Cuando Emmanuel Macron asumió este domingo el cargo de presidente francés, culminó una carrera improbable: la de un joven de 39 años sin apenas experiencia política ni partido que llega a la jefatura de Estado de una potencia nuclear, la sexta economía mundial. También refutó a quienes decían que otra victoria improbable, la de Donald Trump en Estados Unidos el 8 de noviembre de 2016, anticipaba un efecto dominó en Europa.
Demuestra que, en el país europeo con la extrema derecha más consolidada, puede ganar con autoridad, con más autoridad que Trump, un candidato que es exbanquero (cuando supuestamente los banqueros son odiados), liberal (en Francia, donde el recelo del capitalismo está extendido) y europeísta (en los tiempos del repliegue identitario y de cierre de las fronteras).
En el Palacio del Elíseo se cierra un capítulo que empezó hace seis meses. De Washington a París. Dos continentes, dos países, dos políticos de signo opuesto —en el carácter, en la biografía, en la ideología— que dejaron estupefactos a rivales y aliados con un ascenso supersónico al poder, y que representan los polos que se enfrentan en las sociedades occidentales.
Populismo y elitismo, repliegue y apertura, nacionalismo y europeísmo, soberanismo y liberalismo: las expresiones son múltiples y varían según quien las pronuncie, pero reflejan una idéntica polarización.
“Esto va a ser un Brexit multiplicado por cinco”, preveía Trump en sus mítines. Se refería al referéndum celebrado unos meses antes del Reino Unido en el que ganaron los partidarios del Brexit, la salida de la UE. Pocos creían a Trump —tal vez ni él mismo— pero acertó. La conmoción del Brexit se repitió. El populismo nacionalista se instaló en el corazón de la primera potencia mundial. Y Francia, medio año después, debía ser el Brexit multiplicado por diez. «Lo que está ocurriendo en Estados Unidos hoy es bastante similar a lo que vemos en Europa. Más gente cada día, millones de personas no se sienten representadas por la élite política», dijo a EL PAÍS, en plena campaña de Trump, el populista holandés Geert Wilders.
De Washington a París
De lejos, desde el Washington de Trump, las perspectivas parecían óptimas para una victoria de su bando en Francia. Una economía estancada. Un abismo entre las élites urbanas y la clase trabajadora. Una candidata populista y nacionalista, Marine Le Pen, con un discurso potente en defensa de soberanía nacional ante la Unión Europea y la globalización. Y un rival que en apariencia le ponía el trabajo fácil a Le Pen: novato y cosmopolita, un producto de las élites políticas y financieras de su país.
De cerca, en el París sumido en una de las campañas electorales más volátiles en décadas, todo cambiaba. Lo primero que llamaba la atención al recién llegado a Francia en la primavera de 2017 eran las respuestas casi unánimes que recibía cuando preguntaba si ganaría Le Pen. Variaban entre el “muy difícil” y el “imposible”. Si hasta el último momento una victoria de Trump se había considerado posible pero inverosímil, después de Trump la de Le Pen era perfectamente verosímil pero improbable.
“No es el mismo país. No es el mismo sistema. No es el mismo hombre”, constata ahora, cuando Macron ya ha sido elegido presidente de la República Francesa, François Heisbourg, presidente del laboratorio de ideas Instituto Internacional de Estudios Estratégicos.
En el sistema estadounidense, un colegio electoral en que el presidente se elige de manera indirecta, según una ponderación de votos por Estados, llevó al republicano Trump a la Casa Blanca con casi tres millones de votos menos que su rival demócrata, Hillary Clinton. Algunos cálculos señalan que con un sistema similar, Le Pen habría podido ser presidenta en Francia.
“Hay un solo punto en común entre Trump y Macron», continúa Heisbourg en una entrevista telefónica. «Y es que los dos [Trump y Macron] han tenido una trayectoria totalmente atípica. Han llegado al poder rompiendo todos los códigos de acceso al poder supremo. Han partido de un punto en el que no podían pretender ganar. Y han ganado”.
Excepto este punto en común, el impulsivo Trump y el reflexivo Macron eran opuestos. En cambio, Le Pen, la candidata en Francia del viejo partido ultra Frente Nacional, aspiraba a ser el Trump francés. No era casualidad que su jefe de campaña, David Rachline, tuviese una foto del presidente estadounidense en su despacho de alcalde de la ciudad mediterránea de Fréjus. “El patriotismo económico, o la relocalización de las empresas y el empleo nos parece que forman parte de la modernidad política”, dijo un día Rachline, antes de citar el Brexit como otra prueba de este movimiento hacia “un mundo nuevo”, la internacional trumpiana, como se había dicho unos meses antes. O lepeniana.
Dos países, dos mundos
Pero Francia no era Estados Unidos. El sistema electoral a dos vueltas propiciaba la unión de los adversarios de Le Pen —la mayoría de la sociedad francesa— en su contra y permitía cerrarle el paso a las instituciones.
En Francia la derecha tradicional, el equivalente al Partido Republicano estadounidense, respaldó en su mayoría a Macron en la segunda vuelta, porque Le Pen y el FN, pesar de los esfuerzos por normalizarse, todavía se perciben como un partido en el extrarradio de los valores democráticos y republicanos, indisociable de sus orígenes racistas y antisemitas. En EE UU, en cambio, la derecha cerró filas con su Le Pen: Trump.
Otra diferencia: Macron, al contrario que Clinton, supo desactivar los intentos de desestabilizar la campaña con noticias falsas y se protegió con mayor habilidad ante los ciberataques de probable origen ruso. Y la prensa francesa evitó dar una cobertura intensiva a filtraciones de emails robados, muchos anodinos e intrascendentes, como hizo la estadounidense con los de Clinton, cuando estos se filtraron a dos días de la votación.
Macron tampoco dudó en lanzarse a los debates que podían serle más incómodos —la defensa sin complejos de su pasado como banquero es un ejemplo— o bajar a la arena para debatir con sindicalistas en huelga en una fábrica que estaba a punto de cerrar.
Hay una diferencia de cultura política. En EU, el sistema no penalizó la falta de preparación, o las mentiras flagrantes de un candidato. Trump podía insultar a diestro y siniestro y mentir compulsivamente: no pagó un precio en las urnas.
“En Francia usted no puede tener éxito políticamente si no tiene un cierto grado de cultura. Si no tiene una cierta conciencia de lo que es la historia y la civilización de su país”, dice Heisbourg.
Se vio en el debate de Le Pen y Macron, cuatro días antes de las elecciones. Le Pen exhibió allí su ignorancia sobre propuestas centrales de su programa como la salida del euro, y acabó lanzándose en ataques descontrolados. Posiblemente allí quedó sentenciada. El 7 de mayo Macron sacó un 66,1% y Le Pen un 33,9%, por debajo de sus expectativas.
“Intentó hacer de Trump [en el debate] y le fue muy mal, fue una catástrofe”, resume Heisbourg.
Los franceses quizá no querían a una Le Pen y al FN en el Elíseo, pero todavía menos a un Trump.
En Francia, perdió la candidata que gesticuló como Trump, y ganó el que se pareció a Trump en otro aspecto. Al final, Le Pen, como Clinton, eran la vieja política. Trump y Macron eran lo nuevo, lo inesperado, y así triunfaron.
Fuente: El País