El fallecido escritor colombiano Gabriel García Márquez escribió que en una ocasión vio a Fidel Castro, gran amante de los helados, comerse no menos de 28 bolas en una sola sentada.
Probablemente se trataba de una historia apócrifa, pero en su exageración García Márquez dijo una verdad fundamental sobre el comportamiento legendario de Castro, que alimentaba el estatus cuasi mitológico del que gozó durante gran parte de su vida adulta.
Después de que su Ejército Rebelde derrocara al dictador Fulgencio Batista en 1959, Castro no perdió tiempo en hacer sentir su presencia más allá de los confines de su isla natal. Su principal estrategia fue desafiar de manera abierta, con palabras y hechos, la hegemonía de Estados Unidos en América Latina.
Esa postura lo convirtió rápidamente en una figura clave de la Guerra Fría, ganándole legiones de fervientes seguidores y jurados enemigos y garantizándole un lugar protagónico en el escenario internacional, algo que aprovechó a fondo durante el siguiente medio siglo.
Fidel Castro era el cuentista por antonomasia, el más astuto de todos, dice Lee Anderson.
En 2008, cuando debido a su delicado estado de salud se retiró oficialmente de su puesto como jefe máximo de Cuba, Fidel Castro era el dirigente de la era moderna que más tiempo había estado en el poder: 49 años.
Desde Bahía Cochinos y la Crisis de los Misiles, hasta las intervenciones militares cubanas en Etiopía y Angola, en este período había logrado hacer de su isla una superpotencia en el imaginario mundial.
En casi cinco décadas, había visto ir y venir a diez presidentes estadounidenses, desde Dwight Eisenhower a George W. Bush, y sobrevivido a la una vez aparentemente invencible Unión Soviética, que fue su patrocinador más duradero.
Aunque con cierta reticencia, dentro de Cuba incluso sus adversarios solían mostrar admiración por el hombre que gobernó sus vidas por tantos años.
No importaba cuánto lo odiaran, la mayoría reconocía en él al prototipo del cubano, a un hombre que poseía cantidades superlativas de cualidades que admiraban.
La «cubanía», como la mayoría de los nacionalismos, es un saco en el que caben muchos conceptos, pero en esencia tiene que ver con ser ingenioso, astuto y valiente, cualidades de las que Castro era un ejemplo viviente.
En un país donde «vivir del cuento» es una máxima, Fidel Castro era el cuentista por antonomasia, el más astuto de todos.
Durante los años en que gobernó, los cubanos convirtieron en un pasatiempo nacional el intercambiar historias sobre sus astutas proezas.
A mediados de los 90, un amigo me señaló los automóviles Fiat de la década del 70 que aún circulaban por las calles de La Habana.
Dándose palmadas de gozo en las rodillas, me contó cómo miles de esos vehículos, recién fabricados en Argentina, habían sido enviados a Cuba a cambio de un pagaré firmado por Castro.
«¿Te imaginas?», me preguntaba mientras reía al borde de las lágrimas. «¡Le tomaron la palabra!».
Por supuesto, los autos nunca fueron pagados, pero gracias a Fidel miles de cubanos disfrutaron de ellos durante años.
Ya antes de tomar el poder, Castro había dado muestras de su ingenio: a principios de 1957, el periodista de The New York Times Herbert Matthews fue a visitarlo a él y a sus hombres a la Sierra Maestra.
Habían pasado apenas dos meses del desastroso desembarco del yate Granma en las playas del este de Cuba y la emboscada que costó la vida a más de 50 de los 82 guerrilleros del grupo original que lo seguía.
En ese momento Fidel sólo contaba con 17 combatientes, incluido él mismo.
Su cacareado Ejército Rebelde estaba en un estado desastroso y él sabía que era vital dar una apariencia de fuerza y confianza.
Durante la entrevista con Matthews hizo declaraciones grandilocuentes sobre el poder de su ejército y es leyenda que ordenó marchar varias veces a sus hombres frente al reportero para crear la ilusión de que eran mucho más «barbudos» de los que en realidad había.
Los autos de «colección» por las calles de La Habana se volvieron algo corriente. Entre ellos, algunos comprados en los 70 a una fábrica en Argentina a cambio de un pagaré… que nunca se pagó. «¿Te imaginas? Le tomaron la palabra (a Fidel)», le dijo un amigo al autor.
Sobre sus planes futuros para Cuba, el periodista señaló: «Tiene ideas muy firmes sobre libertad, democracia, justicia social, la necesidad de restaurar la Constitución y realizar elecciones».
Tiempo después Castro reconocería públicamente que había engañado a Matthews de forma intencional, pero se justificó argumentando que lo hizo por un bien superior.
¿Humanista o marxista?
En abril de 1959, durante su primera visita a Estados Unidos como líder de Cuba, Castro continuó simulando moderación política, afirmando ante la prensa que su revolución era «humanista».
«Nuestra revolución es humanista porque humaniza al hombre», aseveró.
No eran más que sofismas. De hecho, Castro ya tenía una cohorte de camaradas marxistas -entre ellos su amigo argentino Ernesto Che Guevara- diseñando planes para un gobierno radical de izquierda que pronto reemplazaría al tibio régimen liberal que había instalado luego de tomar el poder.
