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El periodismo histórico… Por Carlos Ferreyra

Publicado por
José Cárdenas

Por Carlos Ferreya 

 

…ha sido practicado especialmente en los dos más recientes siglos. No se trata de la recreación de textos que remiten a hechos pasados, sino el registro puntual de acontecimientos de los que el periodista es testigo.

Hay un libro ejemplar –además de los dos de John Reed, en particular Los diez días que conmovieron al mundo—editado a principios del siglo XX y cuya autoría se atribuye a Egon Erwin Kirsch.

Es algo simple, hermoso por lo mismo, donde narra su experiencia en un viaje a México. Todo empezó durante unos días de descanso en Nueva York, en cuya terminal ferroviaria se le pegó “algo” en la suela, mientras observaba las manchas por toda la calzada preguntó, le indicaron que se trataba de goma de mascar, un producto de México que se procesaba industrialmente en Estados Unidos.

Decidió viajar al sur para conocer la recolección del chicle. Le había llamado poderosamente la atención que especialmente los adolescentes mascaban la goma a toda hora y en todo lugar.

Al recorrer Campeche y otros sitios del sureste, se encontró con la explotación inhumana de trabajadores, proliferación de enfermedades que causaban la ceguera, producto de la mosca del chicle y la carencia de atención del gobierno a este problema.

Posteriormente fue a Valle Nacional en Oaxaca y comprobó las condiciones de esclavitud de los hombres del campo y la monstruosa mortandad entre los habitantes del agro, especialmente niños y mujeres. Viejos, pocos, no alcanzaban edades avanzadas.

Siguió recorriendo el país y descubrió que la nuestra es una cultura de maíz, como mucho se dice. Se asombró al ver que la tortilla, base de la alimentación popular, era un pan y servía como cuchara, era el plato donde se colocaban los complementos que podían ser de carne o de vegetales era principio y fin de los mexicanos.

El libro de Kirsch es una obra motivadora. Despierta la curiosidad y orienta sobre formas y estilos para la investigación.

La gráfica que ilustra este comentario está en la biblioteca de la Universidad de Salamanca. Un claustro venerable, de maravillosa presencia, libreros de madera que se extienden hacia el cielo y que son recorridos por pasillos y barandales. Por su contenido, mucha de la bibliografía es prácticamente reservada para estudiosos tanto de temas históricos como de algunas otras ciencias.

Salamanca, la más antigua universidad Española y la cuarta europea, es ejemplo de lo que se puede saber. En el frontispicio hay tres cráneos uno de los cuales luce una rana, los turistas se apelotonan tratando de descubrir cuál es el que tiene, muy a la vista, el batracio. El primero que lo descubra será beneficiario de gratas nuevas o sorpresas inesperadas, dice la leyenda.

En el barrio donde está la Universidad se mezclaban las señoras de oficio público, las damas comunes y las finas, por lo que se estableció un código para que los caballeros no se equivocaran: a las mujeres de nula virtud en sus blusas se colocaba un triangulito café. Así, cuando alguien se iba de parrandero se decía que se iba de “picos pardos”, expresión que pasó a nuestro México.

En el aula principal de la Universidad hay una zona donde el piso de madera está gastado, hundido y se explica porque es tanto el frío de esos recintos que era indispensable darles a los pupilos cada determinado tiempo el “derecho de pataleo” para entrar el calor y reactivar la circulación. Nada que ver con ahorcados…

A los lados del aula, en dos o tres niveles, sillas con paleta para los cuijes de los estudiantes, colocados en fila sobre una viga sin respaldo y otra enfrente. Se limitaban a escuchar, que para eso llevaban a los ayudantes que hacían los apuntes que impartían los maestros.

Al frente, una silla en la que estaba quien impartía la cátedra y arriba, como trono, un sillón donde se colocaba el dómine.

Es sabido que los charros son salmantinos, esto es, que tuvieron su origen en esta ciudad conocida por su ambiente estudiantil, su plaza mayor con cafetines entre portales y en la explanada.

Los charros usan un sombrero de ala ancha pero corta en comparación a los mexicanos; ellos cuelgan adornitos como de película gringa. La chaquetilla es similar, con botonadura y los pantalones pegados terminando en una abertura similar a la de los chinacos.

Las mujeres usan un blusón colorido también con ciertos aires de china poblana. Y hay más, pero falta espacio. Mencionemos las dehesas donde los toros bravos se pasean mientras miran con indiferencia a los turistas que caminamos entre ellos, sin temor alguno. No están enojados, evidentemente.

Desarrollar cualquiera de estos temas llevaría muchas páginas y sería un trabajo muy grato. Por hoy dejémoslo en un apunte…

carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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José Cárdenas