Hoy que Venezuela, hermano país, se debate en una crisis democrática y política, quiero extraer de los recuerdos, uno de los más importantes, Rómulo Gallegos.
Rómulo Gallegos, como tantos notables escritores, hizo posible que los latinoamericanos conociéramos mejor el solar de nuestros antepasados. Su presencia y su palabra, su facultad creadora de marcado acento realista, su lenguaje frondoso nos llevó de la mano hasta el ancho follaje de su selva natal. Sus biógrafos lo consideran como uno de los más grandes literatos latinoamericanos de todos los tiempos.
Nacido en Caracas, Venezuela, en 1884, hizo estudios universitarios de derecho en la Universidad Central de su país, pero no llegó a terminarlos. El dictador Juan Vicente Gómez le nombró en 1931 senador por el Estado de Apure, pero sus convicciones democráticas le hicieron expatriarse y renunciar al cargo. En 1935, muerto el dictador, Rómulo Gallegos volvió a Venezuela, y en 1936 fue nombrado ministro de Educación en el Gobierno del militar Eleazar López Contreras, cargo al que también renunció por los mismos escrúpulos morales. En 1947 fue elegido presidente de la República, pero fue derrocado al año siguiente por una junta militar encabezada por Carlos Delgado Chalbaud. Una vez más fue un exiliado político en Cuba y en México. Finalmente, Rómulo Gallegos regresó a su país al ser liberado éste de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1958. Falleció en 1969.
En sus comienzos de narrador, Rómulo Gallegos publicó Los aventureros (1913), una colección de relatos. Siguió a esta obra El último Solar (1920), una novela que reeditaría en 1930 con el título de Reinaldo Solar, historia de la decadencia de una familia aristocrática a través de su último representante, en el que se adivina a su amigo Enrique Soublette, con quien fundó, en 1909, la revista Alborada.
Estuvo en México después de aquella infortunada incursión en el quehacer político de su país allá por la década de los cuarentas, hace aproximadamente 70 años. Desde joven, en 1921, la crítica lo distinguió como el más firme valor de la entonces nueva generación.
Los mexicanos supimos –más por el cine- de dos de sus obras maestras: Canaima y Doña Bárbara. ¿Quién de mi generación no recuerda las imágenes románticas del Arauca y del Bichara, la tupida vegetación ribereña del Apure, el aguaje que denunciaba el caimán en acecho, los bongueros que cruzaban con destreza las márgenes del Orinoco, las pequeñas sabanas feraces rodeadas de chaparrales y palmares, las praderas tendidas hasta el horizonte… y en el fondo de todo, el inmenso drama que fluía de la vida ensortijada entre el llano y la selva, que devoraba todo y a todos como una culebra de aguas del tremedal al novillo sediento y desprevenido?¿Cómo olvidar aquellos personajes como el Sutecúpira, el coronel Francisco Ardavín, el Cholo Parima, los hermanos Vellorini, el iluso Marcos Vargas, la bordona Araceli Vellorini, el conde Giaffaro, el doctor Santos Luzardo, doña Bárbara, Juan Primito, Marisela, Mujiquita, Balbino Paiba y Mister Danger? Nadie pudo escapar nunca del misterioso y atrayente mundo de Canaima, dios de la selva cauchera, y de las discordias y venganzas de Doña Bárbara.
Como bien dijera uno de sus críticos, Rómulo Gallegos llegó a un grado tal de perfección, que entre sus obras hay campo para la preferencia, pero no para regatearle a ninguna la más encendida admiración.
Recordemos sus palabras cargadas de recuerdos, vivos ahora en la hoguera de la memoria:
“¡De más allá del Cunaviche, de más allá del Cinaruco, de más allá del Meta!… De más lejos que más nunca -decían los llaneros del Arauca, para quienes, sin embargo, todo está siempre- “allí mismito, detrás de aquella mata”…
Dramático el misterio de las tierras vírgenes que bien supo desentrañar Rómulo Gallegos, entre el acecho del caimán y los machetes que alumbraban el Bichara.