Benjamín Torres Uballe
“¡Justicia, no más impunidad, no más discursos!”, resonaron las voces de periodistas en la Residencia Oficial de Los Pinos, el pasado miércoles, cuando el presidente Enrique Peña Nieto instó a los integrantes de la Conago y a funcionarios que asistían a la presentación de las Acciones para la libertad de expresión y para la protección de periodistas y defensores, a guardar un minuto de silencio por “todas las personas, periodistas y defensores de derechos humanos que, lamentablemente, en el ejercicio de su tarea, de su lucha, han caído en el cumplimiento de ese deber y de esa tarea a la que se han entregado”. No hubo respuesta. No había argumentos.
Obligado por la enorme irritación social y las amplias condenas a nivel internacional, originadas por la ejecución del periodista y escritor Javier Valdez Cárdenas, en Culiacán, el mandatario mexicano, con rostro demacrado, tuvo que salir a dar la cara en una de las mayores crisis de su gobierno. De manera repentina, como no lo había hecho en su sexenio, hubo de entender y reconocer la “indignación” de la ciudadanía por los más de 100 periodistas ejecutados desde el año 2000 a la fecha. También admitir que “La violencia perpetrada contra periodistas y defensores de derechos humanos ha abierto una profunda herida en nuestra sociedad”.
Pero la dilación en la incipiente respuesta presidencial exhibe el franco desinterés del gobierno por la libertad de expresión y de quienes trabajan diariamente para hacerla realidad. Una realidad que cada vez parece más distante por la cantidad de elementos depredadores que, en perversa confabulación, pretenden aniquilarla a cada minuto. Así que las expresiones de Peña Nieto llegan muy tarde y sólo pretenden apaciguar el tremendo malestar de la ciudadanía, del habitualmente poco solidario gremio periodístico, pero, sobre ello, el de la implacable comunidad internacional.
Nada ha hecho la administración peñista para proteger de forma efectiva a los comunicadores, salvo ubicarse en la vastedad de excusas, promesas demagógicas y la acostumbrada retórica caduca e insultante. Los resultados de la indolencia —por decirlo de manera suave— gubernamental se reflejan en los 6 periodistas masacrados en 139 días de este 2017. De ahí que es imposible aceptar las justificaciones que pretenden disfrazar la ineficacia e inacción del Estado. El mundo entero sabe que México es uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. Entonces, ¿por qué no se actuó para solucionar este infierno que tantas vidas ha costado? ¿Así conviene al gobierno?
“Ser periodista en México parece más una sentencia a muerte que una profesión. El continuo derramamiento de sangre, del cual las autoridades prefieren hacer caso omiso, genera un profundo vacío que afecta el ejercicio de la libertad de expresión en el país”, afirmó el pasado lunes la directora de Amnistía Internacional México, Tania Reneaum. Y cuánta razón tiene.
Es la imagen que de México se tiene en el extranjero. Un país tercermundista —expresión que no gusta a varios— cuya democracia pende de un hilo muy delgado en razón de que la impunidad es una de las constantes favoritas para socavar el erosionado estado de derecho. Mientras no se combata ese cáncer, cualquier ofrecimiento, cualquier condena, cualquier condolencia, está de más.
“La violencia no puede ser parte de nuestra vida cotidiana”, expresó el titular del Ejecutivo en el mismo evento. Alguien debe informarle al Presidente que ese infierno está presente todos los días desde hace mucho tiempo, que miles de ciudadanos lo viven involuntariamente en Tamaulipas, Veracruz, Guerrero, Estado de México, Baja California Sur, Sinaloa, Colima, Nayarit y la Ciudad de México, entre otras regiones de la república mexicana. No en vano hace un par de semanas nuestra nación fue considerada por el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres como la segunda más violenta, sólo detrás de Siria, debido al número de muertes dolosas.
Y coincidimos plenamente con el mexiquense cuando dice que “Cada crimen contra un periodista es un atentado contra la libertad de expresión y de prensa, y contra la ciudadanía”. A esto agregaríamos que es un ataque a la nación y a su grandeza. Por ello, los cobardes crímenes en contra de los comunicadores —como el de cualquier mexicano— no deben quedar sin castigo, sepultados con el manto de la impunidad y el valemadrismo oficial. Justicia, no más palabras.
“No podemos permitir, como sociedad y menos como gobierno, la censura ni las restricciones a la labor informativa de la prensa, la radio, la televisión, ni de las nuevas plataformas digitales”, apuntó Peña Nieto. Como deseo se escucha bonito. Ahora falta que en su administración empiecen a ponerlo en práctica, porque hoy lo han hecho de lado; la justicia, tal parece, también fue asesinada por la negligencia y corrupción que ha caracterizado a este gobierno.
Desde luego que hoy tampoco aplaudo en esta vorágine, pues, efectivamente, no se mata la verdad matando periodistas… menos con discursos, condenas y minutos de silencio mediáticos y fatuos.
@BTU15