El 8 de diciembre de 1980, cinco disparos de revólver hicieron estruendo en la noche de Nueva York y repercutieron por todo el mundo. Su eco todavía se escucha 36 años después.
John Lennon, ex Beatle, ícono del rock, activista político, esposo y padre moría impactado por cuatro de los proyectiles. Su asesino, Mark David Chapman, era un fanático desequilibrado que había viajado desde Hawaii y esperado todo el día frente a la residencia del músico para cometer el acto que lo vincularía para siempre con su ídolo.
Estos hechos son bien conocidos, tanto por aquellas generaciones que recuerdan esa lamentable noche como por los que se han informado a través de la divulgación mediática. Nada de lo que se ha dicho y analizado a lo largo de los años, sin embargo, ha podido darle razón a la tragedia ni cerrar del todo la herida colectiva que causó.
Recuerdo que hace unos cinco años, justo en el 30mo. aniversario de su muerte, se mostraron una serie de documentales con detalles íntimos de quienes conocieron de cerca al ex Beatle y estuvieron en Nueva York el fatídico día.
Uno en especial, de la cadena británica independiente ITV, hizo un recuento casi forense de las últimas horas en la vida de la leyenda musical relatado por la mayoría de las personas que entraron en contacto con él.
Ese día fue una jornada bastante ocupada para John. Tenía una sesión de fotografía para la revista Rolling Stone, dos entrevistas –una para la prensa británica y otra para una radio en California-, más la grabación en estudio del disco que preparaba con su esposa, Yoko Ono.
Afuera de la residencia esperaban, de un lado de la entrada del edificio Dakota, Paul Goresh, un fotógrafo aficionado que se había ganado la confianza de Lennon y, del otro, una enigmática figura que resultó ser Mark David Chapman.
Goresh describe en el documental la conversación que tuvo con Chapman y la mala espina que le dio. El fotógrafo tomó las últimas imágenes de John -una en la que está firmando un autógrafo para su propio asesino.
Todos los participantes del documental comentan en retrospectiva del presagio de lo que se hizo o se dijo ese día.
El asesino esperó todo el día frente al edificio de Lennon en Nueva York.
Con dificultad, Yoko Ono habla de lo irónico de la canción que estaban grabando, con su particular tema sobre cómo serían recordados después de muertos; el periodista de la radio menciona que Lennon se sentía optimista ante el umbral de una nueva vida.
También hay testimonios detallados de los policías que llegaron a la escena del crimen, del médico Stephan Lynn que atendió al músico herido de muerte, así como del joven periodista de la cadena ABC que casualmente se encontraba en urgencias con una lesión en la pierna y se topó con la primicia.
«Yo tuve el corazón de John Lennon en mi mano», relató el doctor Lynn explicando cómo aplicó masajes cardíacos para intentar revivir a la víctima. «Era el corazón de una persona común y corriente, era un buen corazón».
Pero no había nada que hacer. El médico tuvo que comunicarle a Yoko que era una viuda y luego, en rueda de prensa, al resto del mundo que había perdido a una de sus figuras.
Yoko Ono añade que, aunque consideraron ir a cenar en lugar de regresar de inmediato a casa después de salir del estudio de grabación esa noche, nada hubiera evitado el trágico destino.
Hoy, cinco años después, el documental vuelve a mi mente, y me pregunto si los recuerdos de quienes estuvieron allí cambian en algo lo que sucedió o añaden alguna perspectiva a quienes fuimos «testigos emocionales» de cuando se divulgó la noticia.
En 1980 yo estaba iniciando una maestría en Los Ángeles, California, EE.UU. Ese lunes, 8 de diciembre, salí a comprar una bebida para acompañar mi cena. Aunque el súper quedaba a la vuelta de la esquina, naturalmente, esto siendo California, fui en auto.
En la radio -que siempre dejaba encendida y sintonizada en la misma emisora de rock clásico- sonaba «A Day in the Life» de los Beatles. En el corto trayecto de vuelta, tocaron «Imagine».
