Cuando Michel Temer, el presidente brasileño, insistió el sábado pasado en que no pensaba renunciar a su puesto a pesar de sufrir formidables presiones para ello, desencadenó un nuevo estallido de hartazgo en el país. Los tres principales partidos que conforman Gobierno de coalición con él se reunieron de emergencia el domingo para decidir si abandonaban el Ejecutivo. Ese mismo día, hubo protestas en 19 ciudades para exigir elecciones. Cosas que solo agravan una crisis que comenzó con el rumor de que había obstruido a la justicia pero que ahora incluye una acusación de la fiscalía mientras el Tribunal Supremo estudia si imputarle también por corrupción. La influyente Orden de Abogados de Brasil ha presentado su propia orden de impeachment contra él. Es la decimotercera en total. Pero negarse a reaccionar es ya algo característico de la actual presidencia brasileña. Si a algo está acostumbrado Temer es a tener problemas y, en el fondo, solo está capeando su peor crisis política de la misma forma que ha presidido el país en los últimos 12 meses: de espaldas al pueblo y minimizando la seriedad de los escándalos jurídicos que le rodean.
Michel Miguel Elías Temer, de 76 años, llegó al poder el mayo pasado, cuando el Senado abrió el proceso de impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff, de la cual él era vicepresidente y rival ideológico. Frío y ceremonioso en lo personal y tremendamente impopular en lo público, Temer se postuló como un hombre preocupado solo por la dura crisis económica que atraviesa Brasil desde 2014. Su obsesión, decía, sería hacer el trabajo sucio de imponer medidas de austeridad y reparar la nación. Dos huelgas generales después, ha conseguido implantar un techo de gastos pero no que las Cámaras le aprueben su reforma laboral ni su reforma del sistema de pensiones, sus dos proyectos estrella. Ambas favorecen al Estado o al empresario y perjudican al trabajador, al que se le podrán exigir —el Gobierno aún no se ha rendido— más horas de trabajo (hasta 12 diarias) por más años (49, si se quiere cobrar toda la pensión). Menos de un 9% del electorado cree que su gestión sea aceptable.
Pero sus mayores problemas no vienen de las Cámaras, sino de los tribunales, empecinados en despojar a la élite brasileña de su gigantesca red de corrupción. Durante sus primeros seis meses en el poder, Temer fue perdiendo un ministro por mes en diferentes escándalos. Solo entonces llegó lo peor: en abril, el Tribunal Supremo hizo pública una montaña de documentos en los que los ejecutivos de la constructora Odebrecht explicaban ante los jueces cómo compraban un trato favorable de todos los políticos del país. Aunque las acusaciones aún no se han probado, eran las primeras que atizaban de pleno a Temer y a su gobierno: el fiscal general escribió que el presidente “capitaneaba un núcleo político organizado” para captar sobornos. Esta semana el Supremo publicaba otra acusación de ejecutivos, en este caso del grupo carnicero JBS. Tampoco se han probado aún pero en ellas se cita abiertamente a Temer, que ha quedado severamente comprometido. Uno de ellos recuerda cómo el político se le acercó un día para exigirle un millón de reales (310.000 dólares) en efectivo.
Sus problemas serían más suaves si al menos tuviese el apoyo del pueblo. Pero Temer no ha ganado las elecciones —sus detractores subrayan que no podría— y muchos brasileños le consideran ilegítimo. Estos meses ha sido un presidente recluido, alejado de las masas e incapaz de celebrar actos con público. Cuando inauguró los Juegos Olímpicos de Rio de Janeiro en agosto, enterró su intervención al final de la ceremonia y la redujo a diez segundos: aún así no llegó al final sin que le atronasen los abucheos. Aquella fue la ceremonia con menos cabezas de Estado en la memoria reciente: muchos mandatarios temían legitimar a Temer con su presencia. Salvo Mariano Rajoy en España, pocos lo han hecho desde entonces. Su presencia se asocia más a “Fora Temer” (Fuera, Temer), que ha pasado de ser el grito de guerra de los contrarios al impeachment al leit-motiv de los conciertos, las pintadas y las manifestaciones en las calles brasileñas.
Los escasos intentos de mostrar su lado humano tampoco le han salido exactamente bien. En el Día Internacional de la Mujer celebró el papel de la mujer en la economía porque “nadie es más capaz de indicar los desajustes de los precios en el supermercado”. Aquello fue un escándalo, como lo fue cuando, poco después, explicó que un gobierno necesita “un marido” que le controle para que no gaste demasiado.
El lunes, el diario Folha de S.Paulo publicó una entrevista con Temer en la que se intuía cómo había evolucionado su relación con la realidad estos últimos días. En ella, argumentó que si aceptado reunirse en marzo con los corruptos ejecutivos del imperio cárnico JBS, que hoy son sus principales acusadores, era porque «pensaba que iba a tratarse» el escándalo de la «carne débil» brasileña que azotó al mundo a finales de mes. La reunión, lamentablemente, se celebró más de una semana antes del repentino comienzo aquella crisis.
Fuente: El País