Colaboración de Carlos Ferreyra
Vuelven a funcionar los lavaderos, las abandonadas redes sociales de la antigüedad no tan remota, donde se juntaban las señoras en el patio de la vecindad a intercambiar datos, información dura sobre vidas y milagros ajenos.
Así se sabía cuántas golpizas había propinado la señora a su esposo por disoluto y llegar tarde con media soldada, y se conocían los desvaríos amorosos de la quinceañera y los fajes que en el más oscuro rincón del patio común, le permitía a su galán en turno.
No se ocultaban a nadie las actividades ilegales –ratero, pues—del vecino de la entrada, ni las veces que se iba “de vacaciones” a Lecumberri, el llamado Palacio Negro hoy almacén de documentos y recuerdos que nadie quiere revivir. Entre ellos, se dice, las actas en las que se menciona la detención del hijo de doña Rosario Ibarra, Jesús Piedra, y su posterior desaparición.
Muchos otros documentos similares deben andar perdidos en las tripas del viejo edificio donde los líderes del 68 imaginaron sus mejores páginas narrando la matazón del 2 de octubre y como se gestó la épica de un movimiento que de escolar se convirtió en popular al grado de involucrar a todas las fuerzas vivas –y las tontas—en marchas, plantones y mítines.
Volvamos a los lavaderos: en torno a la pileta y las lajas de piedra donde se frotaba la ropa, se reunían las que vendían mandiles, batitas, ropa interior en ese entonces de hilo, servilletas y mantelitos, lo mismo que las que pretendían motivar a sus vecinas para que se sumaran a las labores piadosas del cura de la parroquia vecina.
En Morelia, por ejemplo, así nació un comercio de alimentos que es el mayor éxito restaurantero registrado en el Valle de Guayangareo. Una humildísima construcción con un saloncito largo, bancas a los lados y el consabido altar para oficiar la misa era el templo lugareño.
Un sacerdote, ante la carencia de estímulos económicos por parte de la feligresía, decidió inventar una forma de captación de fondos. En la plazuela de la esquina colocó unas mesas donadas por una empresa cervecera, con sillas de lámina. Las puso alrededor del jardín público que pronto se convirtió en terregal sustituyendo los macizos con flores por aplanados para nivelar el piso.
Y ahí vienen los lavaderos. En las vecindades que caían bajo la tutela religiosa del cura cuyo nombre nunca supe, se convocó a las señoras a aportar lo mejor de su cocina, a condición de que se tratara de platos tradicionales michoacanos. Porque eso sí: patriotas hasta decir de corrido parangaricutirimícuaro.
Pronto se hizo popular el sitio, La Inmaculada o algo así, cuyo camino fue marcado desde los arcos del acueducto con banderines que lucían los colores marianos: azul pálido y blanco. Todos en tul para que ondearan con la más tenue brisa.
El cura se murió, pero antes creó una cooperativa en la que se adquiría la mercancía a menor precio. Y debió ser, porque en el caso de las cenas las familias aportaban a la cocinera y los platillos, mientras los infantes servían, limpiaban, lavaban… un negocio redondo en el que los insumos no costaban y los sirvientes eran gratuitos.
Desde la cooperativa al minúsculo templo, un puente muy iluminado llevaba arriba a un San Jorge –ya descontinuado, por cierto—que entre llamaradas y rugidos se enfrentaba con un dragón una y otra vez, al que le daba callo una decena de veces durante la noche. Por simplón, era o es simpático.
El hermano del cura se quedó con el negocio, pero supongo que más listo que el ensotanado o más ambicioso, desapareció el parque público, donde habitualmente se colocaba una feria no muy grande con volantín, rueda de la fortuna, martillo, avión y juegos de adivinanzas con lectura del futuro.
Surgió un templo en forma, sobre pilares que dejaron gran parte de lo que había sido jardín público bajo techo. Alrededor mostradores y con un sistema de venta de boletos que se adquirían o se adquieren a la entrada, los comensales recorren el sitio pidiendo tal o cual antojo a cambio de un número determinado de boletos.
Las señoras del rumbo siguen aportando los guisos, los jovencitos ahora son controlados por un sujeto mayor y bueno, aunque seguramente no pagan impuestos ni siquiera los correspondientes a la ocupación de espacios públicos, las ocasiones recientes que lo visité estaba repleto de tragones que disfrutaban los buñuelos en miel, agarraditos con los dedos, mientras los hacían bajar con largos tragos de atole blanco de maíz.
Caray, inolvidable… con muchísimos antojos más.
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com