Faltan pocas horas para las elecciones norteamericanas. Trump podría ganar. En la medida que llega el fin de la campaña los dos candidatos se acercan notablemente. Por eso aseguraba el periodista Andrés Oppenheimer que en esta oportunidad, cuando se vota apasionadamente a favor o en contra, con el corazón o con el hígado, el voto hispano puede ser decisivo para derrotar a Trump. Muchos de los electores hispanos no sienten una simpatía especial por Hillary, pero sí detestan profundamente a Trump.
Dos de los Estados indecisos con mayor peso son Florida y Pennsylvania. Si Trump los pierde está liquidado. En Florida se calcula que el 70% de los hispanos prefiere a Hillary, pero ese porcentaje se eleva al 85% cuando se trata de los puertorriqueños. Tradicionalmente, la mayor parte de los populares y de los estadistas –los dos grandes sectores ideológicos de la Isla— prefieren al Partido Demócrata. La estrategia de Clinton es cultivar intensamente la lealtad política de ese grupo étnico.
En Pennsylvania, en el 2012, Obama ganó por el 5% de los votos. Luego se supo que los hispanos alcanzaron el 6% de los sufragios y el 80% votó por él. Hillary Clinton espera lograr los mismos resultados. La maquinaria tratará de incitarlos a acudir a las urnas, junto a las mujeres, los negros, la comunidad LGBT, los judíos, los universitarios, y todos aquellos grupos de electores que las encuestas señalan como mayoritariamente proclives a la candidata.
Por eso es tan difícil que Donald Trump gane la partida. Lo que en Estados Unidos llaman blancos no-especialmente-instruidos, los blue collars, los rednecks, los fanáticos religiosos del Bible Belt, los sindicalistas, los racistas de todo pelaje que acampan en el bando de Trump, son muchos, tal vez demasiados, pero probablemente no suficientes para eclipsar a una candidata que trata de representar a la compleja realidad social norteamericana de hoy.
¿Qué pasaría si gana Hillary Clinton? Probablemente su gobierno se parecería al de su marido, pero como llegaría a la Casa Blanca condicionada por el apoyo de Bernie Sanders, y porque sus electores se lo demandarían, aumentaría el gasto público y sería menos responsable en materia fiscal de lo que fue Bill Clinton, un demócrata que redujo sustancialmente las erogaciones del welfare y logró el extraño milagro de tener varios años con superávit en las cuentas de la nación.
¿Y qué ocurriría si es Donald Trump quien triunfa? A mi juicio, el mayor daño lo veríamos en las relaciones internacionales. ¿Por qué? Por sus declaraciones contra los mexicanos y sus extrañas simpatías por Vladimir Putin. Por su rudimentaria forma de entender qué es ganar o perder en las transacciones entre empresas y países, propia de una mentalidad mercantilista premoderna. Por su incomprensión de lo que ha sido el rol de Estados Unidos tras el fin de la Segunda Guerra mundial. Porque lo veríamos destruir la extraordinaria labor que comenzó a hacer Franklin D. Roosevelt en Bretton Woods en 1944, y Harry Truman un año más tarde, cuando le tocó presidir el país y creó la OTAN, el mejor instrumento para preservar la paz en Europa y en el mundo.
Trump puede ser el clásico elefante en una cristalería. Hay algo escalofriante en una persona que cree que va restaurar la grandeza norteamericana, sin advertir que su país nunca ha sido más rico, ni más poderoso, ni más útil al resto del mundo, que los Estados Unidos de hoy. Con el 24% del PIB planetario, las universidades más creativas, las empresas más innovadoras, el ejército más fuerte y una población sana y razonablemente joven, ¿a qué aspira Donald Trump?
En todo caso, ni una ni otro conseguirán descarrilar a Estados Unidos. La fortaleza norteamericana no descansa en su economía, su creatividad o en el poderío de sus cañones. El secreto está en el funcionamiento de sus instituciones, en la transmisión ordenada de la autoridad y en la voluntaria subordinación del conjunto de la sociedad a the rule of law. Son estos factores intangibles los que sustentan el milagroso experimento surgido en 1776 y los que sujetarán fuertemente a quien ocupe la Casa Blanca. Afortunadamente.
Fuente: El Nuevo Heraldo