Los lavaderos
Carlos Ferreyra
El primer aparato que salió de mis posibilidades de comprensión, fue un radio de galena. Era una minúscula cajita que contenía una sola piedra donde se conectaba una especie de audífono primitivo. No había electricidad por ninguna parte, carecía de baterías, por entonces unos cilindros enormes, incómodos y de escasa duración, destinados únicamente a artefactos como las lámparas de los mineros.
Con el radio de galena, que además costaba pocos centavos, se escuchaba una sola estación de radio. No siempre la misma porque la piedra era la que atraía las ondas y eso se daba de acuerdo con la orientación del usuario, de la altura en que se encontraba y seguramente de algunos otros elementos. Nunca me dio mayor curiosidad el aparatito, porque, infante todavía, daba por hecho que para eso lo habían construido.
Más o menos por la misma época, estoy hablando de fines de la década de los 40, apareció en Morelia el primer juguete de un nuevo material llamado plástico. Se trataba de un camioncito de bomberos, el tradicional American La—France en rojo, con sus mangueras blancas maleables y una escalera telescópica que subía según se daba vueltas a una minúscula manivela. Era asombrosa la perfección del juguetito y no es que conociésemos el original, porque en Morelia ni siquiera había tragahumos, sino porque quizá los habíamos visto en ilustraciones de algunas publicaciones.
El mismo sujeto que llevó el camión de plástico, un ingeniero que tenía un hijo de nuestras edades pero que nos caía tan mal que por mote le decíamos El Nazi, se apareció otra ocasión con una pluma atómica. Ésta consistía en un tubito de aluminio con una capucha que se recorría para proteger la bolita que escribía sobre el papel. Un vulgar bolígrafo, pues, pero entonces un ingenio endiablado.
Para demostrar la pluma atómica, el tal ingeniero metía un papel a la pila (fuente de agua, para los ignorantes) del jardín de la Soterraña, donde hacíamos a un lado el enlamado para apagar la sed infantes y perros callejeros y correteaban sobre el agua centenares de campamochas; ante nuestro gesto de incredulidad escribía bajo el agua sin que se corriese la tinta. Luego nos aseguraba que eran los aparatos que se estaban preparando los que algún día irían al espacio exterior. “Sí –pensábamos—, serás Julio Verne”, el novelista de cabecera de todos los que vivíamos en ese barrio, junto con Emilio Salgari, desde luego.
El cristiano ése era un viajero contumaz. En otro de sus periplos regresó con varios juegos de medias nylon. Hasta entonces se usaban las de popotillo, de hilo, bastas y feas. Pero lo fueron más cuando se conocieron las que pronto se apoderaron del mercado moreliano: las de Nilor, decían unas; nilón, decían otras, mientras las cultas pronunciaban nailor. Se les descubrió un defecto que pronto el ingenio nacional resolvió. Se les iban las carreras (esto es: un hilo se salía de su sitio dejando una fea franja de otro color a lo largo de la media) y eso hizo aparecer en cada cuadra, en cada portal, las remalladoras, las cazadoras de carreras idas.
En la casa de un tío materno apareció otras de las maravillas de la modernidad: un refrigerador que no enfriaba, como hasta entonces, almacenando bloques de hielo, sino con tanques de gas que emitían una ligera llamita que por algún milagro incomprensible, transformaba el calor en frío. Muchas amas de casa dejaron, entonces, de visitar diariamente el mercado para adquirir alimentos frescos.
Junto con el refrigerador, al poco tiempo conocimos la estufa de gas. Sustituyó a las enormes cocinas con hornillas de leña o de carbón y, para los más actualizados, lanzó al desuso las estufas de petróleo que sin duda eran efectivas, pero apestosas. Toda la comida olía a chapopote, producto con el que periódicamente recubrían las calles, pavimentadas con cemento armado. Hasta la fecha, por cierto, esas calles sobreviven sin baches ni desperfecto alguno.
Atrás del panteón municipal alguien improvisó un campo de aviación. Era un terreno sin aplanar sobre el que corría un biplano llamado Trucutú y en el que su propietario dos o tres veces por semana subía al cielo, daba unas cuantas vueltas sin salir del cuadro urbano de Morelia, y luego retornaba.
A un lado estaba el establo donde mi padre tenía sus vacas. Mi hermano y yo, cuando no estábamos comiendo duraznos verdes con carbonato, esperábamos la bajada del avión y corríamos a espantar las vacas, no las nuestras, sino las que dejaban sueltas y podían provocar un accidente. El terreno, por cierto, no estaba desbrozado así que el Trucutú planchaba todos los huizaches que encontraba a su paso. Nunca se accidentó.
Y bueno, hay más minucias que recordar. Las dejaré para otra oportunidad, mientras en justificación de este texto, pregunto: ¿No están hasta el copete de campañas, de la contaminación, de las aspiraciones de tanto inútil para vivir del presupuesto, del Pejelagarto vendiendo PEMEX y del nuevo avión? Yo sí..
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