Había una probabilidad entre 74 de que México volviese a sufrir un terremoto que provocase daños materiales un 19 de septiembre. El pasado martes, 32 años después de la tragedia que dejó 10.000 muertos, el país volvió a temblar. Un sismo de magnitud 7,1 golpeó el centro de México, especialmente la capital, dejando cerca de 300 muertos, miles de heridos y decenas de miles de damnificados.
La sacudida trajo una ola de solidaridad que aún se percibe en las calles y no tiene visos de cesar. No hay estadísticas aún que lo puedan medir, pero las probabilidades de que un nuevo sismo vuelva a producir un vuelco de los mexicanos con su gente se podría decir ya que es casi del 100%.
Habían pasado cinco horas desde el terremoto cuando un claxon sonó entre los escombros del edificio. Era el signo de que había vida debajo de aquel amasijo de hierros y hormigón en que se convirtió el bloque de viviendas de la calle Petén con Zapata, al sur de la Ciudad de México. Ataviado con un chaleco y subido a una cubeta de plástico, Marco Antonio González, de 49 años, dirigió durante siete horas la entrada y salida de camiones, la llegada de voluntarios, las operaciones de rescate: “Aquella noche perdí la voz y tres días después todavía no la he recuperado”.
Se topó con las ruinas de aquellas viviendas tras abandonar a toda prisa la agencia de publicidad en la que trabajaba a las 13.14 del martes, el momento en el que tembló el centro del país. Fue uno de los primeros en llegar a aquella zona cero que acabó reuniendo a más de 500 voluntarios y del que todavía se siguen levantando escombros. “Solo pudimos rescatar a cinco, tres de ellos sin vida, y un perro pastor alemán”, relata entre lágrimas. Lo que no imaginaba Marco es que aquellos tres cuerpos eran el del hermano y los padres de uno de sus amigos de la Primaria.
Después de 30 horas moviendo escombros, Ismael Villegas, de 39 años, descansa deshecho en la esquina de la calle Salamanca y Oaxaca, en la colonia Roma Norte de Ciudad de México, ajeno al caos de rescatistas y voluntarios. Cuando se acerca la fotógrafa, se acomoda el chaleco para que se vea bien: TOPO. Si de algo se sientan orgullosos los mexicanos es de ellos. Y lo saben.
Surgidos del terremoto de 1985, el grupo de rescate se formó con obreros, estudiantes o electricistas que se organizaron en brigadas de rescate caracterizadas por dos habilidades; agilidad y valentía. Equipados únicamente con sus manos desafiaban estructuras que solo necesitan una mínima sacudida para venirse abajo, pero se ganaron el respeto de todos al rescatar con vida a decenas de personas.
“Estábamos aquí desde el primer momento”, reivindica Villegas. Aunque ha trabajado bajo la supervisión de la Marina, no puede evitar lamentar: “Las autoridades son desesperantes. Son muy conservadores con sus protocolos de actuación y no nos dejan trabajar bien”.
Alejandra López, de 24 años, va frenéticamente de dentro afuera gritando entre los voluntarios: palas, chalecos, guantes… lo que se necesite. Esta productora de televisión, es el enlace entre los rescatistas que están sobre los escombros y el entusiasmo popular que ofrece cualquier cosa sin orden ni concierto.
Nada más enterarse del temblor pensó que haría más falta su ayuda cerca del epicentro, en Jojutla (Morelos), un pequeño pueblo que ha quedado prácticamente destrozado, a una hora de la capital. Se organizó con un grupo de amigos a través del sistema de mensajería de Whatsapp. “Ocho horas después habíamos logrado llenar cuatro coches con ropa, mantas, medicinas y alimentos. Cuando llegamos no había llegado nadie y el municipio, donde se cayeron más de 300 viviendas, estaba deshecho”.
Los últimos días los ha pasado haciendo turnos de 15 horas en un edificio de Ciudad de México donde se cree que hay casi medio centenar de personas atrapadas. Ha conseguido cascos y máscaras gracias a un amigo que tiene una tienda de construcción y cede el material. “Me acaban de decir que necesitan arneses y mosquetones, han logrado hacer un agujero a la estructura por la que van a descender los rescatistas”, explicaba el viernes.
“Me ha impactado mucho ver a gente humilde donando todo lo que podía… Una señora me obligó a comer un tamal porque me vio aquí 15 horas seguidas y temía que desfalleciera”, recuerda. “Ese es mi México, el que se levanta y se une en las desgracias. Ahí es donde demostramos de qué estamos hechos”.
Cecilia Hidalgo Monroy, fotógrafa y empresaria mexicana, que vivió la tragedia de 1985 cuando era estudiante del último año de preparatoria (bachillerato), se lanzó a la calle nada más confirmar que su familia estaba bien. Que la casa de su pareja, Miquel Canals, hubiera sido una de las más castigadas de la avenida Ámsterdam, en la colonia Condesa, no la detuvo ni a él tampoco. «La primera imagen que me vino a la mente fue una escena del 85, cuando buscábamos supervivientes. Yo formaba parte de una brigada de rescate y nos pidieron silencio, que apagáramos las luces para ver si se escuchaban ruidos que indicasen que había alguien vivo. Y se empezaron a oír ruiditos por todas partes. Fue impresionante».