Dos años después, en abril de 1961, en medio de una creciente tensión con Washington, Castro declararía que su revolución tendría desde entonces un «carácter socialista».
La astucia y el engaño, como Maquiavelo famosamente escribió, son esenciales para el ejercicio del poder y quizás en Castro, más que en cualquier otro gobernante de su tiempo, esos rasgos eran como una marca registrada.
Cuando Fidel enviaba a sus cuadros guerrilleros a misiones en el extranjero, se les daban identidades falsas y autobiografías a las que llamaban «leyendas», las cuales debían memorizar.
Usualmente las estratagemas funcionaban a su favor, pero hubo veces en que el tiro le salió por la culata.
Miles de cubanos acudían a escucharlo espontáneamente en los años 60. Hacia el final de su vida había mermado notablemente el entusiasmo.
Durante los furtivos preparativos para la guerra de guerrillas que el Che llevaría a cabo en Bolivia, Castro le mintió a Mario Monje -el escéptico líder del Partido Comunista boliviano- sobre la verdadera naturaleza de la misión Guevara en su país.
El líder cubano le aseguró que el Che sólo necesitaba un paso seguro a través de Bolivia para empezar un levantamiento en la vecina Argentina.
Monje percibió el engaño y se molestó profundamente, tanto que cuando el grupo liderado por el Che llegó a Bolivia, le retiró el apoyo de su partido, lo que tuvo consecuencias desastrosas.
Sin embargo, el mayor fracaso de las artimañas de Castro fue, sin duda, la revelación de su acuerdo secreto para instalar misiles nucleares soviéticos en Cuba, que en octubre de 1962 condujo a la Crisis de los Misiles que tuvo a Estados Unidos y la Unión Soviética al borde de una guerra nuclear.
El hechizo soviético y la aventura africana
Ni siquiera los soviéticos se salvaron del «cubaneo» de Castro (otro modismo que significa, básicamente, hechizar a un extranjero con palabras seductoras y sex-appeal para convencerlo de hacer lo que uno quiera).
En 1964, convenció al Kremlin de financiar su régimen pagando por el azúcar de la isla precios muy superiores a los del mercado, un arreglo preferencial que ningún otro satélite soviético consiguió, y que se mantuvo por dos décadas y media.
Un tiempo después, Castro también empujó a los dubitativos soviéticos a apoyar -y en última instancia pagar- sus aventuras militares en Angola en los años 70.
El envío del Che Guevara (en la foto, segundo de izquierda a derecha) a Bolivia fue uno de esos tiros que le salieron por la culata a Fidel.
Esa misión, que eventualmente involucró a 35 mil soldados cubanos, fue el resultado de una decisión unilateral de Castro de jugar un papel más destacado en el tablero del ajedrez geopolítico, enviando a soldados de la isla a luchar junto a la guerrilla marxista angoleña que, tras el retiro de los portugueses en 1975, se disputaba el poder con grupos respaldados por la CIA y Sudáfrica.
Más adelante, mientras la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética se hacía sentir en conflictos entre terceros, los cubanos siguieron peleando a nombre del régimen marxista angoleño y en 1987-1988 se enfrentaron en grandes batallas con las tropas sudafricanas desplegadas en Angola, lo que finalizó con el retiro de Pretoria.
Posteriormente, Castro se jactó de que ese fue el comienzo del fin del régimen de apartheid sudafricano.
Nelson Mandela parecía estar de acuerdo. En 1991, poco después de salir de prisión, voló a La Habana para agradecer personalmente a Castro por lo que describió como el apoyo crucial de Cuba en la liberación de los sudafricanos del apartheid.
Castro convenció a los soviéticos de pagar precios muy superiores a los del mercado por el azúcar cubano. Y de muchas otras cosas.
Angola bien puede haber sido el momento más brillante de Castro como estratega: según se supo después, había dirigido personalmente desde un búnker en Cuba la mayoría de las principales batallas en el lejano país africano.
El objetivo final
El enorme ego de Castro, claro está, no siempre lo favoreció a él ni tampoco a sus compatriotas, pero será la historia la que juzgue el peso de su legado.
Tras el colapso de la Unión Soviética en 1991, su orgullo lo llevó a bregar solo con su propia versión del socialismo, forzando a los cubanos a soportar años de penurias.
Al final, Castro se vio forzado a aceptar ciertas inversiones foráneas, permitir algunas empresas capitalistas y promover el turismo extranjero para atraer divisas a la isla.
Si mantener su régimen en el poder era su objetivo final, lo consiguió.
Pero si -como argumentaba- era preservar las «conquistas del socialismo», como la salud, la educación y la asistencia social estatales, entonces sus logros son más debatibles.
Esos pilares del sistema cubano se deterioraron de sobremanera a lo largo de los años, mientras que el influjo de turistas y sus dólares introdujeron nuevas tensiones sociales y desigualdades económicas.
El factor Chávez
En su década final en el poder, Castro se las arregló para revivir la suerte de Cuba gracias a su habilidad para hechizar a un nuevo patrocinador: el presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías.
