Benjamín Torres Uballe
En México, pareciera que desde hace tiempo se llegó al punto de ver relativamente normal hechos aberrantes, como el asesinato de 28 reos en un penal de Acapulco; de saber que Las Varas, un pueblo de Chihuahua, fue escenario de un enfrentamiento entre integrantes de cárteles rivales que arrojó 15 muertos; incluso de la masacre en Huehuetlán El Grande, Puebla, donde un comando terminó con la vida de nueve personas. Todo en una semana y, además, en un año que se perfila como el más violento de la historia reciente y en el cual el gobierno ha fracaso estrepitosamente.
Los hechos son terroríficos y se enmarcan en la virulenta pandemia que arrasa con el estado de derecho desde el sexenio pasado. Es cierto, la violencia generada por el crimen organizado se exacerbó durante la administración de Felipe Calderón Hinojosa, tras lanzar a las calles, sin una adecuada estrategia, al Ejército mexicano para combatir a las organizaciones del narcotráfico.
Desde entonces, y hasta la fecha, se cuentan por miles los muertos a causa de un fallido plan para enfrentar el complejo problema que representan esas bandas criminales. Corrupción e incapacidad en los tres niveles de gobierno, policías y algunos elementos de las Fuerzas Armadas incrementan de manera sustancial los obstáculos para intentar erradicar la cada vez más intensa ola de violencia. A causa de ello, de las irrefutables cifras delincuenciales, es que nuestro país fue considerado en 2016 como el segundo país más violento en el mundo, según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) de Londres. Hace unos días, Donald Trump lo recordó.
Negar lo evidente es en vano y resulta muy desafortunado. México se ahoga con sangre de quienes han decidido estar del otro lado de la ley, pero también, lamentablemente, de ciudadanos honestos y trabajadores que caen abatidos por los primeros. Hoy, la principal demanda de la sociedad es seguridad, una obligación inalienable del Estado. No en vano, amplios sectores de la sociedad consideran que el gobierno federal debe establecer como prioridad terminar con la inseguridad que campea en la República, incluso por arriba de las publicitadas reformas constitucionales.
Por ello, no extraña que a la pregunta planteada por la organización Semáforo Delictivo, respecto a cuál ha sido el comportamiento de la seguridad en México durante el último año, el 79% de los participantes (8 de cada 10) haya respondido que ha empeorado. Ésa es la percepción social en un tema que se convirtió en horrenda pesadilla que la actual administración federal no tiene la menor idea —de acuerdo con las cifras oficiales de la incidencia delictiva— de cómo solucionar.
A la ineptitud de las autoridades para acabar con el dantesco infierno que padece la población mexicana a causa de la violencia, deben agregarse los peligrosos delincuentes que se “fugan” de las cárceles y los que son liberados “misteriosamente” por el sistema judicial, con pretextos y argumentos legaloides que finalmente resultan una terrible ofensa para el ciudadano común.
Últimamente, y ante el alarmante crecimiento en la incidencia delictiva nacional, los gobernadores y el jefe de gobierno de la Ciudad de México achacan esto al nuevo sistema de justicia penal acusatorio, el cual, a decir de aquellos, permite liberar a criminales que pronto regresan a las calles a delinquir. Incluso, Miguel Ángel Mancera Espinosa, actual presidente de la Conferencia Nacional de Gobernadores (Conago), advirtió la semana pasada que unos 4 mil presos podrían salir libres con el referido sistema, luego de una resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Hay legisladores que participaron en la aprobación del nuevo sistema de justicia penal y que de inmediato se sintieron aludidos. Uno de ellos es el presidente del Senado, Pablo Escudero Morales, quien calificó de “equivocadas aquellas declaraciones que culpan por el incremento de los delitos en los últimos meses, a la implementación del nuevo sistema penal acusatorio; y aseguró que, ante estas lamentables aseveraciones, es claro que las autoridades simplemente pretenden evadir sus responsabilidades respecto al aumento de la inseguridad en sus entidades”.
Sumergidos en los acostumbrados dimes y diretes, los actores políticos, que de una u otra forma están obligados a otorgar la tan anhelada seguridad a los mexicanos, simplemente se echan la culpa unos a otros de manera irresponsable, mientras en las calles, los hogares, los negocios, el transporte público, los cajeros automáticos y los centros comerciales la muerte acecha a cada ciudadano por una violencia demencial que afecta a todos, excepto a los cínicos integrantes de la clase política —como el yerno de Manlio Fabio Beltrones—, quienes viven en una fantasiosa burbuja dentro de un México sangriento que les resulta ajeno, pues viven protegidos por guaruras y llenos de privilegios. Quizá por eso se entiende que minimicen los ríos de sangre que inundan el país.
Mientras escuchamos las sandeces de funcionarios intentando esquivar su ineludible responsabilidad por la barbarie que cada día tiñe a México de rojo, nos llega la noticia de que en la zona metropolitana de Jalisco, la noche del domingo, ocurrieron siete muertes violentas, donde tres de los cadáveres fueron colgados de un puente vehicular con narcomensajes clavados en el pecho. Esto no sorprende, se volvió rutinaria costumbre en el segundo país más violento, donde el gobierno es un aterrado, pusilánime y negligente espectador. Los números no mienten.
Bien lo dijo ayer la Iglesia católica: “No hay un rincón en el país donde un mexicano pueda sentirse seguro y vivir en paz”. ¿Alguien en el equipo peñista se atreverá a refutarla?
@BTU15