Con el mismo espíritu, 32 años después, Cecilia y Miquel se subieron a su BMW de alta cilindrada y junto a otros amigos forman parte de una brigada motorizada de suministros que opera desde el Centro Universitario México de la colonia del Valle. Las redes sociales y las dos ruedas les han permitido estar al tanto de todo lo que sucede y de cuáles eran las necesidades vitales en una de las mayores megalópolis del mundo. «La gente se vuelca. Las redes sociales son un factor nuevo y sirven de mucha ayuda, pero el espíritu es increíble, igual que entonces», dice, aunque desea que esta vez el terremoto sirva para que las cosas cambien, no como tras el del año 85. «Es lo que quiero que pase. Que tumben a estos cabrones. A muchos pueblitos aún no ha llegado la ayuda. No existen protocolos de protección civil ni transparencia en las cuentas ni información congruente. La sociedad se está movilizando porque la clase dirigente no es de fiar».
Las hojas de papel se mecen a unos metros del colegio Enrique Rébsamen, una de las imágenes más desoladoras de la tragedia. María Guadalupe M. está hospitalizada. Diego V., también. Ya encontraron a Adrián J. No se sabe nada de Diana R., sus padres no han preguntado por ella.
Nombres y nombres escritos sobre cartulinas, cajas de cartón y trozos de papel dan cuenta de la angustia tras el derrumbe de la escuela en el sur de la Ciudad de México y de la urgencia por encontrar a quienes se encontraban dentro durante el terremoto. Eso fue lo que movió a Elena Villaseñor a crear un registro de los desaparecidos, los heridos y los muertos en la emergencia a partir de la información que proporcionaban amigos y familiares: “Me faltaba mi hija, que estudiaba en el colegio de atrás, y cuando vi todo el caos en el Rébsamen, supe que no podía quedarme parada”.
El sistema de Villaseñor era, a primera vista, indescifrable, pero ella logró identificar a prácticamente todos. No durmió en 24 horas, en la noche que siguió al sismo. Ha sido crucial en las primeras horas, un salvavidas para decenas de personas que se abrían paso en un mar de confusión y que no encontraban a sus hijos, a sus hermanos, a sus amigos.
“Han sido los padres los que, en medio del dolor, nos han confirmado la muerte de sus hijos, son momentos en los que no te puedes quebrar”, contaba entre lágrimas. 48 horas después seguía al pie del cañón, vencida por el cansancio. 19 niños y seis adultos murieron. Ya no queda ninguna posibilidad de rescatar a otro alumno: “Es momento de que me vaya a casa”.
Cae la noche y los focos del cine mexicano alumbraron los rescates. La noche del terremoto, el productor Nicolás Celis, de 30 años, envió plantas de iluminación al derrumbe del edificio en Laredo y Amsterdam, en la colonia Condesa. También llevaron walkie talkies para comunicarse en un momento donde la mayoría de redes de telefonía móvil estaba caída. “En el cine lo más importante es la comunicación”, recuerda el productor de Pimienta Films.
Celis produjo Roma, la más reciente cinta de Alfonso Cuarón. El equipo de producción se volcó en ayudar a Chiapas y Oaxaca tras el sismo del 7 de septiembre. El nuevo terremoto los sorprendió mientras preparaban un tráiler con seis toneladas de ayuda para el sur. Entonces enviaron los víveres a Morelos y a centros de acopio de Ciudad de México. También donaron siete plantas de luz para facilitar los rescates a los voluntarios. “Hemos construido la confianza porque sí entregamos la ayuda”, añade.
A Celis se le unieron otros jóvenes cineastas: Víctor Leycegui, Pablo Zimbrón, Marco Polo Constandse y Gerardo Gatica, entre otros. El desastre obligo a muchos a postergar sus proyectos. Los permisos de filmación se han suspendido hasta el 25 de septiembre. El propio Celis desechó un documental que iba a rodar en Amatlán (Morelos) con el grupo de jazz Medeski, Martin & Wood. Todos se enfocaron en apoyar. El Centro de Capacitación Cinematográfica dio sus luces para iluminar rescates. Los productores aportaron su experiencia organizativa en una contingencia donde la solidaridad ciudadana se ha desbordado de manera caótica. “Estamos muy unidos solo con estar organizados”.
Juan Lara, de 49 años, se puso al volante de su automóvil de Uber en cuanto dejó de temblar la planta en que trabaja en Toluca, en el Estado de México. Durante las siguientes eternas horas, recorrió Ciudad de México para prestar su ayuda a quien la necesitara. Se convirtió así en los ojos de aquella noche de caos y solidaridad.
