“Estás despedido”, fue la frase que empezando los años 2000 se repitió sin pausa en los bares de Nueva York, en las salas de negocios de Chicago, en la soleada Florida, en las mesas de apuestas de Las Vegas, en todo Estados Unidos. Su origen estaba en el final de cada capítulo del reality de moda en la época que vio nacer los Supervivientes, Operación Triunfo, entre muchos de la televisión. Este se llamaba El Aprendiz, había sido creado por un productor llamado Mark Burnett, los concursantes ganaban 250 000 dólares, y eran aspirantes a empresarios exitosos que competían siguiendo los consejos del conductor del programa. Ese era Donald Trump, el famoso magnate que representaba cuanto un estadounidense puede alcanzar en el mundo de los negocios de su país, el símbolo de los excesos tras un peluquín, el ícono de la codicia de los años 80.
Donald Trump, el hombre que hoy disputa la presidencia de Estados Unidos, era todo eso y mucho más. Acababa de soportar una quiebra tan grande como su mediática fortuna que acumulaba casinos, hoteles y edificios de lujo. El Aprendiz —The Apprentice— al que llegó por necesidad, no obstante creer que los realities eran para “lo más bajo de la sociedad”, le estaba dando la oportunidad de renacer de sus cenizas, como el ave Fénix. El programa que era un éxito con 28 millones de espectadores al final de la primera temporada, tenía en Trump un jefe enérgico, pero no un déspota que humilla a sus empleados, con un arrollador sentido del humor, la carta del triunfo. Después de once temporadas a Donald no le cabía duda sobre su familiaridad con las cámaras, el deslumbramiento por el brillo de la farándula, el dulce sabor de la popularidad. Una nueva etapa en su vida estaba a punto de comenzar en otro escenario donde popularidad y brillo pueden ir de la mano: la política.
Así fue, el reality ayudó a Trump a salir del atolladero financiero y catapultó al político sobre el businessman abstemio desde la muerte de su hermano alcohólico, el que se mueve con desparpajo en los salones de Nueva York, el que se ufana haberse hecho a sí mismo y a su marca, el que se precia de seductor y hasta trató de cortejar a Diana de Gales, el odioso, el racista, el xenófobo, el brabucón capaz de lanzar los más horribles epítetos a su contrincante.
Pero Donald Trump, que está a una Hillary Clinton de llegar a la Casa Blanca, no puede desprenderse del empresario, exitoso o en bancarrota. A tal punto que la venerable revista Time se ha atrevido a decir que está peleando la presidencia como una estrategia para promover su marca. La marca Trump es ante todo inmobiliaria. El abuelo Friedrich, que llegó de Alemania huyéndole al servicio militar y era barbero de profesión fue el primero en hacer un hotel en Monte Cristo, un pequeño pueblo de buscadores de oro. Algunos dicen que era un prostíbulo, Trump lo niega categóricamente. Fred, el padre, llegó más allá. Desde el neoyorquino barrio de Queens donde Donald nació en 1946, empezó a amasar una fortuna construyendo casas para la clase media aprovechando los fondos públicos para vivienda social. “Elizabeth Trump and son” se llamaba la inmobiliaria a la que Donald llegó a trabajar después de haber pasado por una academia militar y la Escuela de Negocios de Wharton. Y a apagar incendios, porque la Fiscalía los había acusado de racismo por no dejar que afrodescendientes e hispanos alquilaran en los mismos edificios de blancos.
El incendio se apagó con la ayuda de un abogado llamado a Roy Cohn, acostumbrado a ganar por cualquier medio, y quien desde entonces le acompañaría hasta su muerte. Pero la mente del joven Trump estaba mucho más allá de Brookling y Queens. Cuando la crisis paralizó los recursos para la vivienda social, no dudó en que era el momento del dar el salto hacia Manhattan, “donde está el gran dinero”.
