El financiamiento público asignado a los partidos políticos es objeto de enorme descontento social. Sin embargo, hay dos realidades que no deben soslayarse: no es viable nuestra democracia sin ese financiamiento, pero la pondremos en riesgo si no revisamos las condiciones de su otorgamiento. Tal revisión debe partir de tres premisas: los partidos están tremendamente desprestigiados, sus directivas y muchos de los funcionarios surgidos de ellos han labrado ese desprestigio, el costo de la democracia, particularmente, el dinero destinado a los partidos es notoriamente excesivo. Conclusión: el financiamiento público es desmesurado y parcialmente injustificado.
La indignación pública se desborda en parte porque hay razones para ello, pero también porque la cultura política es deficiente. Ni los partidos ni la autoridad electoral han logrado explicar al electorado la necesidad de ese financiamiento y las redes sociales se inundan con planteamientos tan absurdos, como absurdo es el insistir en destinar cantidades estratosféricas al funcionamiento electoral. Los extremos, como en todo, son fatales. Tenemos que comprender que privar de dinero público a los partidos los deja a merced de los más grandes intereses económicos lícitos e ilícitos. Por eso es preferible destinar parte de los impuestos a los partidos, que dejar que estos se conviertan en los operadores directos de los intereses de grandes consorcios privados.
La situación llega a niveles de farsa cuando se exige que los partidos cedan todo el dinero que reciben para destinarlo a la reconstrucción de lo perdido por los terremotos. El coraje no justifica la irracionalidad del pedimento. ¿Con qué les van a pagar a las personas que trabajan en esas organizaciones? ¿Con qué instrumentos de oficina realizarán los trámites para cumplir sus obligaciones con el INE, como la de informar sobre sus ingresos y egresos? Si renunciaran a recibir totalmente dinero público quedarían por completo en la inopia pues hay disposición expresa según la cual el financiamiento privado no puede ser superior al público, de modo que si este es cero, el otro también lo será.
Es un despropósito exigir que los partidos renuncien a todo, es demagógico que estos se digan dispuestos a hacerlo pero sin entregar en la práctica un solo centavo y es hipócrita afirmar que la ley les impide donar dinero para los damnificados. Por supuesto que hay medios legales para hacerlo como lo ha explicado Lorenzo Córdova. El pretexto, puesto por algunos, de requerir garantías de que lo aportado va a llegar a sus destinatarios, es perfectamente superable mediante la creación de un fideicomiso pactado con la autoridad hacendaria destinado al fin específico que se acuerde. Esa figura jurídica existe precisamente para eso. El colmo de la autodenigración que confirma la mala imagen de los partidos es que algunos dirigentes digan que necesitan de ciudadanos intachables que manejen los recursos. Esa es una confesión de deshonestidad manifiesta ¿pues qué no existen personas decentes en los partidos? Yo conozco muchos miembros honorables en todos los partidos. Que estos mismos lo pongan en duda para quedar bien con la “sociedad civil” es deleznable.
El manejo del dinero que se destine al noble fin de ayudar a la reconstrucción, debe hacerlo un comité técnico integrado con respetables ciudadanos pertenecientes a los propios partidos, capaces de actuar con altruismo, para así empezar a recuperar el prestigio perdido.