El estado de vigilancia masiva creado por George Orwell en su novela 1984 llevaba especialmente asociado un principio clave: para gobernar hay que cambiar el sentido de la realidad.
Manipular la verdad o mentir, pero creando a su vez una impresión de absoluta honradez, era una de las tareas del Ministerio de la Verdad del omnipresente Gran Hermano. Al fin y al cabo, todo puede convertirse en cierto.
Desde la llegada al poder de Donald Trump, muchos estadunidenses se han acordado del clásico orwelliano. Y las ventas de 1984 han repuntado de manera espectacular: esta semana, la novela publicada en 1949 ocupaba el segundo puesto en la lista de bestsellers.
Según confirmó a CNN un portavoz editorial, acaba de ordenar la impresión de 75 mil nuevos ejemplares.
Claramente, Estados Unidos no se ha convertido en el país del Gran Hermano de Orwell. Pero sí es el lugar en el que un portavoz de prensa afirma que Trump atrajo a «un gran público que jamás había sido testigo de una juramentación presidencial», aunque cualquiera pudo ver con sus propios ojos lo contrario.
O donde una asesora defiende las mentiras del portavoz calificándolas de «hechos alternativos». O en el que el propio presidente sostenga que hubo fraude electoral a favor de su rival, Hillary Clinton, aunque los expertos lo descarten.
Por supuesto, no es que importe tanto cuántas personas fueron o no a la investidura de Trump, pero si en una cuestión tan insignificante su gobierno no dice la verdad de forma tan clamorosa, ¿qué ocurrirá en los próximos años con los hechos realmente importantes?
Y después, están los paralelismos con la ficción distópica escrita por el británico Orwell (1903-1950) poco después de la Segunda Guerra Mundial en la soledad de las islas Hébridas. En esta pesimista visión del futuro, el Ministerio de la Verdad apostaba por la «neolengua» y el «doblepensamiento».
La verdad es variable, según le convenga al Gran Hermano. Expresiones sin sentido como «la guerra es paz» o «la libertad es la esclavitud» y «la ignorancia es la fuerza», consignas del Partido, se consideran verdades consumadas. Y la última no debería serle ajena a Trump.
Probablemente ningún otro clásico del siglo XX esté tan de actualidad como 1984. A lo largo del tiempo se lo ha relacionado con numerosas situaciones, sistemas y acontecimientos, a veces de forma abusiva. Es como si la obra nunca perdiera su vigencia.
Y eso se debe a que al escribir, Orwell se resistió a describir su estado de vigilancia como las dictaduras que tenía ante sus ojos: el Estado nacionalsocialista de Hitler y la Unión Soviética de Josef Stalin.
Lo que quizá resulte más inquietante es que, en lugar de eso, el escritor escarbó en su propia experiencia: el clima de control que experimentó como redactor en la BBC. Cada pieza que enviaba era sometida a la censura y la temible habitación 101 de la novela, en la que los detenidos son sometidos a aquello que les causa más pavor, lleva el nombre de la oficina del superior de Orwell en la BBC.
Lo que Orwell más temía no eran los asesinatos, la represión ni las torturas. De eso, escribió, ha habido mucho a lo largo de la historia, pero finalmente siempre triunfó la voluntad de libertad. Lo más turbador que podía imaginarse era que en el futuro un gobierno manipulara de tal modo la verdad que la gente ni se diera cuenta. «Lo que realmente asusta de los totalitarismos no son las ‘crueldades’ que cometen, sino su ataque al concepto de una verdad objetiva».
Fuente: La Jornada