Carlos Ferreyra
Pequeños, nos enviaban a la doctrina a un salón adayacente a la nave central de la Iglesia cercana a casa. O de plano en el domicilio de la madrina Virgen que nos hacía repetir como mantra sagrado: Dios está en el cielo, la tierra y en todo lugar.
Nos tronaba el cráneo porque no cabía en nuestras entendederas tal diseminación de una personalidad. Y la explicación era de una simpleza absoluta: es un acto de fe y así debe aceptarse, decía la madrina. O la catequista del templo de La Merced, vecino a mi escuela primaria, la Federal “Tipo” David G. Berlanga.
Toda la doctrina la memorizábamos con un sonsonete muy curioso, como motetes de coro monástico. Apenas en la puerta de salida de plano no habíamos entendido lo que pensaban nos habían enseñado ni mucho menos lo recordábamos. Una sola forma: repetir el cántico y así pronto estábamos listos para la ceremonia de Primera Comunión.
Entre la escuela, la madrina y la casa, estaba el templo de la Virgen de la Soterraña, una deidad de procedencia ignota que no sólo ha merecido un enorme templo sino además un barrio y una plazuela que es, exactamente, en donde pasé los años felices de la infancia.
En ese sitio, en el que se practicaba algo que llamaban el “Trisagio”, rito del que nunca nadie me supo explicar de qué se trataba –mi abuela paterna, Chite, era concurrente infaltable—había dos sacerdotes, como en la policía, el bueno, noble y simpático, y el vejete malhumorado y agresivo.
El primero dedicaba sus tardes a esperar la puesta del sol en una de las bancas de cantera del Jardín de la Soterraña que creo formalmente era Plazuela de Rayón. Rodeado de mocosos, narraba leyendas locales, casi todas de terror que nos mantenían con las piernas arriba de la banca por miedo a que abajo un mal espíritu nos jalara.
Y luego, en casa, tapados hasta la cara sin atrevernos a respirar. Pero era muy divertido, muy cordial y estoy seguro pensaba que con esos cuentos nos mataba el miedo… pero no, nos mataba de miedo.
En contraste, el otro sacerdote era pequeño y magro de carnes. Nervioso hasta en sus movimientos y cada que podía soltaba una retahila de regaños a un feligrés de la manera más ostentosa del mundo. Para que en la vergüenza encontrara la penitencia, según él.
Mi madre se esmeró en el traje con que tomaría mi primer sacramento. Un pantaloncillo corto de casimir azul oscuro y una blusa abullonada. Los hombros como camisa de mosquetero, las mangas amplias, mucho, cerradas en las canillas con un adorno ancho lleno de botones.
Hace poco descubrí una foto de esa ceremonia, pero no se las voy a enseñar, porque lo que quiero platicar es que el día anterior, en la noche, hice un berrinche. O le dí una respuesta majadera a mi madre, o le grité a mi hermana o me pelee con mi hermano,
El hecho es que la sombra del demonio se cernía sobre al hasta entonces impoluto jovencillo. Por órdenes de mi madre acudí a La Soterraña a buscar al cura para platicarle mi desazón. El chaparrín me recibió en medio del pasillo central de la nave, me escuchó.
A gritos me dijo que eso era un pecado venial, que para qué lo hacía perder el tiempo, que si lo seguía molestando no me daba la comunión, que me fuera de inmediato y no sé qué más. Yo estaba aterrorizado y salí pitando a casa, dos calles escasas donde recé lo que entre alaridos el cura me ordenó.
Al día siguiente todo fue fiesta: con mi maravilloso disfraz de casi espadachín, mis entonces bonitas piernas al aire, los botines de charol, la liga a media manga con adornitos celestiales, mi enorme vela con flores, mirada seráfica, adormecida, me llevaron al estudio fotográfico Tinoco, de un pariente no muy lejano donde tomaron la gráfica inmortal.
Después de la Primera Comunión todo fueron tropiezos con Pedro y su Iglesia, así hasta alejarme de la institución aunque no de unos pocos, poquitísimos sacerdotes a los que admiro su fe en los dogmas y su poca confianza en la ciencia. Cuestión de visiones…
Y no olvido, en instancia final, la expresión habitual de los curas que cuando se les pedía orientación sobre determinado problema, como respuesta institucional (digamos que no comprometida), con la mirada al cielo, las manos enlazadas en oración y con voz suave, repetían: “Hijo, los caminos de Dios son inescrutables”.
O sea, no te compliques y deja que las cosas se resuelvan como puedan…