. “Para mí, es un cerebro fascinante”.
Fuente: NYTimes