La economía asfixia al secesionismo

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Aletia Molina

En economía hay una gran diferencia entre el riesgo y la incertidumbre. El primero se puede cuantificar y, por tanto, cubrir con un seguro. El segundo no se anticipa ni se puede respaldar con nada. Esto explica lo que ha pasado en Cataluña en las últimas semanas. La incertidumbre se ha trasladado a las empresas que, aunque no votaron en el referéndum ilegal, sí han contribuido a través de sus decisiones a estrangular el alcance del procés.

Ningún indicador lo adelantaba. Hasta el 1 de octubre, y aún hoy, los datos dibujaban un presente sólido. El PIB de la región crece un 3% anual y el paro está en el 13,2%, frente al 17,2% del conjunto del Estado. Exportaciones, turismo, comercio interior, deuda pública, déficit… ningún signo de erosión, al contrario. El tren de la política discurría por una vía y la economía por otra. Pero la crisis ha enseñado una lección que el independentismo haría bien en grabar a fuego: los mercados tardan muy poco en hundirse, y las empresas son capaces de reaccionar a la misma velocidad a la que Puigdemont declara la independencia y la suspende.

La segunda enseñanza es que, con el desarrollo del capitalismo, nunca antes el precio de la autodeterminación —en especial si se quiere conseguir por la fuerza— había sido tan alto, porque la malla que teje el dinero es muy difícil de romper. “España y Cataluña son como dos gemelos que comparten varios órganos, sus economías ya no se corresponden con fronteras medievales”, constata desde Economistas frente a la Crisis Jorge Fabra. Pone como ejemplo los sistemas energéticos: si un centro de control se apaga en Cataluña, puede faltar la luz en Pontevedra. Como el proverbio chino del aleteo de una mariposa que se puede sentir al otro lado del mundo.

Al menos esta vez, los académicos ya habían advertido lo que iba a pasar. La inseguridad jurídica provocaría el éxodo de las corporaciones, la congelación de la inversión y la caída inmediata de la confianza empresarial —dato anunciado esta semana por el propio servicio estadístico catalán y que ha pasado desapercibido en medio del caos político—. “En el marco del Círculo de Economía varios empresarios, como José Manuel Lara, anticiparon la salida”, recuerda Antón Costas, economista y expresidente de la institución catalana. “El problema es que en el mundo de la empresa no puedes estar generando amenazas constantemente”, añade. José García Montalvo, catedrático de la Universidad Pompeu Fabra, apunta que las empresas tenían planes de contingencia hace tiempo, “pero no los han activado hasta el último momento porque no se querían enfrentar a un poder que, además de legislador, en muchos casos es cliente de sus productos”.

Un premonitorio artículo publicado en este suplemento hace dos años por María Antonia Monés y Montserrat Colldeforns, doctoras en Economía por las universidades de Cambridge y la London School of Economics (LSE) respectivamente, avanzaba punto por punto lo que ha ocurrido tras el 1-O. El principal beneficio para “recuperar” los 16.000 millones de euros del déficit fiscal —un argumento que abandera el independentismo y que, pese a ser falso, el presidente de la Generalitat se empeñó en mencionar en su discurso del martes— no iba a servir de nada, decían las autoras, sin un control de costes de la segregación. Y la autoexclusión de la zona euro dispararía esos costes, que crecerían por la sensación de incertidumbre ante un futuro desconocido. “Los románticos buscan en la independencia una especie de capacidad de controlar algo”, analiza ahora Colldefons. “Muchísimas pymes, negocios que han sufrido con la crisis, tienen la sensación de que el Gobierno de España no les ayuda. Llegan a esa conclusión, tonta pero comprensible, porque aún somos una economía muy corporativa, un capitalismo buscador de favores. Esa sensación explica que parte de la pequeña empresa catalana apoye el independentismo”.

Ningún experto de los consultados cuestiona que Cataluña sea teóricamente viable desde el punto de vista económico. Lo es. Como también lo pueden ser el País Vasco, Madrid o Andalucía. “Esa no es la pregunta. Lo que hay que decirle a los ciudadanos es: ¿está usted dispuesto a ser mucho más pobre para que sus hijos o nietos estén igual?”, interroga Andrés Rodríguez-Pose, profesor de Geografía Económica en la LSE. “Las secesiones que se están poniendo como ejemplo fueron traumáticas. El PIB de Letonia dos años después de su independencia había caído un 50%. Los de Lituania y Estonia también se desplomaron”. Un trabajo suyo junto al investigador Marko Stermsek realizado en 2015 demuestra que todas las repúblicas de la ex Yugoslavia sufrieron un durísimo golpe a su PIB del cual sólo Eslovenia, Macedonia y, posteriormente —y con dificultades— Croacia, se recuperarían, mostrando en 2011 (20 años después) niveles de renta superiores a los de 1991. Eso sin hablar del coste en vidas humanas en procesos violentos; o de que, en definitiva, las comparaciones con la Cataluña actual se parecen como un huevo a una castaña.

