No hizo falta llamarle por su nombre. Todos sabían a quién se refería. El expresidente George W. Bush (2001-2009) lanzó este jueves una contundente andanada contra Donald Trump. En un discurso en Nueva York, el habitualmente discreto Bush arremetió contra el aislacionismo, la xenofobia y la violencia discursiva que se han apoderado del país desde la llegada a la Casa Blanca del multimillonario. Frente a la incendiaria retórica de Trump, el antiguo mandatario, responsable de la desastrosa guerra de Irak y Guantánamo, jugó al espejo invertido y defendió la inmigración, el libre comercio y la globalización. «El fanatismo parece fortalecido. Nuestra política se ha vuelto más vulnerable a las teorías conspiratorias y los montajes descarados», remachó.
Da igual que sean demócratas o republicanos, Trump nunca ha tenido buena relación con sus predecesores. No hay día en que no ataque a Barack Obama, al que incluso acusó en falso de haberle espiado. Y a los Clinton les ha lanzado todo tipo de obuses y siempre que puede les recuerda los supuestos trapos sucios de su fundación.
Bush tampoco se ha librado de sus invectivas. En su día, Trump le echó en cara el mismísimo 11-S y la guerra de Irak, y últimamente su fallida respuesta al huracán Katrina. El aludido, pese a las provocaciones, no había contestado. Se sabía que tanto él como su padre, presidente de 1989 a 1993, no votaron a Trump. Pero poco más. El segundo plano era su lugar preferido. Hasta que el jueves salió a la palestra y dio su contestación. Una respuesta que no buscó la distancia corta, ni siquiera responder a los insultos, sino que atacó la línea ideológica del presidente. El sustrato profundo de su política.
“Hemos visto el nacionalismo distorsionarse en nativismo, y hemos olvidado el dinamismo que siempre trajo la inmigración a Estados Unidos. Vemos caer la confianza en los valores del mercado libre y nos olvidamos del conflicto, la inestabilidad y la pobreza que trae consigo el proteccionismo. Asistimos al regreso de los sentimientos aislacionistas, olvidando que la seguridad de América está directamente amenazada por el caos y la desesperación engendrados en lugares lejanos”, afirmó Bush ante un público que advirtió con nitidez hacia dónde se dirigían sus palabras.
En su alocución, el exmandatario se desmarcó del vértigo tuitero de Trump y sus continuas amenazas. “El acoso y el prejuicio en la vida pública proporcionan la excusa para la crueldad y el fanatismo, y comprometen la educación moral de nuestros hijos. La única forma de predicar valores morales es vivir en consonancia con ellos”, dijo Bush, sin olvidar la peligrosa deriva tomada por Trump ante incidentes racistas como el de Charlottesville: “El fanatismo y el supremacismo blanco son formas de blasfemia contra el credo americano; la identidad real de nuestra nación radica en los ideales civiles”.
Fue un discurso que retumbó. No por la popularidad de Bush, que sigue siendo limitada, sino porque suponía la toma de postura de un expresidente del mismo partido. Un patricio republicano al que los años de sombra han limado aristas.
Cuando en enero de 2009 abandonó la Casa Blanca, Bush era uno de los mandatarios más impopulares de la historia. Su desastrosa gestión de la guerra de Irak y las mentiras de su Administración, así como Guantánamo, los programas de torturas y su incapacidad para prevenir la crisis económica le habían reducido a una figura crepuscular. Pocos dudaban de que sus años de gobierno habían representado una era de fuerte desprestigio para Estados Unidos, y también de lejanía con los nuevos aires que barrían la nación, unas ansias de cambio que recogió a manos llenas su sucesor, Barack Obama.
Una vez fuera, Bush aprovechó para desaparecer de la escena pública. Evitó atacar a Obama, no se inmiscuyó en las grandes decisiones y adoptó un perfil difuso, del que apenas han emergido algunas actividades, como su afición a pintar retratos y unas memorias autojustificativas.
Durante la campaña se puso a un lado y, excepto para defender a los medios de comunicación satanizados por Trump, hasta el jueves no había roto la baraja. Y cuando lo ha hecho, ha sido sin perder cierta discreción, evitando llamar por su nombre al sujeto de su diatriba, pero dejando claro a quién se dirigía. Tanto, que el abandonar el evento donde pronunció su discurso, un periodista le preguntó a Bush si creía que su mensaje llegaría a la Casa Blanca. El expresidente, con una sonrisa, respondió: “Sí”. La flecha había sido lanzada.
Fuente: El País