A la Gran Manzana llegó cuando arreciaban los vientos de crisis de mediados de los setenta y Nueva York vivía las noches frenéticas al compás de la música disco en Studio 54, el sitio de encuentro de los famosos del mundo, al que no faltaba el aprendiz de magnate. Su olfato inmobiliario le llevó a aprovecharse de la quiebra del gigante de los ferrocarriles Penn Central para hacerse al lote donde construyó su Centro de Convenciones, al emblemático hotel Commodore, que estaba vuelto pedazos, lo volvió el Grand Hyatt y a unos viejos almacenes que echó por tierra en la Quinta Avenida, los convirtió en la archifamosa Torre Trump, la insignia de su marca.
Los años del éxito habían comenzado, Trump estaba creando la imagen del despilfarrador, del animal social al lado de las más bellas mujeres, y del pedante y distante, que califican algunos de sus biógrafos. Playboy le da la portada al lado de una ´conejita´ en 1990, su sonado divorcio de Ivana no hace más que aumentar su popularidad como su nuevo romance con Marla Maples. A esto se suma la ambición que no se detiene en forma de proyectos inmobiliarios, de casinos – dos en Atlantic City y el Taj Majal- un resort en México, viñedos en California, una aerolínea, un concurso de belleza… Los más ricos de las viejas familias de Nueva York miran de reojo al ostentoso “nuevo rico”.
Pero el impero Trump empieza a mostrar sus falencias en medio de la recesión y acusaciones de racismo que se nutren de los comentarios salidos de tono contra sus empleados y las mujeres afrodescendientes. Y en un accidente de aviación perecen tres directivos clave entre ellos Stephen Hyde, el hombre que había sido el cerebro de los negocios y el éxito. En 1991 la ambición estaba a punto de romper el saco. El torbellino de inversiones da sus primeros números rojos. Los casinos se desploman, el tercer Taja Majal que construyó con bonos basura apenas si logra salir a flote tras una reestructuración, la aerolínea se viene abajo y los asesores estiman que de 23 negocios solo 3 dan utilidades. Las acciones caen de 35 dólares a 17 centavos. Declarado en bancarrota, con los banqueros reclamándole cuentas y con la competencia burlándose, Trump empieza a vislumbrar oportunidades.
Fue entonces cuando apareció el reality que le ayudó a recuperar su antiguo éxito: sacó una nueva biografía, vendió camisetas y gorras con su marca, se casó con la modelo eslovaca Melania Knauss con quien tuvo su quinto hijo, aumentó su flequillo, apostó por el resurgir de Nueva York tras los atentados del 11-S, escribió su libro El arte de volver y con su polémico estilo de hacer negocios tras diversas y arriesgadas operaciones comerciales, el 5 de mayo de 2005 salió de la bancarrota, su compañía pasó llamarse Trump Entertainment Resort Holdings, y se convirtió una vez más en uno de los multimillonarios del nuevo siglo. Forbes estima hoy su fortuna en 3.700 millones de dólares y lo sitúa en el puesto 157 entre los 400 más ricos de Estados Unidos.
Cuando en el 2015, anunció que se retira de El Aprendiz, muchos vieron la señal de que se lanzaría a la presidencia. Trump ya había coqueteado con la política, dando bandazos aquí y allá, a punto que entre 1999 y 2012 cambió siete veces de partido. Por eso, cuando el 16 de junio anunció su candidatura por el Partido Republicano, con el eslogan “We are going to make our country great again” (“Vamos a hacer a nuestro país grande de nuevo”), importantes medios y comentaristas lo vieron como un nuevo truco publicitario de un magnate que producía risa entre las élites por su pelo estrafalario y sus comentarios estridentes.
Trump empezó campaña por el punto opuesto al que deseaban las autoridades republicanas: atraer a las minorías recién llegadas al partido. Al contrario, se la jugó por los anglosajones trabajadores pobres que llevaban años en el sistema y sentían que las estructuras tradicionales del poder en Estados Unidos los habían abandonado. Entendió su frustración y la rabia contenida porque la globalización le ha ido carcomiendo su seguridad económica y la inmigración le ha ido cambiando su vecindario.
