Por Charly Pérez
Era todo un rito. El mandatario en turno era el centro de toda la atención. Salía de la residencia oficial de Los Pinos, puntual. Con la banda presidencial cruzando su pecho, orgulloso. Lo acompañaban legisladores e integrantes de la clase política que hacían una fiesta llena de color alrededor del acto. Abordaba un auto descapotable. Entonces tomaba camino hasta la cámara de diputados. Comenzaba su desfile. Era SU día. En las calles por donde pasaba la comitiva presidencial había algarabía. Él, con una sonrisa impecable e implacable, levantaba la mano y la mecía suavemente de lado a lado. Ajá, como Miss de concurso… Y la gente se le entregaba. Una viejecita burlaba la valla de seguridad –como si fuera tan fácil– y llegaba hasta él. Lo abrazaba, lloraba y le hacía alguna petición. El Presidente le acariciaba su blanca cabeza y le daba un beso en la mejilla. La anciana daba media vuelta y regresaba a su lugar. Contenta, complacida, feliz.
A su llegada al recinto de San Lázaro el festival era aún más efusivo. Lo recibía otro grupo de legisladores y lo acompañaban –en medio de aplausos, vivas, porras, felicitaciones y cumplidos– hasta la tribuna del salón de sesiones. Ahí, durante varias horas, los legisladores e invitados especiales escuchaban y aplaudían un informe sobre el estado de la nación.
El estado de otra nación, seguramente, porque nunca nada coincidía –ni coincide- con lo que se ve y se vive en este país –eso no ha cambiado–. Cifras macroeconómicas impresionantes, cero corrupción, kilómetros de carreteras construidas, hospitales inaugurados, millones de toneladas cosechadas, extranjeros expulsados, seguridad inigualable, estabilidad social, fuerza, rumbo y altura de miras –nunca he entendido a qué se refieren con eso, pero se oye bien bonito–.
Cuando terminaba la emocionante elocución, interrumpida decenas de veces por las ovaciones –muchas veces de pie– del respetable, tocaba el turno al presidente de la cámara de diputados. “Contestaba” el informe más o menos así: “Nuestro pueblo, señor Presidente, cierra filas alrededor de usted, ratifica su fe en las cualidades de estadista que lo distinguen y le reitera su apasionada confianza porque sabe que, bajo su guía, puede marchar seguro por las amplias rutas que usted le ha marcado hacia el patriotismo sin tacha, la paz dinámica, el progreso material y la superación moral…” ¡¿Qué tal?!
Luego, ya de salida, venía el episodio conocido como “besamanos”. ¿Necesito explicarlo?
Después, con las manos sudadas y las mejillas babeadas, el Presidente regresaba a su casa. Otra vez, en medio de la verbena…
¡Qué tiempos aquellos!
Pero el sueño terminó y el asunto se fue descomponiendo de a poco. Ahora el Señor Presidente ni siquiera puede entrar al Palacio Legislativo. Y no es que no pueda, más bien es que no lo dejan. Ahora tiene qué mandar a alguien a entregar el informe y organizar su discurso en otro lado… Ahora ya hasta ese al que él mandaba, manda a otro a que lleve el mentado documento. Llegará el día en que el informe llegue a la cámara vía UPS. Ya no hay desfile, ya no hay verbena, ¿auto convertible? ¡Están locos! Los tiempos han cambiado y el “día del presidente” no es ahora más que una sublime anécdota. Una anécdota que se transmitía en cadena nacional y que todo el país oía porque oía. No sé si se escuchaba, pero sí se oía. Estaba en todos lados, en todas las estaciones de radio y en todos los canales de televisión. Hoy el informe del presidente en turno no le importa a nadie. Quizá a los que nos dedicamos a esto, a los políticos, a los empresarios, al círculo rojo. Fuera de eso, a la gente de a pie le da exactamente lo mismo lo que diga, o no, el señor presidente. ¿Para qué? Ellos viven la realidad del país día con día y la palpan en la calle, en el mercado, en la escuela de los niños, en los hospitales, en el transporte público y en su propio bolsillo. ¿Para qué tantas explicaciones y discursos maquillados? No sirven para nada Enrique, para nada.
Obituario: Había una vez un partido cuyas siglas eran “PAN”, también se está convirtiendo en anécdota.