Colaboración de Francisco Fonseca Notario
La democracia -que es el gobierno del pueblo y para el pueblo- ya ha dejado de ser el sueño de un mundo idílico, pleno de quietud, en el cual el desarrollo de la actividad humana transcurría sin más límite que las diarias necesidades tradicionales de la Patria, de la familia o de la comunidad.
En verdad eran otros los tiempos, y el destino de la humanidad no estaba todavía bien identificado con los nuevos cambios políticos y sociales de la época moderna, quizá porque la expresión de la soberanía nacional o del sindicalismo, o la de la posibilidad de que las mujeres ejercieran su derecho al voto, por ejemplo, estaba escondida en los vericuetos del sistema colonial o en la mentalidad prejuiciosa y discriminatoria de las instituciones de mayor influencia en la sociedad.
Sin embargo, los cambios, la metamorfosis colectiva de nuestra época proporcionaron un nuevo despertar en la conciencia y una identidad social que se encargaría de dar otra connotación al orden de la historia.
De entre los cotos cerrados, las palabras secretas, el caos aparente en la organización de la vida, surgió el derecho a la libertad hasta alcanzar la categoría moral más alta. De esta manera se expresaba el compromiso del hombre con la edificación de un futuro grandioso, digno, justo, inteligente y generoso.
La humanidad de nuestro tiempo está proporcionando un sentido diferente y positivo a su existencia. Con la nueva democracia -que es nuestra herencia común de libertad- surge una realidad sin el lastre de las dudas, los fracasos y los temores. Es la realidad del nosotros, que nos equipara con gotas de agua de un inmenso océano de posibilidades infinitas de conciencia.
Recordemos la profunda reflexión del escritor y filósofo francés Henri Bergson: “Lo que no se empapa de conciencia puede empaparse de luz”.
En 1981, la imaginación creadora del novelista argentino Antonio Elio Brailovsky definió con precisión la identidad humana con este concepto del nosotros: “Los hombres, Señor, llevan la música en la sangre, porque los pueblos tienen su forma de sentir el tiempo de cada hombre… porque cada hombre tiene un sola música que le viene de sus padres y sus abuelos, la lleva dentro de la sangre, la escuchó al nacer, la imagina cada vez que oye el latido de su corazón, y la recuerda en el momento de su muerte”.
En México estamos viviendo y sintiendo tiempos difíciles, es la lucha por el poder. Pero cuando el poder se encarna, entonces se hace difícil deshacerse de él, aunque duela. Se crean ambientes virtuales y se envuelve a la ciudadanía.
El país se convierte en un laboratorio en el cual nos movemos y brincamos como cuyos o ratoncitos cuando recibimos un choque eléctrico. Lo que necesitamos es paz y tranquilidad. Requerimos honestidad para no intentar tapar el sol con un dedo. Precisamos una nación fuerte en sus instituciones, fortaleza que solo se puede dar cuando es dirigida por seres humanos que sienten a su país en las venas, en los nervios, en los sentidos, no en los bolsillos.
No necesitamos mesías intolerantes ni agitadores sociales. Necesitamos cordura, paz, entendimiento.