La campaña de Trump se centró, entonces, en aprovechar los temores y prejuicios de ese segmento de la población. El director que era el lobista Corey Lewandoswsky, le aconsejó un mensaje potente y radical, que llegó a través de la cuenta deTwitter @realdonaldtrump, consiguiendo sacudir una y otra vez a la opinión con un discurso entre burlón y grosero, siempre desafiante, que encantaba a millones. Era el “antipolítico” que tantos querían oír.
Con cada exabrupto que lanzaba —contra Wall Street, contra los mexicanos que llamó “violadores” y “narcotraficantes” prometiendo construir un muro de 2.500 kilómetros en la frontera con México, contra los musulmanes a quienes les prohibiría la entrada, contra los inmigrantes latinos a quienes amenazó con la deportación de 11 millones de indocumentados-—dominaba el mundo mediático por unas horas más.
Así desintegró las aparentemente sólidas campañas de sus 15 rivales republicanos, empezando por el que consideraba el rival a vencer, Jeb Bush, el heredero de la dinastía política de más “sangre azul” en Estados Unidos. Y a Mitt Romney quien lo tildó de “repugnante y desagradable” por no desmarcarse del apoyo de David Duke (exlíder del Ku Klux Klan). Y a Marco Rubio, senador por Florida, el favorito del “establishment”, quien fue perdiendo credibilidad y fuerza hasta el retiro tras las primarias de su estado. Y a Ted Cruz, senador tejano, defensor del Tea Party.
Los tres fueron derrotados por el magnate inmobiliario con un mensaje emocional, anticapitalista, xenófobo, racista, directo al estómago de sus votantes. Trump, ganador absoluto de la Convención de Cleveland, había hecho saltar en añicos la lógica electoral del Partido Republicano y la política americana.
La rival a vencer fue entonces la candidata demócrata Hillary Clinton. Y la estrategia ahora sí, ir por el voto latino, con la asesoría de Paul Manafort Jr., quien había hecho eso mismo oficio para Gerald Ford, Ronald Reagan, Bush padre e hijo. No obstante, un manto de dudas ha caído sobre Manafort porque trabajó durante varios años como consultor del expresidente de Ucrania, Viktor Yanukovych, el aliado de Putin.
La campaña ha sido más un ring de boxeo para ataques personales que la confrontación de ideologías. Los tres debates televisados son buena prueba, Aparte de los escándalos de los correos privados de Hillary como secretaria de Estado, y las acusaciones de acoso a las mujeres de Trump, las ideas brillaron por su ausencia, lo que estuvo en juego fue temperamento y carácter. Al cowboy irreductible, que podría ofrecerle seguridad al elector, se opuso la mesura y disciplina de Hillary, su conocimiento de temas como seguridad y política exterior. Las encuestas la dieron ganadora, a pesar de su falta de carisma y su perfil acartonado.
Pero la expectativa era tan baja sobre el desempeño de Trump que la mayoría sintió que debatió mejor de lo que esperaba, aunque siempre se vio irracional, escandaloso y hasta profiriendo barbaridades. Como cuando llamo a Hillary “mujer repugnante”, y peor cuando dijo que no respetaría el resultado de las elecciones si perdía. En el templo de la democracia. Fuera de los debates Trump recibió un golpe que algunos identifican como el letal: el video donde confiesa haber acosado a mujeres, que se hizo viral.
A pocos días de las elecciones, Trump que estaba casi doce puntos por debajo de Hillary en las encuestas, ha visto un repunte sustancial por la mejoría de sus perspectivas en el estado clave de La Florida. Con todos los aspectos negativos que se le suelen endilgar, hay uno positivo bien ganado: nunca se rinde. Quizá sea el momento para tener en cuenta sus palabras en The art of deal : ”Juego con las fantasías de la gente. La gente quizá no piensa en grande por sí misma, pero se excita con quienes lo hacen”.
Fuente: Las2orillas