Trae boina y gafas de sol. Viste de blanco. Habla despacio, un murmullo firme. Parece que cada palabra construye un mundo que de momento no entiende, un mundo nuevo e incompleto. “Estamos hechos con mucho olvido”, dice, “pero el duelo te toca, te aterriza en una realidad cruel”. Y mientras habla, parece darse cuenta de lo que ha pasado, como si creyera más en sus orejas que en sus ojos, su cerebro, su piel.
Miguel Ángel Vega es reportero de Rio Doce. El martes por la tarde apareció en la funeraria encogido de hombros, la vista al suelo. Alto y flaco, Miguel Ángel parecía un día nublado. El asesinato de Javier Valdez le ha agarrado a contrapié, igual que a sus compañeros. “La vieja escuela no tocaba a los periodistas. Ahora sí. No ven consecuencias”, dice.
Para él y los demás en Rio Doce no hay duda de que la muerte de Javier es obra del narco. La fiscalía del estado asume que lo mataron por su “labor periodística”. En entrevista con EL PAÍS este miércoles, el fiscal, Juan José Ríos, no quiso especificar a quién había podido molestar con su trabajo. Solo dijo lo que ya se sabe. Que lo sacaron de su carro en el centro de Culiacán, que le dieron de tiros, que se llevaron el auto y luego lo abandonaron. Que no sabe si fueron uno o más tiradores, que…
Cualquiera que llegue a Sinaloa y quiera saber cómo funciona el cartel, acaba hablando con Miguel Ángel. Lo cuenta Javier Valdez en su último libro, Narcoperiodismo. En el epílogo, el protagonista es él. El reportero asesinado narra la historia de una colega extranjera que les pidió ayuda. Fue allá por 2008. Miguel Ángel apoyó como pudo a la reportera. El autor cuenta que entonces la cosa estaba muy complicada. Valdez entrevistó a Vega para su libro. Y le dijo esto: “Ahorita -en 2016- tal vez podemos conseguir unos pistoleros, si los quieres entrevistar, pero en aquel tiempo no. Era muy riesgoso”.
Miguel Ángel ya no cree que entonces fuera más riesgoso que ahora. De hecho, ya no sabe a qué atenerse con ellos. Solo tiene claras dos cosas: primero, que van a seguir trabajando. Segundo, que “ya no volvería a dar espacio a acusaciones de las dos facciones. Ningún reporte vale la vida de nadie”.
El periodista se refiere a la guerra propagandística de los grupos que se disputan el liderazgo del Cartel de Sinaloa. Son principalmente dos, Los Chapitos y Los Dámasos. Los primeros son los hijos del capo Joaquín Guzmán, extraditado a Estados Unidos en enero. Los segundos son la gente de Dámaso López, alias El Licenciado, supuesto heredero de El Chapo, detenido hace un par de semanas en la capital.
En febrero, los hijos de El Chapo divulgaron una carta en la que acusaban a Dámaso de intentar matarles. Dijeron que les había convocado a una reunión, a ellos y al Mayo Zambada, viejo aliado de la familia. Que les emboscaron e intentaron acabar con ellos. La carta fue la noticia principal en uno de los principales noticieros de la noche en México.
Dámaso no tardó en contestar. El 19 de febrero, Javier Valdez publicaba una entrevista con un supuesto enviado de El Licenciado en Rio Doce. El narco decía que todo era mentira y dejaba a Los Chapitos poco menos que como unos niñatos.
Lo que no trascendió entonces fue que la mayoría de los ejemplares de la revista desapareció de los kioscos antes de que nadie pudiera comprar el suyo. Lo cuenta uno de los responsables del semanario, que prefiere ocultar su nombre. Secuestraron la edición.
Alejandro Sicairos, uno de los fundadores de la revista, cuenta que además hubo amenazas contra ellos. “Eso ocurrió cuando la pelea entre los grupos estaba en el punto más alto. Fueron muy herméticos”. Sicairos, que dejó Rio Doce en 2015, cuenta que habló con Javier. “Le dije que habían tenido ahí un descuido, pero él contestó que la nota tenía interés periodístico”.
Pasó lo mismo con La Pared, otro semanario de Culiacán. La Pared sale los martes y sus responsables ya sabían lo que había pasado con Rio Doce. Cynthia Valdez, una de las encargadas, dice que el martes 22 de febrero, dos coches con dos jóvenes cada uno les siguieron a ella y a su socio. Primero fue a él. Acudió a la imprenta por la mañana y ya le estaban esperando. Agarró los fardos de periódicos, se fue a repartirlos y cada vez que paraba, los “chavos” salían del coche y los compraban. Ella fue más tarde y topó con lo mismo. Cynthia recuerda que los chavos llevaban gorras con el número 701 grabada en la frente: 701, la posición de El Chapo en la lista que hace la revista Forbes de los más ricos del mundo.
Después de aquello, un intermediario les obligó a sacar una edición dedicada a Los Chapitos. “Nos dijeron que sacáramos 15.000 ejemplares. Normalmente pedimos 3.000. Ellos nos dieron el dinero para que lo hiciéramos y la verdad, ya ni fuimos a recogerlos”, dice Cynthia. La Pared dejó de imprimirse después de aquello.
No se sabe muy bien qué pasó después, pero las amenazas llegaron. Y alcanzaron a Javier. Así lo contaba la reportera Blanche Petrich en el diario La Jornadaeste martes. Él y su esposa viajaron a la Ciudad de México la semana pasada, explorando la posibilidad de dejar el país. «En semanas recientes», escribió Petrich, «recibió amenazas de un calibre diferente al acostumbrado». De igual manera, una reportera de este diario preguntó a Valdez por su opinión sobre la detención de El Licenciado hace un par de semanas. “Disculpa, agradezco tu interés», contestó, «pero por razones de seguridad no puedo dar declaraciones, se puso cabrona la situación”.
El fiscal Ríos asegura que no hay ninguna denuncia por amenazas, de Río Doce o La Pared. Llegó al cargo a mediados de marzo, justo después de este episodio. Habló con Javier Valdez dos veces, pero él, cuenta, no le dijo nada. El director para las Américas del Comité para la Protección de Periodistas, CPJ, Carlos Lauria, opina que “el secuestro de una revista es un hecho muy preocupante. A las autoridades mexicanas les corresponde hacer una investigación exhaustiva, oportuna y creíble”.
Esta es la historia que cuchichean los periodistas de Sinaloa estos días. Sicairos dice que escogieron a Javier “por el impacto. Yo creo”, dice, “que se acabó la posibilidad de hacer periodismo”.
Miguel Ángel Vega lee el libro de su compañero muerto. Para, se queda callado. Luego dice: “Yo ya no sé si alguien está descontento con algo que yo publiqué”. Se calla otra vez.
-¿Has pensado en marcharte?
Suspira y zanja: “Aquí está mi familia, aquí están mis muertos”.
Fuente: El País