Michelle Obama, la Primera Dama que no quería serlo

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Aletia Molina

La sucesora de Michelle Obama en el papel de consorte del presidente tendrá un aspecto muy distinto.  El mundo despide estos días a Michelle Obama con nostalgia prematura y a la manera moderna. Creando galerías de sus mejores momentos (hubo consenso repecto al Versace de su última cena de estado), viralizando sus apariciones bien programadas, como la que hizo contraprogramando la Convención Republicana el pasado agosto en la apisonadora internetera que es el Carpool Karaoke de James Corden, en la que cantó con Missy Elliott y demostró que puede rapear toda la letra de Get Ur Freak On sin trastabillar y envolviéndola en elogios. The New York Times la fotografió como a una modelo, vestida de Chloé, Céline y Calvin Klein para su revista de estilo.

Estos homenajes tienen más que ver con la Michelle de hasta hace unos meses, la que se autoproclamó “mamá en jefe” y delimitó muy claramente sus frentes de actuación, más que otras Primeras Damas: por un lado, las familias militares, algo que ayudó a darle una pátina de patriotismo en la primera legislatura cuando aún levantaba suspicacias, y por otro la campaña hipermediática contra la obesidad infantil y a favor de la nutrición saludable. Algo que la definirá en el futuro, como el “no a las drogas” de Nancy Reagan y que ha provocado que la veamos bailar Uptown Funk, hacer incontables flexiones en el programa de Ellen deGeneres y promover su muy publicitado huerto, el que le enseñó personalmente a la Reina Leitiza. Las dos causas invitan poquísima controversia –los Obama aprendieron de los Clinton que no cae demasiado bien cuando la Primera Dama, educada en universidades de la Ivy League pero no electa, impulsa iniciativas de calado político como la reforma sanitaria– y están relacionadas con el área de los cuidados, y ahí es donde la antigua Michelle Robinson, que cobraba más de 200.000 dólares al año en su antiguo trabajo, decidió quedarse.

Hasta el pasado verano. Su celebrado discurso de la Convención Demócrata, el más citado y compartido, por encima del de su propio marido y del de la candidata Hillary Clinton, partía de ese mismo escenario familiar, utilizando como leitmotiv a sus hijas, hablando del primer día que las vio partir hacia el colegio en coche oficial (y cómo aquello le encogió el corazón) y de la satisfacción de verlas ahora, crecidas y maduras, jugando con sus perros en el jardín. Pero la intención de aquel discurso era muy distinta.

Como señaló Chimamanda Ngozi Adichie, la autora de Americanah y de Todos deberíamos ser feministas, en la carta de despedida que le ha dedicado, “allí dijo ‘negro’ y ‘esclavos’, palabras que no hubiera pronunciado ocho años ante porque ocho años antes cualquier alusión a la negritud hubiera tenido consecuencias muy reales”. Desde entonces, ha tenido un papel activo en la campaña, con pocas pero estratégicas apariciones. Suya fue la primera respuesta oficial de la campaña de Clinton al vídeo misógino de Trump, en un discurso en el que ni siquiera mencionó el nombre del rival. La candidata demócrata, a la que antaño no soportaba, cita el ya famoso lema de Michelle (“cuando ellos tiran por lo bajo, nosotros miramos arriba”) en todas sus apariciones y ambas han compartido apariciones en las últimas semanas cruciales, en estados de gran presencia afroamericana como Carolina del Norte. Clinton dedicó nada menos que 23 minutos a presentar a Michelle Obama en ese míting del pasado 26 de octubre. “¿Hay alguien más inspirador que ella?” preguntó a un público entregado. Dijo que ella sabía una cosa o dos sobre las dificultades de ser Primera Dama pero reconoció que como la primera afroamericana en el cargo, ésta se había enfrentado a mayores presiones. Obama le devolvió los piropos llamándola “mi chica” y señalando que ambas eran amigas, algo que a algunos aun les cuesta creer.

