Eduardo Andrade Sánchez
La política es un arte. En todo arte hay exponentes excepcionales que alcanzan reconocimiento universal; son genios que aparecen dos o tres en cada siglo y se convierten en paradigmas de su actividad, en la cual militan también muchos con mayores o menores habilidades y otros más que apenas alcanzan la condición de artesanos. Todos ellos tienen algo en común, el conocimiento, así sea elemental, de las técnicas básicas del arte al que se dedican y del empleo de los utensilios o herramientas requeridos para realizar sus obras.
En el caso de la política, cuyo ejercicio se remonta a la más lejana antigüedad bajo reglas similares, sucede lo mismo, por eso llama la atención lo aterradoramente contradictorio que resulta el discurso de aspirantes a puestos de elección popular que se promueven con la expresión “no soy político” vendiendo como virtud el desconocimiento del arte que pretenden ejercer. Las candidaturas “independientes” parten de asumir que practicar el arte de la política es nocivo y que la sociedad debe buscar inexpertos para confiarles el gobierno.
No desdeño la razón de ser de este contrasentido, es claro que hay políticos profesionales que no saben ejercer su oficio, que lo corrompen y lo desprestigian pero también hay quien ejerce otras profesiones en las que se producen los mismos vicios. Existen médicos incapaces, abogados corruptos o mecánicos abusivos, por ejemplo, pero eso no conduciría a nadie en su sano juicio a buscar al más desconocedor de la medicina para que le practique un cirugía o llevar a reparar su auto con quien le asegure que no sabe ni jota de mecánica.
Los peligros de confiar la conducción de un grupo social a un inexperto se han elevado potencialmente con la llegada de Trump al poder. Su evidente ignorancia de las formas, su incapacidad para integrar un equipo estable y su imprudente manejo de la comunicación están poniendo en peligro no solamente a los estadounidenses que votaron por él, sino también a gran parte de la población mundial contra la cual repercuten sus barbaridades y desaciertos que surgen del desconocimiento de la realidad y de sus fobias y prejuicios ajenos al tamiz de la racionalidad y la congruencia ideológica. Su más reciente desquiciamiento tuvo que ver con la justificación de la actitud supremacista blanca.
A propósito de estas circunstancias el ideólogo de la izquierda norteamericana Noam Chomsky en un texto adicionado a su obra ¿Quién gobierna al mundo? nos ilustra sobre la existencia de estudios que muestran como la doctrina de la supremacía blanca mantiene un poderoso atractivo en la cultura de los Estados Unidos incluso, subraya, más arraigado que en Sudáfrica. Explica que este fenómeno se vincula con la disminución de la población blanca que en unas dos décadas constituirá una minoría de la fuerza laboral y poco tiempo después se volverá minoritaria respecto del total de habitantes de ese país. Chomsky aprecia que Trump explotó los temores de esta parte de la sociedad que se percibe sitiada por las políticas favorables a las minorías, protegidas por élites intelectuales que desprecian el patriotismo, el trabajo duro, la religiosidad y los valores familiares, llegando a la conclusión de que su nación se desvanece frente a sus propios ojos. Este grupo que creyó en las fantasías del inexperto magnate pronto verá que la tierra prometida del regreso de las factorías y la reposición de sus empleos es un espejismo, para entonces los demonios desatados del fascismo propiciado por Trump pueden ser imparables.