“Una economía global, interconectada y con organizaciones supranacionales imposibilita de facto cualquier aventura secesionista”, apoya Juan Ignacio Crespo, estadístico del Estado y gestor de fondos. “El resultado de la consulta en Cataluña dijo que sí a la independencia, pero en la práctica va a ser un no por las consecuencias económicas que ya se están viendo”. ¿Tienen entonces margen los ciudadanos frente al capital? Pablo Martín-Aceña, catedrático de Economía, Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá de Henares, piensa que sí, y que el Govern lo ha demostrado actuando contra las presiones del lobby económico: “A veces olvidamos que la política tiene grados de autonomía con respecto a la economía. Caixabank, el Sabadell… sus decisiones no lo han condicionado todo”. Otra cosa es que considere la independencia una buena idea para el bolsillo de los ciudadanos. “La racionalidad y el cálculo económico han desaparecido. Los catalanes tardarían varias generaciones en recuperarse si se independizan. El nacionalismo es emoción, y los sentimientos a veces no dejan ver más allá. Además, la economía catalana ha estado irremediablemente unida a la española. Buena parte de su prosperidad partió del comercio con América en el siglo XIX tras la ruptura del monopolio que tenían Sevilla y Cádiz”.

La historia enseña otras lecciones. El punto de partida, insiste Jorge Lanchas, investigador y analista de Agenda Pública, es determinante. Más allá de que carece de estructuras de Estado, Cataluña no tiene un banco central que pueda bombear dinero a su economía, ni ayuda externa. El propio Consejo Asesor para la Transición Nacional de Cataluña decía textualmente en un informe de hace dos años que “las entidades bancarias con sede social en Cataluña” no tendrían acceso directo al crédito del BCE ante una independencia unilateral. “El secesionismo catalán ha puesto encima de la mesa que los países están mucho más integrados de lo que pensábamos, especialmente España”. La facilidad para deslocalizar sedes sociales dentro del país, lo que han hecho ya más de 40 grandes empresas, —desde Gas Natural a Planeta, Colonial o Cola Cao —, hablan de que los costes ocultos son mucho menores de los que se producen con un cambio de domicilio fuera del Estado. “Los movimientos secesionistas en países muy integrados son mucho más difíciles de llevarse a cabo, lo cual resta de facto poder a cualquier estrategia política que pretenda jugar la baza de la independencia a su favor. Cataluña no tiene estructura institucional como pueden tener el Reino Unido para el Brexit o Grecia cuando se planteó salir del euro”. Pero, como dice Montalvo, “aquél que asegure cuáles serán las consecuencias económicas de una independencia sencillamente no sabe de lo que está hablando. Es muy difícil hacer estimaciones fiables”. Y recuerda que en economías menos desarrolladas el coste de oportunidad es menor, porque los ciudadanos tienen menos que perder.

La España actual no parece estar en esa situación. Enrique Feás, Economista del Estado y coeditor del blog NewDeal, desmenuza por qué nadie va a invertir, a corto plazo, en la región. “Existe el riesgo de que el gobierno catalán exija a las empresas el pago de tributos actualmente asignados al Estado, como el Impuesto de Sociedades o el IVA, poniendo a las empresas en una difícil situación”. Si se prolonga la tensión, es evidente que a corto y medio plazo la salida de empresas será aún mayor, y la situación económica regional empeorará. “Una situación de legalidades fiscales enfrentadas provocaría que las empresas redujeran su negocio y sus activos físicos y humanos —su riesgo, al fin y al cabo— en Cataluña”. Para él es el peor de los escenarios a corto plazo. “Supone un efecto brutal para las empresas”.

Aunque eso no suceda, recuerda que cualquier crisis la va a asumir peor una pequeña o mediana empresa. “La gente no tiene muchos conocimientos y en situaciones de confusión todo se agrava. Un señor de Turquía puede dejar de comprar en Cataluña en base a lo que lee en los medios”. Un gran problema para una economía que exportó productos por valor de 65.141 millones el año pasado, más de lo que vende al resto de España (casi 40.000 millones, según la predicción de C-Intereg).

Por descontado, el resto del país también perderá plumas. El ministro de Economía, Luis de Guindos, anticipó esta semana en Luxemburgo un recorte de las previsiones de crecimiento para el año que viene (del 2,6% al 2,4%). La patronal catalana Fomento del Trabajo ya adelanta una caída del 50% en las reservas turísticas, pero los viajeros también están descendiendo en Canarias. “Sufrirán ambas partes”, proyecta el historiador económico Martín-Aceña. La intensidad del conflicto y su duración en el tiempo definirán hasta qué punto.

A corto plazo hay consenso sobre que persistirá la fuga de sedes de las empresas. “Ese tipo de decisiones estratégicas son en cierto modo irreversibles”, valora Javier Andrés, desde el departamento de Análisis Económico de la Universidad de Valencia. ¿Volverán? Depende de si continúa la inestabilidad. “El día en que La Caixa vuelva, el procés habrá muerto”, resume.

Fuente: El País

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Aletia Molina