Aun cuando en el campo científico se comente que conocemos mejor los procesos que tienen lugar en la superficie de la Luna que lo que sucede a escasos centenares de metros por debajo de nuestros pies, lo cierto es que desde su aparición en este planeta, la especie humana ha estado acompañada de una vibración destructiva producida por la Madre Naturaleza.
La sabiduría milenaria aconseja mantener el ánimo sereno ante las sacudidas telúricas, repentinas, bruscas y aterradoras. Pero el recuerdo amargo permanece cuando la experiencia personal nos ata a un destino imprevisible.
¿CÓMO BUSCAR EL EQUILIBRIO INTERNO -digo yo- SI LA CONFUSIÓN BRUMOSA Y EL DESCONCIERTO TOTAL IMPIDEN LA CLARIDAD DEL PENSAMIENTO Y LA TRANQUILIDAD ESPIRITUAL?
Según se dice, hace mucho tiempo un continente completo -la Atlántida, su vida, su cultura, sus proyectos y realizaciones, sus expectativas- desapareció en las profundidades del océano. Entonces, los griegos incorporaron al lenguaje -que es la sangre de la cultura- la palabra CATÁSTROFE (katastrophé) la expresión de la máxima violencia, lo funesto generalizado, la desgracia y el desastre total provocado por el poder abrumador de la naturaleza: el CATACLISMO.
HAROUN TAZIEFF, renombrado geólogo francés de origen polaco, nos hizo ver la hipótesis de que los actuales continentes provienen de una gran y única masa de tierra emergida (pangaea o pangea), que ha ido disgregándose gradualmente en bloques que se alejan unos de otros. Ante los efectos de un terremoto, las cifras adquieren un significado siniestro. Magnitud e intensidad son parámetros que miden la violencia intrínseca de un terremoto, desde daños leves hasta el colapso total.
El norteamericano CHARLES RICHTER y el italiano GIUSEPPE MERCALLI son los nombres de los dos científicos que están asociados a las escalas de la destrucción. ¿Cómo no prestar atención a los daños causados por los terremotos recientes en varias partes del mundo, citando los 9 grados en Japón y Haití, y en México el de los dos días 19 de septiembre (1985 y 2017) con sus grados sísmicos de intolerancia y pavor?
Para nosotros, QUIENES VIVIMOS EL TERREMOTO DE 1985 FUE UN TERRIBLE RECUERDO, UNA REGRESIÓN A UN ESTADO MENTAL. Retrocedimos inconsciente y psicológicamente a las escenas dantescas de una ciudad destruida en grandes zonas y con pérdidas de 10 mil vidas, dato oficial. Algunos medios de información registraron más de 30 mil.
Yo me desempeñaba como director de Comunicación Social de la PGR. Nuestro principal edificio en el Eje Central colapsó; pero a espaldas, en la calle de López había ubicaciones que resistieron. Allí en la planta baja instalé la sala de prensa. Los días 19 y 20 de aquel fatídico septiembre de 1985 fueron inolvidables: salir de mi oficina en la noche, caminar unos pasos hasta la avenida Juárez y detenerse a ver la devastación, la oscuridad total, los destellos de las lámparas de manos de rescatistas que, a lo lejos, trabajaban sobre los escombros, las lejanas, lejanísimas sirenas de ambulancias que ululaban, o mejor dicho, se quejaban al cielo de tal catástrofe. Nunca olvidaré aquella avenida Juárez sin luz, ni de luminarias o edificios u oficinas, nada, parecía una ciudad bombardeada. Tampoco circulaban vehículos porque los escombros de varios edificios, entre ellos el Hotel Regis impedían en tránsito. Del Palacio de Bellas Artes solo se adivinaba lo grisáceo de su mármol. Y si miraba hacia el oriente, el Eje Central Lázaro Cárdenas estaba igual. ¿Hacia dónde ir? Era una total oscuridad, debía llevarse una lámpara de mano para no tropezar, solo se veía la negrura de la noche. Fue impactante.
Suplico y exijo que se instalen todas las medidas preventivas necesarias, todas. Hay vidas humanas en juego, es necesario, imprescindible, que se enderece la conducta social. HAY QUE PREVENIR EL MIEDO, NO PERMITIR QUE SE CONVIERTA EN PAVOR Y MENOS EN TERROR.