La ya casi ex Primera Dama lleva casi una década en el ojo público: ocho años en la Casa Blanca y casi dos de dura campaña. En ese tiempo, se ha cansado de decir que no le gusta la política y siempre que le preguntan si amortizará toda su bien ganada popularidad presentándose a unas elecciones, como hizo la propia Clinton en el Senado, contesta que “apostaría su último dólar” a que eso no sucederá. Sin embargo, y éste es un dato que no se suele citar en sus perfiles, ella dio al salto si no a la política sí al servicio público incluso antes que su marido. En 1991 acababa de morir su padre, al que estaba muy unida, tras muchos años batallando con la esclerosis múltiple,y había perdido también a su mejor amiga de sus duros años en Princeton, Suzanne Alele, a causa de un cáncer. Alele había sido su mayor apoyo en los años de Princeton, cuando Michelle sentía que no encajaba en una institución tan elitista. Para entonces, trabajaba en Austin Sidley, el prestigioso bufete de abogados en el que conoció a su marido, en el departamento de derechos de autor, el considerado más glamouroso de la oficina, a decir de sus empleados. La influencia de Barack, con el que salía a distancia –tras ser su becario un verano, éste tuvo que volver a la escuela de Derecho de Harvard, donde ella ya había estudiado su posgrado– y el impacto de esas dos muertes tempranas le llevaron a esquivar el destino que se le suponía, convertirse en socia del bufete y llevar la clase de vida confortable para la que tanto se había preparado y tomar una decisión algo más arriesgada. Aceptó un trabajo de consejera en al ayuntamiento de Chicago de la mano de Valerie Jarrett, entonces jefa de gabinete del alcalde y posteriormente una de las asesoras más influyentes de Barack Obama. En breve, la promocionaron a “coordinadora de desarrollo económico”, encargada de revitalizar los barrios deprimidos de la ciudad. El salario subió en consecuencia, de manera que, como señala Liza Mundy en el libro Michelle: A Biography (Simon & Schuster), el sacrificio no fue tan doloroso para una pareja joven, pero sí marcó la dirección en la que iban a caminar.

Mundy también disipa otros mitos sobre la relación en su libro, como el hecho de que Barack persiguiese a Michelle y ésta se resistiese. Ella estaba igualmente intrigada, a decir de sus colegas de entonces, en ese tipo de nombre raro, con una abuela blanca en Kansas y una madre en Hawaii. Antes de que llegase, ya se hablaba mucho de él en la oficina. Se le suponía brillante y se comentaba que era presidente del Harvard Law Review, como lo fueron Nixon y Lyndon B. Johnson. A ella le molestaba tanta anticipación. “Sonaba demasiado bueno para ser verdad –le dijo a David Mendell, autor del libro Obama: From Promise to Power– yo había salido como muchos hermanos con esa clase de reputación, así que me imaginé que sería uno de esos tipos que pueden hablar bien e impresionar a la gente. Comimos y él llevaba una americana fea y un cigarro colgando de sus labios. Pensé: oh, allá vamos, aquí viene este tipo guapo y con labia. Ya he estado aquí antes”.

Unos años después, en1996 y ya como matrimonio joven aun sin hijos –Michelle, según su biógrafa, presionó a Barack para dar el paso, aunque éste se resistía porque no creía en la institución del matrimonio– ambos concedieron una entrevista muy reveladora a una fotógrafa, Mariana Cook, que preparaba un proyecto con parejas de todo Estados Unidos. Resulta conmovedor leerla ahora, con el conocimiento de lo que vendría después. Allí ella decía que existía la posibilidad de que su marido se dedicase a la política y se confesaba “la tradicional de la pareja”. “Barack me ha ayudado a relajarme y a sentirme cómoda tomando riesgos, a no hacer las cosas de la manera típica y probar cosas nuevas, porque así es como él creció”.

Como Primera Dama ha hecho las dos cosas: seguir la ruta tradicional (dedicarse a causas familiares, posar con el chef antes de las cenas de estado, practicar la diplomacia del vestuario al escoger diseñadores con orígenes específicos) y a la vez una completamente novedosa, porque las circunstancias lo exigían. Su biografía hacía prácticamente imposible seguir con el modelo Laura Bush, su predecesora inmediata. De alguna manera con ella se ha hecho evidente lo obsoleto del puesto. ¿Qué pinta una mujer educada en Princeton y Harvard haciendo de consorte? Y, como a ella le gustaría decir citando a Beyoncé, ha hecho limonada (y qué limonada) con los limones que le entregaron. Ahora se retira de este no-puesto, que nunca escogió, todavía muy joven, con 52 años y con un enorme capital social, mediático y político. Para qué va a utilizarlo es una incógnita. Gloria Steinem, que también le ha dedicado una carta de despedida, especula con que podría convertirse en senadora por Illinois (nadie quiere admitir sus noes, por lo visto) o ser embajadora global de la educación femenina. Lo que está claro es que deja una Casa Blanca, esa “casa construida por esclavos” a la que se refirió en su discurso más famoso, distinta a la que encontró. Y a muchos admiradores desconsolados.

Fuente: The Huffinton Post

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Aletia Molina