Benjamín Torres Uballe
La cobarde masacre en contra de soldados en Culiacán; el asalto simultaneo a punta de pistola a dos automovilistas en pleno Periférico y Reforma en la Ciudad de México; dos mujeres asesinadas y sus cuerpos abandonados dentro de una maleta en Naucalpan, en el peligroso Estado de México; una joven española secuestrada y asesinada por los plagiarios en Santa Fe, y en el apacible Yucatán una fotógrafa canadiense fue asfixiada y arrojada a la orilla de una carretera.
Esas fueron algunas de las macabras noticias que dominaron la atención en los medios de comunicación en los días recientes. Y no es un hecho atípico, es la constante que domina la “convivencia” social en el país, donde los criminales parecen haber vencido en forma definitiva a las autoridades responsables de garantizar la seguridad, tal como lo mandata la Constitución.
Poco a poco el hartazgo social ha llegado al límite, exacerbado por la ineficacia del gobierno en sus tres órdenes para proporcionar los niveles indispensables de esa seguridad, los cuales hoy parecen ser sólo un vago recuerdo en la lejanía del tiempo. Y ante ello, aparecen de manera cada vez más frecuente las violentas respuestas de ciertos sectores de la población ante las recurrentes agresiones de los delincuentes.
De ese modo, la justicia por propia mano empieza a convertirse en la mejor reacción al pandemónium que tiene aterrorizado a la ciudadanía. Por eso, es más usual que enardecidos pasajeros del transporte público apliquen inclementes palizas o priven de la vida a parásitos que intentan asaltarlos. Y la gente celebra estas acciones, pues sabe que si los entregan a las autoridades, no tardarán mucho en reincidir. Así lo permite un corrupto sistema de justicia.
No en balde la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2016, publicada por el INEGI la semana pasada, señala que la cifra negra del delito en México, es decir, aquellos que no son denunciados por la desconfianza en las autoridades, alcanzó 93.7 por ciento en el año 2015. Esto no es sino el reflejo de la pésima percepción que los ciudadanos tienen de las autoridades, desde el policía de a pie, pasando por el agente de Tránsito, el policía ministerial, el pernicioso y corrupto agente del Ministerio Público, hasta los jueces y los impolutos señores ministros de la elitista Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Y ante la devastación de la convivencia social en la república mexicana, surge una serie de bien justificadas conjeturas. La primera se refiere al porqué el gobierno actúa con una estrategia inoperante que no produce los resultados que requiere el actual y sumamente peligroso entorno criminal. Hasta hoy, dichos “resultados” son, por decir lo menos, simplemente decepcionantes, a los cuales, además, se les han invertido cuantiosos recursos. ¿Será éste el motivo, el verdadero negocio, el que México esté dominado por el crimen y las balas?
Incluso, las suspicacias aumentan cuando nos enteramos, somos testigos o presenciamos cómo peligrosos delincuentes son liberados bajo pretextos y argucias legaloides por averiguaciones y consignaciones mal elaboradas, que en no pocos casos se antojan intencionales. Lo hemos visto suceder con secuestradores y narcotraficantes, pero también con delincuentes “comunes”.
Desde hace años, por citar un ejemplo, de las cárceles se origina la mayor cantidad de extorsiones telefónicas y los llamados secuestros virtuales. Ahí están los registros de los números telefónicos en poder de las autoridades y de las diversas ONG que monitorean estos ilícitos. Sin embargo, el gobierno poco ha hecho ante el flagelo que todos los días cobra víctimas. ¿Quién está interesado en que la fábrica de dinero siga generando enormes ganancias desde los reclusorios?
Todo tiene un límite. Criminalidad y violencia no son excepción. Un gobierno deficiente e incapaz, aunado a un sistema judicial corrupto, coloca irremediablemente las condiciones perversas para que la población mexicana decida hacer de lado, definitivamente, a las autoridades encargadas de prevenir y combatir a la delincuencia en la nación. El “ojo por ojo y diente por diente” se vislumbra en el horizonte de la justicia ciudadana cada vez con mayor potencia. Ello no es lo mejor.
Seguirá el gobierno —insisto, en los tres órdenes— con su discurso demagógico y ofensivo, asegurando que los índices de violencia van a la baja, mientras en las calles, comercios, casas y transporte público vemos otra cosa. Aceptar el gravísimo problema, corregir la estrategia y trabajar con dedicación, eficacia y profesionalismo mucho ayudaría en lugar de las aborrecibles peroratas oficiales. La violencia, es cierto, se socializa, pero sólo hacia todos aquellos que no pueden pagar un grupo de “guaruras”, autos blindados o vivir en zonas menos inseguras.
Con exactitud lo dijo esta semana el gran historiador Miguel León-Portilla, en la entrevista concedida al Semanario de la UAM: todas las naciones de la Tierra tienen momentos difíciles, ya sea por una guerra, una revolución o una crisis económica, pero “a nosotros se nos han juntado las tres cosas…”. Cuánta razón le asiste a este mexicano excepcional. ¿Y qué va a hacer el gobierno?
EL 911, ¿REALMENTE SERÁ DE UTILIDAD?
A propósito de inseguridad, este lunes entró en vigor el número telefónico 911 para emergencias. Ojalá cumpla con el propósito para el cual fue creado. La idea no es mala, ha funcionado bien en EU, deseamos también que los “ociosos” —por llamarlos de manera suave— se olviden de usarlo con sus llamadas bromistas que nada tienen de broma.
@BTU15