En el castellano hay palabras que, al paso de los años o como resultado de la necesidad de la época, se van creando; se les llama neologismos, o sea, palabra nueva. Las necesidades de la época las va marcando, casi siempre, la tecnología. Así con la aparición de las comunicaciones rápidas se fueron creando neologismos que hoy son palabras del hablar diario: telégrafo, teléfono, telemetría, televisión, télex, telefax, telefoto, telemática, etcétera, todas ellas utilizan el prefijo “tele” que significa “a distancia, lejos”. Al proceso para crear nuevas palabras o neologismos mediante prefijos se lo conoce como prefijación. Es muy común hoy en día formar palabras nuevas, crear, inventar. Todo ello va marcando el signo de los tiempos, la vorágine que nos devora diariamente y que afecta, sobre todo, el lenguaje.
Por inconsistencias de un iluminado, México entró desde hace 10 años en una guerra contra la delincuencia organizada y el tráfico de drogas. No es una guerra que tenga como fin el llamado “espacio vital”, pretexto de miles de contiendas habidas a lo largo de la historia. Tampoco estamos inmersos en una guerra por distintas ideologías políticas, religiosas o sociales, como ocurre en el mundo hoy en día. Es una guerra que no se planeó, ni se establecieron parámetros de inteligencia para conocer la estatura del enemigo, simplemente se declaró y ya. Es una conflagración tan virulenta que en el lapso de esos 10 años ha producido miles de víctimas, 50 mil, 70 mil, 100 mil, no se sabe ya. Un gran porcentaje son inocentes.
Jean Meyer Barth, historiador mexicano de origen francés nacido en 1942, dice en su libro La Cristíada, que se calcula que en la llamada “guerra de los cristeros”, que transcurrió en México de 1926 a 1929, murieron entre 25 y 30 mil cristeros. Fue un conflicto producido por la ideología religiosa.
O sea que nuestro problema, que no tiene para cuando acabar, tiene un enemigo que no conocemos porque posee miles de cabezas y dejará un penoso mensaje en los libros de historia nacional. En estos días estamos descubriendo con prodigalidad que la Ciudad de México está inmersa en la distribución de drogas.
Ahora bien, este conflicto contra las huestes del narcotráfico ha producido vocablos nuevos con prefijo. Hay un prefijo de moda: “narco”. Y así escuchamos y leemos a diario, una y mil veces palabras nuevas, neologismos también tristes y angustiantes: “narcotráfico, narcomenudeo, narcoterror, narcocorrido, narcobanda, narcomanta, narcotúnel, narcomensaje, narcofosa, narcolista, narcoviolencia, narcoterritorio, narcociudad, narcoejecuciones, etcétera”. Estos neologismos detallarán, al paso del tiempo, una etapa del México del tercer milenio. Nuestros descendientes podrán decir que nosotros vivimos en Narcotitlán o en Narcolandia.
Los delincuentes obtienen riqueza y poder explotando inmisericordemente al ser humano en su integridad física, en su libertad y en su patrimonio y aprovechando las deficiencias que tienen los gobiernos en el cumplimiento de la ley. Las organizaciones criminales cultivan una imagen de omnipotencia e invulnerabilidad, pero son autodestructivas y manipuladas por la ambición.
En realidad el delito organizado es un fenómeno fundamentalmente imperfecto. En el año 2000, el criminólogo Rafael Ruiz Harrell, hoy desaparecido, decía que “la criminalidad ha crecido tanto, es a tal grado violenta y es tan poco lo que se está haciendo para restablecer el imperio de la ley, que México puede llegar a ser ingobernable”.
¿Qué diría Ruiz Harrell si viviera?