Por Carlos Ferreyra
Así, de botepronto, el primer fetiche nacional (cuando todavía no éramos una nación), sería Quetzalcóatl, el hombre blanco y barbado que llegaría de occidente o algo así, nos enseñaban en primaria.
De allí para acá se sucedieron una serie de próceres elevados a los altares patrios y aún a los altares sagrados, que hicieron compartir glorias desde perspectivas diferentes al padre Pro y a Benito Juárez o a Plutarco Elías Calles.
Antes, claro, hubo un Porfirio Díaz, héroe de La Carbonera luego degradado a dictador gracias a su aferramiento al hueso presidencial, con obras y realizaciones que no alcanzaríamos a concebir en esta etapa de modernidades democráticas y alcances globales.
Imposible mencionarlos a todos, pero partamos de Lázaro Cárdenas, el santo laico que nos dio patria y esperanza pronto arrojada al tacho de los desperdicios (expresión de cuento clásico de principio de siglo XX) con la entrega del poder a un grupo castrense de mafiosos poblanos y éstos heredando a abogados de gran ambición económica.
A cada presidente lo hicimos un fetiche. Lo idealizamos, le levantamos monumentos le dedicamos calles, estadios, parques y obras de beneficio social como hospitales, escuelas y más.
Calles en las que, como decía Nikito Nipongo, Raúl Prieto Río de la Loza cuyo progenitor, Sotero Prieto, tiene su nombre impreso en una rúa de colonia proletaria: sólo lo mencionan cuando un perro miserable, un cerdo asqueroso comete allí un crimen, expresiones habituales del escritor.
Las cotas del poder tienen un encanto particular y como consecuencia nos llevan a idolatrar a los que alcanzaron tales alturas. Cierto. Al margen o en el entorno, nacen y crecen las rémoras que se contagian y se muestran como parte de esos poderes-
Muchas hacen su propia imagen y otros simplemente se suman. De los modernos el más notable quizá fue Fernando Gutiérrez Barrios, ex militar, ex director de la Dirección Federal de Seguridad, captor de Fidel Castro y su grupo rebelde, ex titular de Gobernación, ex gobernador de Veracruz y, afirma la voz popular, el más grande conocedor de las entretelas de la delincuencia y de la política y los políticos.
Tan sabio que nunca previó su secuestro, no lo pudo resolver y después de un inconcebible rescate en dinero, tampoco pudo conocer a los autores, atraparlos y regresar el dinero de los contribuyentes. Bien sabio, pues.
Otro ícono de la política nacional, Javier García Paniagua, hijo del secretario de la Defensa en 1968, Marcelino García Barragán, ex subsecretario de Gobernación, director Federal de Seguridad, el senador más joven (se debió alterar su acta de nacimiento para que cumpliera con el requisito de edad), presidente nacional del PRI y aspirante presidencial.
Se separó de la política cuando sus expectativas no fueron cumplidas y sus pares del tricolor lo desecharon como posible abanderado a Los Pinos.
No llegó más que externar su inconformidad, porque detrás había un diagrama –copia en poder del Senado—de solecitos enviados desde la DEA en Estados Unidos en el que a partir del rancho Las Cabras, del gobernador de Sinaloa, Antonio Toledo Corro, derivaban otros ranchos, entre ellos el de Marcelino el hermano mayor y el del propio Javier, como productores de Mariguana, todos, situados entre Jalisco y Michoacán.
Delicado el asunto, culminó con el asesinato en Guadalajara durante el día, en plena de calle con siete balazos al hijo de Javier con apellidos García Morales, al que la DEA tenía levantado un larguísimo expediente que México no aceptó.
Bueno, éstos al menos tenían una historia, pero en la actualidad se necesita sólo una gran boca, un vacío absoluto en la caja craneal y una ausencia absoluta de materia gris. O neuronas, como guste.
Ejemplos hay muchos, pero me gustan el Bronco y el Fox, seres ejemplarmente carentes de toda autocrítica que a uno lo hace presidenciable y al otro salvador de la patria desde la trinchera en que se encuentre. Vociferantes, despojados de conocimiento de las ciencias administrativa y política, pasan por el mundo enganchando inocentes, o quizá seres tan descerebrados como ellos y ven al futuro donde hay una Silla del Águila.
Por todos lados proliferan estos patriotas y todos exhiben sus cartas impolutas, blancas, sin mancha, ante un sistema corrompido por los partidos que se han convertido en negocios privados de mafias familiares. Ya nadie más tiene cabida sino los que ellos deciden.
No creer en Álvarez Icaza es pecado mortal, igual si se cuestiona a Narro, se duda de De la Fuente, o se provocan risas con “El Jaguar”. De las damas, Polevnsky que no se llama ni se apellida así, y que ha surgido de la mano del Peje, nuestro fetiche más acabado, heredera de los Ávila Camacho y acusadora de su padre de haberla violado. Así lo dijo ella.
La indígena hidalguense, la Chochil, con encantador pelo rubio dorado y que estará enfrentando señalamientos de haberse birlado 98 millones de pesos. Pero hoy todos la ven como la sucesora de Miguel Ángel Mancera, otro invento de la voz popular, inservible como lo demuestra el día a día.
Y bueno, el espacio se agota, habrá ocasión de seguir buscando a los productos de la imaginación, podríamos asegurar, de un reducido grupo de periodistas que se hicieron o fueron amigos de los mencionados y les han creado la imagen de políticos serios, patrióticos.