Manuscritos y dibujos de John Lennon salen a subasta. Foto: Reproducción
«Curioso», alcancé a pensar, «dos canciones cantadas por John Lennon». Pero no le presté más atención porque muy a menudo la emisora solía dedicar tandas de canciones por un mismo cantautor.
Al entrar en mi apartamento encendí el televisor -un hábito que se adquiere en Estados Unidos- y mientras servía mi cerveza vi como aparecía la foto de Lennon en la pantalla. ¡Ya era demasiada coincidencia!
Debajo de la foto estaba su nombre seguido de las fechas 1940 – 1980, y fue entonces que empecé a entender.
Entré en una especie de «shock» pues fui, soy y –me temo- seguiré siendo fanático de los Beatles, especialmente de John. Mi niñez y adolescencia estuvieron inundadas por su música y mística y mi afición se intensificó cuando el grupo se separó.
Me puse a pensar si el resto de las personas sentían el mismo vacío, ese gran agujero, indefinido, insondable en el alma. Obtuve la respuesta cambiando canales de televisión que mostraban las diferentes reacciones por el mundo y cómo se abarrotaba la gente frente al edificio Dakota en Nueva York -donde fue ultimado- encendiendo velas, cantando canciones y tratando de darle algún sentido a lo sucedido.
Jack Douglas, el productor musical de Lennon, ofrece la razón fundamental de este fenómeno, en el documental de ITV.
«Yo realmente conocí a John Lennon y pensaba que el resto de las personas no», afirmó Douglas. «Pero John le ponía casi todo su ser a su música, así que los que la escuchaban también lo conocían de cerca».
Estoy de acuerdo y creo que por eso dormí tan mal esa noche del 8, montado en un carrusel de imágenes y sonidos que no me dejaba pegar un ojo.
El ex beatle envió una misiva al productor Phil Spector en los años 70 en donde acusaba a los otros dos músicos de orinar en la consola de un estudio de grabación. Foto: Reproducción.
Quería salir de esa pesadilla semiconsciente pero no podía, la música retumbaba en mis oídos y sentía su pulsación aplastándome. Era el vecino de arriba que, desde las 6 de la mañana, le dio por tocar canciones de John Lennon en su guitarra eléctrica y marcar el ritmo con pesados golpes del pie en el piso. Normalmente hubiera subido indignado a pedirle que se callara, pero este día tenía que dejarlo pasar.
Afuera se percibía un mundo diferente. Soplaba un aire de nevera -no frío, sino viciado- el sol era un gigante foco de estadio de luz plateada que le daba a la ciudad un tono despercudido.
A donde quiera que fuera sonaba la música de Lennon o de los Beatles, pero no se oía muy nítida, parecía acompañada de un leve y constante zumbido, como un concierto de grillos a la distancia.
Al pasar los años, es natural que el impacto de esa noche vaya quedando atrás, los antiguos dolores son reemplazados por nuevas penas y todos estos son resanados por esporádicos momentos de felicidad y pintados por encima con el barniz de la indiferencia y el olvido.
Abbey Road es un sitio de peregrinaje.
Con la edad, el fanatismo por los Beatles, como por otras cosas, se ha ido atenuando, aunque no del todo. Me doy cuenta que esa parte de mi vida no va a desaparecer.
Por un buen tiempo viví sobre Abbey Road, la calle donde quedan los estudios EMI en el que los Beatles grabaron la mayoría de sus éxitos y cuya foto de los cuatro Beatles cruzando de una acera a la otra es la portada del álbum del mismo nombre.
Pasaba por ese cruce casi todos los días y siempre vi grupos de personas a todas horas y de todas las edades. Algunas, estoy seguro, cuyos padres no pueden haber tenido memoria de la muerte de John Lennon.
Hoy día todavía están ahí. Tomándose fotos cruzando la calle y dejando sus firmas y mensajes en los muros de los estudios EMI. Un acto de memoria colectiva, como un mito religioso pasado de generación en generación.
Cada dos o tres meses, las autoridades municipales pintan de blanco los muros de EMI intentando borrar el graffiti de los fanáticos con el barniz de la indiferencia y el olvido. Las paredes no duran un solo día blancas.
Fuente: 24 Horas