Desde el momento en que llegó al poder en 1999 hasta su muerte por cáncer en 2013, Chávez se convirtió en el más leal amigo de Castro y en el mayor benefactor de la isla, abasteciéndola con el equivalente a miles de millones de dólares en petróleo subsidiado a cambio del envío regular de médicos y maestros cubanos a Venezuela.
La generosidad de Chávez le permitió a Fidel Castro perpetuar la idea de que Cuba seguía siendo un Estado revolucionario y verdaderamente socialista. Y en la medida en que no había libertad política para decir o hacer lo contrario, en cierto sentido lo era.
En sus años finales, los jóvenes de la isla veían mayormente con cinismo y desconfianza la revolución del viejo dirigente.
Habían crecido durante los 90, en los penosos y moralmente contradictorios años de la era post soviética conocidos como el Período Especial.
Fue una época en que la retórica política de Fidel parecía pueril y la frustración aumentaba a medida que los jóvenes crecían y se enfrentaban a la realidad de no encontrar trabajo ni los medios para mantener vivas sus esperanzas de un futuro mejor.
Muchos profesionales con buen nivel educativo sólo soñaban con abandonar Cuba, y muchos lo consiguieron, para terminar trabajando como botones, prostitutas o rebuscándose la vida en las calles de distintas ciudades del mundo.
Otros muchos, sin embargo, careciendo de los recursos o las conexiones necesarias, no pudieron dejar la isla y simplemente languidecieron en ella.
En el Período Especial, muchos profesionales consiguieron abandonar Cuba para terminar trabajando como botones, prostitutas o rebúscandose la vida en las calles de distintas ciudades del mundo.
La batalla final
En la primera década del nuevo siglo, financiado por el petróleo de Chávez, Fidel libró su batalla final para salvar el corazón y alma de su demacrada revolución.
Con su «batalla de ideas» intentó en vano revigorizar entre los jóvenes el ideario socialista que había alimentado su régimen por tantos años.
Pero ya estaba viejo y, exceptuando la ayuda de Venezuela, la economía cubana estaba realmente estancada y la juventud ya no le creía.
En una exposición de arte en La Habana en 2006, una instalación que parecía decirlo todo mostraba el rostro de Fidel encima de un tocadiscos que reproducía uno de sus viejos discursos y un cartel que decía: «Sólo háblame de pelota (béisbol)».
Por la misma época, miles de jóvenes fueron llevados por las autoridades escolares a una aparición pública de Castro en el estadio deportivo de la capital cubana.
La «batalla de las ideas» de principios de este siglo intentó revigorizar los valores del socialismo entre los jóvenes, pero ellos ya no le creían.
Cuando llevaba más de una hora hablando, los jóvenes empezaron a moverse incómodos y a conversar abiertamente entre ellos.
El nivel del ruido creció hasta niveles embarazosos, pero los burócratas que lo rodeaban parecían de piedra, como si nada ocurriera. El propio Castro seguía inmutable.
Salvavidas
Pocos meses después, durante un viaje con su protegido Hugo Chávez, cayó gravemente enfermo y entregó las riendas del poder diario a su hermano menor, Raúl.
Al principio nada cambió mucho. Pero en 2008, luego de sucederlo formalmente, Raúl empezó a deshacerse de lo que todavía quedaba del «Estado socialista» de su hermano.
Las nuevas medidas incluyeron el fin de los alimentos subsidiados, el despido masivo de funcionarios públicos y la autorización para que los cubanos viajaran sin tanto trámite y pudieran empezar sus propios negocios, así como comprar y vender bienes, incluidos vehículos y viviendas.
Raúl Castro comenzó a deshacerse de lo que quedaba del Estado socialista de su hermano.
En La Habana se veían vallas publicitarias, como en los tiempos de Fidel, asegurando que «Los Cambios» -como se denominaron las nuevas medidas- eran para garantizar «MÁS Socialismo». Pero nadie lo creía.
Raúl no tenía la estatura mitológica de Fidel ni sus pretensiones idealistas, así que todos entendían que lo que trataba de hacer era crear un bote salvavidas para el zozobrante galeón de su hermano.
Nada igual
Con los cambios de Raúl llegaron bienvenidas mejoras materiales para muchos cubanos, pero también nuevas y duras realidades y con ellas la palpable reducción de la ambición nacional.
Por medio siglo, la habilidad de Fidel para dar zancadas en el escenario mundial lo hicieron parecer por momentos un semidiós.
Y durante esos años, fuera que lo amaran o lo despreciaran, la mayoría de los cubanos había compartido la sensación de que ellos también eran especiales.
Ahora que no está, Cuba parece empequeñecerse, convertirse en un estado post-socialista más, plagado de problemas mundanos y contradicciones, aunque imbuido en una pátina de exotismo, y hasta de cierto romanticismo histórico por el país que fue bajo la égida de Fidel.
Sin él, nada en Cuba volverá a ser igual.
Derechos Reservados, Jon Lee Anderson. Jon Lee Anderson es autor de «Che Guevara: A Revolutionary Life» (Bantam Books).
Fuente: BBC