Transportó víveres y dio conversación a los pasajeros que estaban más nerviosos. Llevó hasta la colonia Benito Juárez a cuatro jóvenes con palas y picos y se transformó también en guardián de los más desvalidos cuando una mujer en la Condesa le pidió que llevara a su padre, ya mayor, a un lugar más seguro: “Le encargo a mi papá, asegúrese de que llegue bien, por favor”, le rogó.
En Ciudad Universitaria, vio como numerosos jóvenes se organizaban como brigadistas para ofrecer su ayuda en las distintas tareas de rescate, acopio y asistencia en el Estadio Olímpico. “El temblor ha sido un regalo para los jóvenes porque les dio la oportunidad de ser útiles a su sociedad. Se sintieron identificados con su país y orgullosos de ayudar al prójimo”, analiza. Además, Lara está convencido de que esta catástrofe marcará un antes y un después en la relación de los jóvenes con el Gobierno, porque si algo ha quedado claro con el desastre es que “la sociedad civil ha superado a las instituciones públicas”.
A sus 55 años, José Rubén Vega va por su tercer gran terremoto trabajando sobre el terreno. El director médico del Sanatorio Durango, uno de los hospitales más cercanos a los edificios que colapsaron en las colonias Condesa y Roma Norte, estaba en su despacho —en una octava planta de un bloque próximo al centro hospitalario— cuando la tierra empezó a temblar.
Desde muy pronto supo de la gravedad del suceso y empezó a coordinar las labores de evacuación y de preparación de un hospital de campaña en pleno camellón (bulevar) para alojar a los pacientes que habían tenido que ser evacuados. Rociaron el suelo de cloro para sanitizarlo e instalaron un hospital improvisado en plena calle Durango. Dentro del centro, seis quirófanos a pleno rendimiento se empezaron a preparar para atender heridos.
Todo sucedió a un ritmo frenético. “Las cinco primeras horas fueron caóticas en los alrededores, pero en ningún momento se perdió el control: ni con los pacientes que habían llegado antes del sismo, ni con los que traían de los edificios colapsados”, señala orgulloso. Su formación como médico militar y su experiencia anterior —vivió in situ los sismos de 1985 en la Ciudad de México y de 1995 en Colima— hizo el resto: coordinó al equipo —médicos y enfermeros que, como él pasaron horas sin dormir— como si de un batallón se tratase y se remangó para tratar los casos más graves. Solo tres pacientes, quienes llegaron al hospital en estado crítico con múltiples traumatismos, fallecieron. Casi una treintena salvó la vida.
El día después, el miércoles, cuatro activistas se reunieron en la sede de Horizontal, un pulmón de acción cultural y política en la ciudad. Volcaron sus agendas con la intención de tejer una red de información. Todo estaba aún muy revuelto y querían saber qué estaba pasando. Al día siguiente, se unieron un grupo de programadores, hackers, un colectivo ciclista y más organizaciones amigas. Juntos levantaron un mapa colaborativo, fiable y geolocalizado que marcaba los puntos más rojos de la tragedia y conectar la ayuda. Así nació Verificado, un sistema que ha terminado siendo utilizado por el servicio federal de emergencias y alabado hasta por la Nasa.
Gisela Pérez de Acha, de 28 años, periodista y abogada especialista en derechos digitales y joven veterana del activismo pro libertad de expresión y género en Internet, estuvo allí desde el principio. “No sentía una organización colectiva que integrara redes virtuales con redes físicas como ahora desde Yo soy 132 [un movimiento estudiantil contra la candidatura de Enrique Peña Nieto en 2012]. El objetivo principal ha sido organizar los datos y la información para detectar daños y saber dónde la ayuda es más efectiva”.
Diariamente, unas 50 personas, organizadas en tres mesas, se dividen el trabajo: la programación dura, la recepción de información por parte de la red de ciclistas, formularios online o llamadas telefónicas, y la validación de información que venga de otras fuentes. Sus tentáculos han llegado hasta el Gobierno de la capital, que les ha compartido sus bases de datos sobre alberges, centros de acopio y otros servicios de emergencia. Y han conseguido que Google les dé acceso a las tripas de sus mapas para afinar la plataforma y la aplicación. Porque no esto no acaba aquí.
El terremoto no solo golpeó a la capital. En Atzala (Puebla), Lorenzo Vázquez preparaba la única misa de la semana, un bautizo en la iglesia. Estaba leyendo el salmo de la misa cuando todo se empezó a mover. Con rapidez pidió calma y arrimó a su compañero sacristán Sergio Montiel a una columna de la construcción. Todo se derrumbó y Lorenzo esperó a que el terremoto pasara. “No salimos cuando estaba temblando, salimos después”, cuenta. Mientras habla, voltea a ver la iglesia en ruinas —sin techo y sin torres— como si no creyese que estuvo allí dentro y que salvó la vida.
Once personas murieron cuando el pesado techo cayó directamente sobre ellos. Él todavía tuvo la fuerza para rescatar a quienes resultaron malheridos. No sabe de donde saco las fuerzas pero está seguro de que su fe tuvo que ver con ello. “Es la gracia de Dios y si él nos dejó vivir es por algo. Hay que seguir y ser fuertes”.
Fuente: El País