Carlos Ferreyra
Llamé a la China Mendoza para comentarle que a partir del día siguiente estaría como reportero en el naciente “Unomásuno”. Le expliqué con brevedad mi desairada salida de “El Sol de México” a lo que respondió:
–Óyeme es una gran alegría, estarás con tus pares del viejo “Excélsior”, pero dime, ¿quiénes dirigen?”
–El director, Chinita, es Manuel Becerra Acosta y el subdirector un señor de nombre Carlos Payán de quien no tengo la menor idea de dónde salió.
Unos segundos de meditación de la escritora, entonces editorialista en el “El Sol”.
–Manuel un periodista de excepción, sin duda, pero Carlos Payán… ¿Carlitos Payán, el que era tesorero del Infonavit? ¡Ay! Tan buena persona, pero qué sabe de periodismo…
Por ahí más o menos fue la charla que me dejó con una curiosidad que pronto pude satisfacer: en el periódico quien me recibió fue precisamente el subdirector, entonces en un edificio que en la plana inferior tenía un taller de impresión.
Ruidoso, incómodo y con frecuencia los cuatro, cinco pisos debían subirse a pata porque los elevadores, eran ocupados para el transporte de materiales, rollos de papel y demás.
Con gran amabilidad, cordial y afectuoso, me dio la bienvenida Carlos Payán. Intercambiamos algunas frases y fuimos con el director que me pidió buscar a Marco Aurelio Carballo para recibir mis primeras órdenes de trabajo.
Un roce inicial, sin magulladuras, y luego la instrucción de no desperdiciar a un reportero con experiencia enviándolo en forma permanente a la guardia nocturna. Así fue y así inicié mi viaje por ese diario, viaje que tuvo mucho de grato y muchísimas amarguras.
En las reubicaciones internas y seguro por mi larga experiencia como corresponsal de agencia en casi todos los países del subcontinente, un buen día me encargaron de la sección internacional, donde Blanch Petrich y otros más –quiero pensar que también Eduardo Mora—eran redactores.
Sin duda los mejores especialistas en los conflictos centroamericanos que llevaban al día no sólo en agenda sino en la memoria. Insuperables.
Dos hechos me hicieron pensar que el periódico era un poco igual a los demás, pero sólo con un tinte progresista que le imprimían sus reporteros y editores, varios de los cuales de procedencia centroamericana y de origen revolucionario. Asilados, pues.
Blanche pidió permiso y una tarjeta de telecomunicaciones para enviar material desde El Salvador, a donde pensaba viajar en sus vacaciones. Se propone al director, que se desternilla de risa al suponer la consecuencia de una corretiza del Ejército y Blanche tratando de eludirlos.
Con resentimiento le aclaré que había personas a las que no confiaría que me compraran un refresco en la cantina porque se pierden. Y que se trataba de mi sección, de mi responsabilidad y mi opinión era sí.
Allí comenzó su exitosa carrera como reportera internacional Blanche. Cada día superior, cierto, pero siempre apegada a las enaguas del poder.
Había un joven cuyo nombre no guardo en la memoria, pero que cayó asesinado bajo las balas criminales de las tropas. Un escándalo que se extendió hasta la redacción del periódico donde se supo que el desconocido periodista era o pretendía ser el corresponsal en Chihuahua.
¡Maravillosa oportunidad! ¡Oro molido para la promoción del diario!
Había que aprovecharlo como fuese. Recuerdo que incluso se obtuvo la colaboración del gobierno para que facilitase un avión. Al que se trepó… Carmen Lira.
Gran despliegue de información, meritorio interés del sector oficial por resolver con prontitud, sin obstáculos, desde los trámites de autopsia hasta los de repatriación de los restos del joven asesinado.
Me pareció tan excesivo lo que estaba pasando, que me desentendí del asunto todo lo que pude. “era enviado del periódico” y yo, jefe de la sección, no tenía la menor idea. Ni había expedido tarjeta de telecomunicaciones a su nombre.
Aclaro: las tarjetas eran para comunicarse entre el país en que se estaba y el diario que representaba. Eran pues personales y sólo bajo solicitud del medio interesado.
Entre homenajes, cónclaves internos casi de organización secreta, salí a tomar café con Santiago, un ex reportero de “Novedades” del que su padre había sido director.
Allí y por no dejar le pregunté por el joven en cuestión. Con fastidio, casi encabritado, sacó de su saco un cheque y me lo mostró: 70 pesos a nombre del en esos momentos homenajeado.
Y me aclaró que era el único dinero que se le iba a pagar por unas informaciones procedentes de la frontera. Nunca se le pagó ni reconoció. Santiago, furioso, me comentó que guardaría hasta el fin de sus días ese cheque, como testimonio de la poca estima y de la manipulación de que son objeto los reporteros.
Los dos recuerdos aquí citados, son de los muchísimos más que en ocasiones me hicieron cuestionar si estábamos en el lado de los buenos o sólo los aprovechábamos.