Por cuatro décadas he impartido Teoría del Estado y Derecho Constitucional, pero nunca acaba uno de aprender. Los acontecimientos de Cataluña me han dejado en total perplejidad. Entiendo la importancia de la defensa de la Constitución y de la unidad estatal, pero me resulta cuesta arriba admitir que a golpes se frene el deseo pacífico de la gente de expresar su voluntad acerca de cómo quiere ser gobernada. La esencia del constitucionalismo occidental es el respeto a la voluntad popular, ciertamente esta debe expresarse en los términos de la Constitución y la ley. Una muchedumbre desbordada aún siendo mayoritaria no tiene derecho de imponerse, porque la democracia es el binomio de gobierno mayoritario y respeto a la ley.
El referéndum independentista convocado por el gobierno catalán efectivamente fue un desafío al orden constitucional español pero no era la violencia la fórmula idónea para contenerlo. Mariano Rajoy sostiene que la Guardia Civil aplicó fuerza proporcionada y que fue, dijo “un ejemplo para el mundo”. ¡Rediez! ¿Ejemplo de qué? Solo de incapacidad política; de autoritarismo disfrazado de orden constitucional.
Me queda claro que no todo uso de la fuerza por parte de la autoridad es condenable y que la coercibilidad es esencial al estado de Derecho, pero la proporcionalidad en el empleo de la fuerza policiaca está ligada al grado de daño o amenaza que sufren los bienes o las personas por una violencia ejercida antijurídicamente. El uso legítimo de la violencia por parte del Estado tiene como contrapartida evitar el ejercicio ilegítimo de la misma por los gobernados. Pero en las imágenes que vimos el domingo, no había una turba atacando violentamente a las instituciones, no se trataba de un motín ni de disturbios que alteraran el orden público; no había bloqueos de calles o funcionarios tomados de rehenes. Los agredidos eran ciudadanos que pacíficamente deseaban depositar una boleta en una urna. No veo por ningún lado la proporción entre una fuerza ilegal y una represión legítima. Lo que se apreció fue una actitud gubernativa fincada en el cínico adagio de: “por qué resolver con votos, lo que podemos arreglar a golpes”; macanas contra papeletas. No suena muy proporcional.
Si solo se veía a la fuerza como medio de contención de lo que sin duda era inconstitucional y había una declaración judicial al respecto, se debió haber actuado contra las autoridades rebeldes, las que con su convocatoria a referéndum abandonaron los cauces constitucionales. En vez de romper las puertas de los centros de votación, la policía pudo válidamente aplicar la fuerza del Estado a los autores del acto ilegítimo: los gobernantes de Cataluña. Existe un instrumento jurídico para estas situaciones límite. El artículo 155 de la Constitución española permite al Gobierno “adoptar las medidas necesarias” para obligar a una Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de sus obligaciones constitucionales o para evitar que se atente gravemente contra el interés general de España. Es cierto que la expresión “medidas necesarias” es extremadamente amplia, pero en el Derecho Constitucional comparado hay ejemplos del empleo de este tipo de normas para desplazar y sustituir al gobierno subnacional rebelde por la autoridad nacional. Eso podría haber sido más eficaz que la exhibición de impotencia gubernamental cuya opción fue acudir al garrote sin percatarse de que la corriente independentista, no despreciable, debe ser atendida por la política, no contundida por la policía.
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